Como toda mi generación,
yo llegué tarde a la Navidad.
El único recuerdo
que conservo de mi niñez, y que tenga que ver con la Navidad, es
acerca de una desgastada caja de cartón, roja y decorada con
estilizados copos de nieve, que mi madre conservaba entre sus cosas.
En la caja había
unas bolas de cristal para el arbolito, que habían sobrevivido todos
esos años de proscripción cuidadosamente envueltas en amarillentas
motas de algodón. Y yo, con el martilleo de mi dedo de niño
curioso, comprobé que todas aquellas bolas eran, además de bonitas,
muy frágiles. “Mira esto, se rompieron todas las bolas...”, dijo
mi mamá un día que abrió la caja roja, quién sabe si por rutina,
o por pura nostalgia. Y echó la caja a la basura, con lo cuál se
desvaneció definitivamente el único y tenue hilo que me conectaba
con la Navidad.
Pasó el tiempo y
pasó un avión por el Estrecho de Yucatán y el 24 de diciembre me
tomó por asalto en México. “Oye, la Navidad es obviamente para
gente rica...”, le dije asombrado, desde mi perspectiva cubana, a
un amigo mexicano, que asintió con sonrisa triste. No estaba yo
preparado para aquella histeria de compras, para toda la invasión de
adornos, alegorías, comerciales, para la absurdamente opípara
oferta de carnes, turrones, frutas y bebidas. Y tampoco estaba
preparado, por supuesto, para los villancicos.
Los villancicos son,
indiscutiblemente, el sonido de la Navidad. Son, además, melosos,
tibios, arrulladores y empalagosos. Los villancicos son un gusto
adquirido, como el queso azul, o la literatura barroca. No es cosa
que pase fácil. Y pueden ser, ciertamente, muy raros, como aquel que
dice:
Pero mira cómo
beben los peces en el río
Pero mira cómo beben por ver al Dios nacido
Beben y beben y vuelven a beber
Los peces en el río por ver a Dios nacer
Pero mira cómo beben por ver al Dios nacido
Beben y beben y vuelven a beber
Los peces en el río por ver a Dios nacer
Eso es algo que
parece producto de intoxicación con mescalina. Es como decir “Pero
mira como respiran las vacas en el potrero, mira, es azul, y
rosado...” Pero las personas que tuvieron Navidades toda su vida se
enternecen con eso, porque crecieron imaginando pececitos que bebían
agua y miraban, tiernos y morbosos, a María pariendo. En el
desierto. Donde el agua más cercana sería el Mar Muerto, donde no
hay peces.
La alternativa
anglosajona de los villancicos no es mucho mejor, la verdad. El
Jingle Bell Rock, y Nat King Cole, Broadway en pleno, y todas las
divas de R&B desgañitándose
en canciones rebosantes de campanitas y azúcar. Y, por supuesto,
Feliciano deseando Feliz Navidad aiuanauichuamerricrisma.
Pero yo todavía no
sabía nada de eso en aquella Navidad cuando vi, asombrado, desde la
altura del Periférico, aquel inmenso y familiar parqueo, donde
siempre había muchos espacios disponibles, pero que hoy estaba
totalmente repleto de autos y de personas que caminaban de un lado a
otro, nerviosas, cargadas de paquetes.
Y mucho menos podía
imaginar que allí, dentro de aquella megatienda, en medio de aquella
orgía católico-capitalista, me esperaría el tan bien conocido
espectro del racionamiento cubano. Estaba allí, parado junto al
cartel que decía “ Sólo dos baguettes por persona”, o sentado
en la tarima vacía, donde no quedaba ni una triste naranja. O en la
voz amable y cansada de la empleada que me dijo, “Se acabaron,
señor, lo siento...” Porque en Navidad sucede lo impensable: las
cosas, efectivamente, pueden acabarse. Sólo por unas horas, es
cierto, pero se acaban.
Los mexicanos son
buenos para el tequila, y para la buena comida. Y para conquistar a
las mujeres. Saben de eso, del efecto devastador de mariachis,
serenatas, regalos, flores y amabilidad absoluta. Uno aprende cosas
con los mexicanos. Pero, sobre todo, son buenos para el melodrama;
son matadores que van directo al punto blando.
Y eso es lo que me
esperaba a la salida de la tienda: los niños de hospicio, de todas
las edades, vestidos en ropas baratas y opacas, organizados en el
coro más triste del mundo, cantando villancicos, por supuesto. Y uno
de ellos, de cuatro o cinco años de edad, con un gorro de lana
demasiado grande, y que me mostró un caldero donde debía yo
depositar algo de dinero, pero resulta que entonces uno quiere dejar
allí todo lo que tiene, el dinero, y lo que compró, y salir
corriendo y esconderse a llorar en otro lugar donde no tenga que ver
las sonrisas navideñas de niños abandonados. Pinches mexicanos.
Después de algo
así, los del Ejército de Salvación que tañen campanitas a la
salida de los supermercados aquí en EEUU parecen cheerleaders.
Y ayer, en la cola
para pagar mi compra, la señora que me precedía me regaló un pie
de manzana, "Pero...”, intenté decir que, muchas gracias, pero...
“Tómelo, señor, están al dos por uno, y a mí con uno me es más
que suficiente...”, me dijo. “Pero...”, intenté de nuevo,
pero... “Mire, tómelo, ¡y Feliz Navidad!”, remató sonriente, y
ya no pude decirle que a mi no me gusta el pie de manzana.
Así es la Navidad.
Saca a flote, aunque sea sólo por unos días, lo mejor de la gente.
Breve época de amabilidad, generosidad y solidaridad humana. Y
recogimiento, intimidad familiar, amor y paz.
Pero, como toda mi
generación, yo llegué tarde a la Navidad.
Y aparte de la
monserga de armar el arbolito, y el montón de dinero invertido en
regalos que quién sabe si gusten o no, la Navidad es para mí una
extraña nostalgia por algo que nunca he sabido que es.
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