jueves, 31 de diciembre de 2015

Felicidades, suerte y venturas en el 2016

Se acaba, pues.

Hora de asar la carne, enfriar la cerveza, recoger los bates, apagar la luz y pasar a lo que sigue. Y de confiar en que lo que viene es necesariamente mejor, no por arte de tener fe en que la suerte toque a la puerta, sino porque estamos empujando el muro.

Hora de confiar entonces en que vamos a hacer lo necesario para que todo sea mejor.

Les deseo a todos felicidad, buenas fiestas, excelente compañía, alegría, salud, buenos propósitos, y la voluntad para cumplirlos.

Alguien sabio dijo que el futuro comienza hoy, no mañana; nunca mejor dicho que el último día del año. Carpe Diem entonces, y que la Fuerza esté con vosotros.

viernes, 25 de diciembre de 2015

Crónica de una paella no valenciana

Observo, colgados de sus ganchos, a mi wok y a mi paellera (dicen que el nombre auténtico de esa cazuela es también paella, pero me resulta confuso y monótono decir que voy a cocinar paella en una paella, así que si cocino arroz en una arrocera, pues paella en una paellera, y me disculpan los puristas este primer desliz). Los observo, decía, y pienso en que las tradiciones, cuando dejan de ser solo pintorescas, se convierten casi en religión.

En esto de la cocina lo mejor es que las recetas son solo ideas grosso modo; lo interesante está en interpretarlas y hacer lo que a uno le parezca divertido, siempre que el resultado sea sabroso y comestible. Es por eso que no me gusta la repostería y su estequeometría inamovible.

Prefiero entonces la parte innovadora. Innovar es siempre bueno; tómese un ejemplo cercano, los fricasés en Cuba: impensables sin su suculenta salsa de tomate y especias. Pero el fricassee tradicional se cuece en salsa blanca -en una aventura culinaria en la que participé, y casi me arruiné, lo servíamos de esa manera-; los dos son excelentes platos, y que sea blanco o rojo es cuestión de preferencia.

O, para el caso que me ocupa, considérense los arroces,

El arroz tiene una versatilidad envidiable. Envidiable, porque si fuera pasta italiana, por ejemplo, con todo el respeto para los gustos ajenos, siempre es lo mismo: es solo el vehículo, que solo cambia de forma, para la salsa o guisado que le pongan encima.

El arroz, sin embargo, es otra cosa.

Pilaf, arroz frito, congri, risotto, arroz con pollo, arroz amarillo, con vegetales, con carnes, con pescado, con mariscos, con huevo frito y aguacate; negro, rojo, blanco, desgranado, caldoso, en dulce y en sopas. Es el grano más consumido por los humanos. Y es, por supuesto, la estrella en ese plato emblemático que es la paella.

La paella, que en Cuba se transformó en los arroces maravillosos que algun peninsular llamaría “arroz con cosa”.

Por qué no se conservó intacta en Cuba, el país más español de las Américas, la tradición de la paella, pues no lo sé. Quizás tenga que ver con la fusión de culturas, con la otrora exuberante comida cubana, o con la idea de que es más simple hacer “arroz con cosa” que la puntillosa paella.

La paella, y los que defienden su autenticidad, son parte de una tradición que se ha convertido en ortodoxia. Y no digo que esté mal, solo que, vamos, estas cosas son para divertirse. Asi que, sin más rollo, mi paella debut, de mariscos (y me perdonan las libertades):

Primero, el arroz.




No hay mejor arroz para hacer “arroz con cosa” que el de grano corto. Su capacidad para absorber líquido sin que el grano se deshaga, su cremosidad, su textura, es lo que hace que el risotto sea esa maravilla de la cocina italiana.

Por tanto, arroz arborio para mi paella.

Segundo, el caldo.








Sin un buen caldo no hay un buen arroz. Punto.

Así que hago un fumet, un caldo de pescado con una cabeza de pescado -sin ojos ni agallas-, las cabezas del camarón -en la paella original observo que colocan camarones y langostinos con cabeza y todo; me imagino que después chupan la cabeza para sacar esos jugos deliciosos. Yo prefiero incorporarlas al caldo y darle más profundidad a los sabores-, y un “medley” de morralla que se utiliza para caldos o salteados, más cebolla, zanahoria, apio, ajo y perejil.

El caldo no queda amarillento, como sería con pescado solamente; es rojo, teñido por los órganos que hay en la cabeza de los camarones, y el olor es intenso, sabroso, a marisco.

Tercero, los mariscos.






Como ya mencioné, los camarones los compré con cabeza. De dos tamaños: unos grandes y otros jumbos, del tamaño de langostinos.

No me gusta la idea del camarón con tripa y todo en mi arroz. Me complico la vida entonces y los limpio, pero dejándoles el caparazón, pues para saltearlos asi es mejor y les conserva jugos y sabor. Los salteo entonces, brevemente, un ligero selle, solo para que pierdan lo “crudo”, sin afectar la textura. Y reservo.

El sofrito.




Sin sofrito no hay sabor. Asi que media cebolla, rallada, algo caramelizada, algo frita, para ese sabor dulzón- ahumado. Un tomate de perita, rallado. Medio pimiento verde, rallado. Pimentón dulce (paprika húngara). Una pizca de pimentón de la Vera, ahumado. Un par de ajos machacados. Sal. Azafrán. Para realzar el color, una pizca de cúrcuma, que no da casi nada de sabor.

El pimiento, el ajo, el pimentón ahumado y el azafrán pierden el sabor con la cocción prolongada asi que los adiciono al final.

La mezcla.




Al sofrito le adiciono el arroz.

La idea es que se distribuyan sabor y color entre los granos de manera homogénea. Seguidamente, el caldo caliente, dos partes de caldo y un poquito, por una de arroz. Sin sabor en el caldo, no hay sabor en el arroz, así que adiciono sal hasta que el caldo está algo subido de sabor. Mezclo, y...

La cocción.



Esta es la parte más problemática de la paella.

El área de la paellera es muy amplia, y la idea es que el calor se distribuya de manera uniforme. En la práctica, a no ser que se cuente con una de esas enormes y fabulosas hornillas dobles, o se haga la paella sobre parrilla de carbón (que debe resultar en un extra de sabor), pues hay que vigilar atentamente el fuego y la colocación de la cazuela (y entonces ya va uno entendiendo de por qué el “arroz con cosa” en Cuba, y no la paella).

El hecho es que cuando el arroz se va hinchando, y casi asoma a la superficie del caldo, hay que bajar el fuego. Y vigilar. Y si es necesario, tapar con un papel de alumino para crear vapor. Tal vez adicionar mas caldo. Y por fin colocar los camarones sobre el arroz, y dejar que intercambien humores.


La paella

La raspa, el socarrat, pues en mi casa es objeto de discordia: a mi me gusta, a mi esposa no.

La textura final es otro punto a negociar: a mi me gusta el arroz caldoso, bien caldoso. A mi esposa no tanto.

Así que esta paella no valenciana está repleta, además de buen sabor, de compromisos: sin raspa; cremosa pero no caldosa.




Entonces, si me permiten, me voy a la mesa.

Y gracias a muchos amigos por consejos, ideas, tips y los buenos deseos.

¡Feliz Navidad!

PD: Lo mejor de todo: la cocina es anarquía.

viernes, 18 de diciembre de 2015

Con el agua al pecho

Llegar como emigrante a los Estados Unidos es lanzarse de cabeza en el agua negra que hay más allá del escalón continental.

Desnudo.

No importan estudios, títulos ni academias; de hecho, se disuelven en esa agua helada, y hay que comenzar de nuevo, otra vez. Eres nadie, en ese país extraño donde hablan una jerigonza que no se parece a lo que te enseñaron en escuelas y cursos; llegas a engrosar las filas de la etnia hispana, que comparte con los negros los índices más bajos de calificación, estudios, ingresos, y participación en trabajos bien remunerados.

Eres nadie.

El agua te cubre por completo; no hay aire, solo la compulsión imperiosa del sobreviviente por salir a la superficie y volver a respirar. Arriba, nadie te espera.

Te habían dicho que los cubanos -ay, los cubanos...- llegan a cualquier parte con ventaja; vamos, que el sistema educacional cubano te ampara, a lo Caridad del Cobre; que implícitamente somos mejores, mejores educados, mejores equipados para nadar hacia la costa, que ahora mismo apenas se divisa; qué costa ni que cojones, si todo lo que hay es agua y oscuridad; pero te aseguran que la costa está ahí, ya verás, te dicen -uno se cree las cosas buenas-, aunque esta penumbra y los ojos ardiendo no sirvan ni para llorar.

Las cuentas no dan, ¿Usted sabe?; las cartas son de espanto: “We have received so many applications! Unfortunately, we have so few available positions. Thank you for applying and good luck!”. Las cuentas no dan; “Thank you for your interest in our company. We are pleased that you considered us at this stage of your career planning. However, we have selected another individual for the above-referenced position”; una tabla carcomida, hinchada por el agua, aparece; uno se aferra, patalea; amanece el día en que te vas de la casa a las seis de la mañana y regresas a las diez de la noche; “Thank you for your interest in the position. Although your experience and qualifications may match future opportunities, we do not currently have any openings for the position”; las cuentas no dan, ¿sabe?; no veo a mi hijo despierto los días entre semana; el peso te hunde, el agua cubre la nariz: cuesta respirar.

“En tres meses ya estamos trabajando y por nuestra cuenta”; era el optimismo ingenuo, ese que no palidece siquiera ante la media sonrisa, indiferente, del tipo que te observa explicar, citar, argumentar; te escucha, con impaciencia contenida y ejemplar cortesía; en realidad no le importa nada de lo que dices saber o de lo que dices que fuiste; “¿Sabes HPLC? Pues ese es tu trabajo”, te dice, y se marcha a vadear sus propios abismos.

Nos tomó un par de años, y más; el agua ahora llegaba a la barbilla; del hombre, alguien te dice que lo despidieron de aquel lugar. Su hijo estudiaba en Stony Brook; unas decenas de miles de dólares al año, me contó el hombre alguna vez, pero Thanks God, he got an scholarship, añadió aliviado. El hombre, que maneja un Mustang, dice en Linkedin que ya tiene trabajo.

Yo tengo dos trabajos por entonces. Las piernas me duelen, pero me mantengo a flote. Nos mantenemos a flote. Mi esposa nada junto conmigo: ni da ni pide treguas; que no hagan olas, oye, que el agua nos tapa la boca, no nos deja reir. Y sonreímos.

Un día sonó el teléfono; “We are ready to offer you the position, if you are still interested”; llego a la casa más temprano; el agua ya no es tan fría; el balbuceo de la mierda que hablan en este país se hace más firme; vamos aprendiendo a bracear con mejor ritmo, y decidimos dejar la tabla detrás, para otro que la necesite.

En el 2015, por fin tocamos fondo.

Ahora caminamos; a veces, volvemos a nadar. Pero sobretodo ya vemos la costa, esa de la que hablaban los entendidos. Avanzamos atentos, pues nunca se sabe donde aguarda un bajío, o si habrá resaca esta tarde. Pero avanzamos.

De lo importante, pues hace ya tiempo que llego a tiempo a la casa para ver a mi hijo despierto; la arena se siente agradable entre los dedos; las olas son suaves en estos días.

Estamos felices, felizmente emigrados; el 2016 espera, y va ser un año mejor; para allá vamos, sonriendo, con el agua al pecho.

Felicidades a todos.

martes, 15 de diciembre de 2015

17D: sin prisa, en pausa, y en crisis

La prisa


“(…) después que se pasa esta breve vida esperando que un día comience un deshielo, que aparezca la primera grieta, hasta un lunes sería un día feliz. Pero resultó miércoles el día en que el Presidente Obama decidió anunciar (...) la normalización de las relaciones entre Cuba y los Estados Unidos”

“Maravilloso miércoles de milagro, miércoles que antecede a un jueves, en el que Cuba y Estados Unidos sueltan las muletas y, quizás, por fin, echan a andar”


Eso lo escribí el 18 de diciembre del 2014.

Fue el día siguiente al 17D, el diesisiete, que ahora comparten Babalú Aye y Barack Obama; día de esperanzas para devotos de los milagros y crédulos de la política. Me entusiasmé hace un año, lo admito, como pocas veces antes. Me creí la historia a pies juntillas, y le di la bienvenida a lo que decían era un cambio; escribí cosas por entonces, conversé, y grité vivas mentales a la nueva Era.

Un año más tarde, pues vuelvo a escribir. Nada de eso queda: de mi optimismo, quiero decir, pero tampoco Cuba está igual que antes del 17D; en realidad, está peor.

A un año, se sabe que la arrancada no fue tal; se sabe ahora que no fue un comienzo de Era, ni siquiera de era. El 17D resultó ser solo otro punto y seguido, un ahora-es-por-aquí en la continuidad de la dictadura, un más-de-lo-mismo amparado por ese golpe de timón del Presidente Barack Obama, que junto con su equipo asesor pensó, pensaron, y llegaron a la conclusión que a la décima va la vencida; lo que no lograron las nueve administraciones anteriores a las malas, se dijeron, lo lograría este Presidente a las buenas, concluyeron; dame la mano y cantaremos, en paz queremos crecer, propusieron.

Y le tomaron la mano, la palabra, y le cogieron... el ritmo.

Ni el zombie fundador, ni el general heredero, mucho menos sus mediocres descendientes ni sus arrimados; ni los generales campesinos avecindados en Nuevo Vedado, ni sus familias, sus amantes, amigos y cortesanos; nadie, de los que a alguna teta, escualida o rolliza, se aferran con dientes de miserables, ninguno de ellos quiere, ni necesita, un cambio en Cuba.

¿Cambiar qué, para qué, por qué?

“Pregúntenle al pueblo”, o algo así, responderían a un hipotético cuestionamiento de un aun más hipotético periodista cubano de la prensa nacional. “Pregúntele a ellos, a nuestro heróico pueblo”, insistirían, con voz tonante y sin sonrojarse, dejándole a los voceros y escribas el sucio trabajo de apilar otra vez los argumentos falaces y repetir frases huecas que apestan a medio siglo de obsolescencia.

Pero el Archienemigo, amable, sonreía aquel 17D con dientes de júbilo, y había que decir algo. Algo sentencioso, inapelable, tan retorcido como “Por la Patria, la Revolución, el Socialismo”, o tan absurdo como “¡Seremos como el Ché!”.

“Lo que sea”, se burló entonces el general heredero, “lo haremos sin prisa, pero sin pausa”. Y ni siquiera le tembló la voz rasposa, cincelada por el aguardiente, engolada en una viril marcialidad -demasiada voz para tan escasa prestancia-, ante tanta falsedad. Se mofó de todos el hombrecillo, con eso de no tener prisa, como si fuera un adolescente y no un anciano al que se le acaba el tiempo. Se burló, decía, con lo de la sin-prisa, pero el irrespeto, la bofetada en el rostro, fue la sin-pausa.


La pausa

Pausa implica que algo en movimiento se detiene; por un instante, un día, un año, unas décadas. El socialismo, por ejemplo, pausa desastrosa entre capitalismos: sesenta y nueve años de pausa en la ex Unión Soviética, cincuenta y siete años de pausa en Cuba. Eso es una pausa.

Y Cuba está en pausa; dejó de moverse hace mucho, después que la revolución desarticulara a la nación y se postrara en la tiranía. Un amigo me escribe; “Se mueve, pero como una barcaza a la deriva”, comenta preocupado. “De locura en locura, en batallas de ideas”, concluye perplejo.

Lo cierto es que nada ha mejorado en Cuba. En cambio, a lo largo de este año, el desgobierno cubano se ha dedicado a arrojarle tierra en los ojos a ajenos, y migajas a los propios. Luego, con total desfachatez, ha dejado que sus portavoces se desgañiten anunciando que eso es cambio. Y algunos se lo creen.

“Pero este país no es el mismo”, tercia mi amigo, aleccionador.

Es cierto. Hay permiso para viajar -que en realidad es una desesperada movida en busca de una entrada de efectivo fresco, y sin costo-; hay acceso a una anémica WiFi -lo que entusiasma a los disidentes de la conectividad-; los que se pliegan en eso de la “oposición leal” pueden publicar su discurso cubista y desabrido sin que les derriben la puerta en la madrugada -al cabo son inofensivos-; hay una embajada más. Y todo es una palmada en la nuca a un cachorro dócil: el desgobierno cubano sabe lo que hace.

Los cambios son de utilería, cosméticos, y no de fondo.

Si bien hace unos años era impensable la existencia de 14 y Medio, de grupos opositores en activo, marchas semanales de Damas de Blanco, negocios privados, “magnates” tropicales con intereses en ambos lados del Estrecho, o un jet set de nuevos ricos ajeno a la nomenclatura que transita las noches habaneras, alguien se percató que nada de eso afecta el control absoluto que requieren los gobernantes para obtener lo unico que quieren: mantener el poder a como de lugar.

Mientras, el país, la nación, están detenidos; enterrados hasta los hombros en un lodazal pseudo ideológico, feudal, a la espera -la espera, que es el nombre de la esperanza en Cuba- de un cambio necesario; de mentalidad, de método, que urge y ahora más, cuando varias circunstancias confluyen para una tormenta, sino perfecta, por lo menos destructiva.

La crisis

No todos creen, mucho menos confían, en las secuelas gloriosas del 17D.

Los rumores acerca de una posible, quizás inminente, desaparición de la Ley de Ajuste, y con ello la desaparición del estatus de excepción del que gozan (gozamos) los cubanos, ha desatado una (otra) estampida que ha degenerado en crisis migratoria.

El drama de los cubanos varados a lo largo de la ruta terrestre, que comienza en Ecuador y termina en los Estados Unidos, es solo una pieza -si bien importante- del mosaico de la fuga cubana. La situación se ha agravado con la nueva exigencia de visas por parte del gobierno ecuatoriano y el aparente consenso de los países centroamericanos para el cierre de esta vía de escape de la migración cubana hacia los Estados Unidos.

La consecuencia más probable e inmediata será el incremento de los balseros, y del escape de la isla en manos de las redes de traficantes de personas, que no van a renunciar a los jugosos ingresos que obtienen por esos “servicios”.

Por otra parte, la derrota del chavismo en las elecciones parlamentarias en Venezuela anuncia que a corto o mediano plazo, habrá consecuencias funestas para la población cubana. El día de la “opción cero”, la hora del cierre de esa transfusión petrolera que ha mantenido funcionando a la isla, es solo cuestión de -poco- tiempo; el fantasma de un segundo Período Especial, de otro desplome de la mal apuntalada economía cubana, está asomando en el horizonte, sin que se avizore otro mecenas dispuesto a echarse encima el fardo amorfo de un país disfuncional.

17D

Raúl Castro está terminando su interinato como una mutación esmirriada y anémica de la apertura chino-vietnamita, con todos sus rezagos y ninguno de sus beneficios. Su discurso es la bravata; su método -quizás lo reitere este 17D- es el culto a la sin prisa y la continuidad de la pausa.

Sin prisa, pero sin pausa, es la consigna optimista para los ingenuos.

Sin pausa, pero sin prisa, es el hueso que le arroja el tirano al apuro reformista.

A un año del 17D, un país inmóvil, una crisis galopante, para el que esté prestando atención.

viernes, 4 de diciembre de 2015

Political correctness en tiempos de cólera

Hace un par de años y más, durante mi última visita a mi familia en Cuba, le compré a un artesano de la Feria que está en la Avenida del Puerto en La Habana, por módicos veinticinco CUC, una pistola de madera, magnífico modelo de aquellas con fulminante de pedernal que usaban Emilio de Roccanera, señor de Ventimiglia, también conocido por el Corsario Negro, por los tres mosqueteros y por el Conde de Montecristo.

Bien hecha, con buen gusto, hasta las diminutas tuercas eran de madera, la compro, me dije, para adornar mi nostalgia por historias que ya no leo.

Pero es frágil, me advirtió el vendedor; la rodeó entonces con un cartón, envolvió el paquete con una cinta adhesiva, tomó su dinero, muchas gracias, y la coloqué en mi equipaje de mano para que no se me estropeara en el viaje de regreso.

En el aeropuerto de Miami, cuando pasaba por los controles de seguridad para abordar mi avión a Nueva York, me ordenaron salir de la fila y hacerme a un lado; llegó entonces Homeland Security, cuatro guardias sacados de su aburrimiento por la novedad, comandados por un viejo idiota que sentía que había detenido al Unabomber, abrieron mi equipaje, sacaron la pistola de palo de su envoltorio, y llamaron al Miami Police Department, dos oficiales que me observaban con más curiosidad que sospecha, que me interrogaron y solicitaron mi background por radio.

Después de 45 angustiosos minutos, finalmente me dejaron pasar; “Que lindo está este adorno, tú...”, dijo con acento habanero una de las oficiales de Homeland Security; “Really, a gun replica at the airport? It was really stupid...”, sentenció la oficial del MPD, mirándome con sorna.

Me decomisaron la pistola de piratas, y yo tuve que correr como un demente, arrastrando a mi esposa que estaba al borde de un ataque de histeria, y a mi hijo que no entendía qué sucedía, para alcanzar a abordar el avión que ya casi se nos iba.

Un par de meses después me llegó una multa por intento de entrada a la cabina de un avión con una replica de arma de fuego; tuve que contratar un abogado, pagar la multa y asegurarme de que eso no quedara en mis antecedentes.

Todo ello por una pistola de madera, modelo siglo XVII, y por mi mala idea de llevarla en el equipaje de mano.

Hoy leo que el FBI “está considerando” tratar la masacre de San Bernardino como un “posible”, solo posible, caso de terrorismo...

jueves, 26 de noviembre de 2015

La nación que huye

“Toma tu mula, tu hembra y tu arreo…”

La presión para que regresara a Cuba comenzó semanas antes de que por fin despegara el avión de Mexicana de Aviación que me llevó al DF y en el que sufrí el segundo ataque de ansiedad de toda mi vida.

La primera de esas ansiedades amplificadas había tenido lugar muchos años atrás, un par de meses justo antes de graduarme de ingeniero; nada que hacer ahí: soy aprensivo, algo con lo que (casi) he aprendido a convivir.

Pero en aquel avión mi inquietud no tuvo que ver con la zozobra de la espera ni con el viaje en sí; fue el terror a la bancarrota de un proyecto de vida, el miedo a fallar estando tan cerca; tan cerca de tocar por fin tierra firme, pues sucedió que cuando las ruedas del Boeing 727 casi rozaban el concreto de la pista del aeropuerto Benito Juárez, la aeronave tomó velocidad otra vez, remontó vuelo, y comenzó a sobrevolar el Distrito Federal y aledaños en lentos círculos.

Fijé la vista en la pequeña bocina que estaba sobre mi cabeza, junto con las toberas de aire, las lámparas de lectura, y los lumínicos No Smoking y Fasten your seatbealt. Pero ni un miserable chasquido se escuchó durante veinte o treinta angustiosos minutos: ni el capitán de la nave ni ninguno de sus subordinados se dignó en informarnos a los pasajeros qué sucedía; hasta el día de hoy no sé qué espantó a ese avión, qué lo hizo regresar a surcar por otra media hora la sempiterna capa de amarillo smog que cubre a la capital mexicana, y me temo que ya nunca lo sabré.

Y mientras mi amable vecino de asiento, un médico mexicano aplatanado en Cuba y residente en San Agustín, allá en los bordes de La Lisa, me aseguraba que no pasaba nada, que eso era normal, que quizás una turbulencia o sepa la chingada, yo solo pensaba en esa agotadora cuesta que había comenzado hacía tantos años sin que siquiera me percatara de ello; cuesta que ahora casi terminaba para mí, después de tanto plan, de tanto obstáculo salvado, de tanta feliz casualidad; cuesta que me abrió camino para finalmente llegar a México y pensaba entonces en que puta suerte sería la mía que mi avión se fuera a desplomar sobre esta descomunal ciudad, precisamente antes de, mecagoendios, llegar yo al brocal del pozo y salir a la luz.

Fue entonces cuando comenzó ese segundo ataque de ansiedad: taquicardia, sudor frío, una piedra que se detuvo entre pecho y garganta. Dejé de escuchar a mi compañero de viaje, que entusiasmado me anticipaba la maravilla de Coyoacán y la majestuosidad del Zócalo, y me dediqué a rumiar la absurda idea de una muerte inminente.

Después, pues tocamos tierra. Siguió la aduana -y uno que otro pormenor-, el ardor en los ojos por los NOx y el ozono, el omnipresente aroma a tortilla de maíz -de eso sólo se percata un extranjero- y una bolsa de bolillos que devoré ante la mirada atónita de unos anfitriones.

Después, pues todo fue miel sobre hojuelas; y queso fundido, con chorizo, y tacos al pastor, y burritos, y un plan de trabajo intenso y eficaz con el que me anclé a ese puerto que, y eso lo sabía meses antes de que comenzara la presión para el regreso, ya no iba a dejar.

El día que la presión llegó al tope, no hubo ansiedades. Al cabo la esperaba, y estaba preparado para ella. Un correo electrónico me conminaba a concluir mis proyectos y regresar, pues “acá te necesitamos”.

“Pues de que te contrate otro, te contrato yo”, me dijo con su suave voz de anciano cuarentón el director del instituto para el cuál trabajaba en México. Le había mostrado el ukase que había recibido, y le había dicho a continuación que yo no iba a regresar a Cuba, pero que si eso representaba algún problema para él o el instituto, pues que ponía mi permanencia en el mismo a su consideración. Pero tuve, como decía, un aterrizaje suave y seguro.

“Mira,”, prosiguió entonces el señor, después de encender uno de los cuarenta Marlboros que se fumaba a diario, “que los cubanos se vayan de Cuba no es problema mío, ni del instituto, ni del gobierno mexicano: es problema del gobierno cubano, que no les crea a Ustedes las condiciones para que allá tengan una vida mejor...”

….........

Recordé -era inevitable- este afortunado y definitorio episodio de mi vida, leyendo y escuchando los pormenores de la crisis migratoria de los migrantes cubanos varados en Costa Rica.

Crisis migratoria que asciende, peldaño a peldaño, hacia un estado que se va a tornar más inmanejable con cada cubano que arriba a ese país -ya son, según la última cifra que he visto, casi cuatro mil-; lo he estado recordando desde hace días, mi arribo y mi mudada de país, y sigo manoseando el recuerdo, mientras leo y escucho que los cancilleres centroamericanos, y el de Cuba, se han reunido a ver qué se puede hacer, algo que parece sencillo de hacer, pues los Estados Unidos ya han dicho, como si se tratara de meta de un videojuego, que aceptarán al que llegue a sus fronteras.

Parece simple, insisto, si tan solo la miserable actitud -¿inexplicable? Habría que preguntarle al desgobierno cubano- del gobierno neo-sandinista de Daniel Ortega, mascota fidelista, se flexibilizara y dejara pasar por territorio nicaragüense al tropel de cubanos que se acumula en Costa Rica.

Sería sencillo, si los gobiernos de Honduras y Guatemala hicieran una excepción y también les permitieran a esos cubanos atravesar esos países; increíble resultaría además que lograran atravesar México sin verse coaccionados, extorsionados, atrapados entre los coyotes, que probablemente quieran mantener el trato acordado o renegociar los términos -se dice que los Zetas están involucrados en ese tráfico de personas-, y unas “autoridades” venales que pueden ser tan peligrosas como los humano-traficantes.

Visto así, desde lejos y con optimismo, parece posible que todo salga bien. Visto así, desde lejos y con pesimismo, puede que no, y entonces, como decía, la crisis va a empeorar.

Pero lo que no parece sencillo ni posible, ni visto de lejos, ni visto de cerca, es que esa fuga masiva de cubanos se detenga a corto o mediano plazo.

…........

Por una parte, Cuba se sigue desmoronando de prisa y sin pausa.

Por otra, la posibilidad excepcional que le abre la Ley de Ajuste a los cubanos es un estímulo adicional y poderoso que hace que no haya selva tan peligrosa ni Corriente del Golfo tan traicionera que detenga a los que pueden y quieren abandonar la desesperanza de sus vidas cotidianas en Cuba.

Pero la idea central, por cuyo lado algunos -demasiados- pasan en puntillas, y a la que otros -insuficientes- toman como bandera, idea que ha sido mencionada con escasa contundencia a lo largo de este conflicto cubano-centroamericano, es que la razón principal del éxodo cubano ha sido, y es, el desastre social y económico que ha creado el desgobierno en la isla de Cuba.

¿Que hay mayor cantidad de cubanos emigrando porque la Ley de Ajuste los ampara? Es cierto.

¿Que van a dejar de emigrar los cubanos si desaparece la Ley de Ajuste? Es falso.

Los cubanos, en primer lugar, no emigran: los cubanos huyen.

Se van de Cuba, como quien escapa de un callejón hediondo y sin salida. Se van a España, Escandinavia, Ucrania, Rusia y Kazajstán; andan por toda Europa, por África, en Ghana, Namibia, Angola y Sudáfrica. Se van a toda América, al cono sur americano, a México, a Ecuador, a Panamá, a las Antillas; se van a la Polinesia, a países en guerra, a países congelados, a países musulmanes, a lugares sin nombre; “si se cae el avión, donde se caiga me quedo”, dice un oscuro chiste. Se van entonces, y se van, por supuesto a los Estados Unidos.

Y así lo seguirán haciendo, con o sin Ley de Ajuste, pues la isla no mejora; a cambio, ha enfilado hacia un tercermundismo de siglo XX, envuelto en la bruma de los permisos para salir a pasear y ganar unos dólares con que vadear unos meses más; marasmo enmascarado en la posibilidad de irse, quedarse, regresar, de que haya una población flotante -viajante- que trae dinero, pacotilla de mal gusto y bocanadas de esperanza para gobierno y gobernados.

La crisis en Costa Rica es solo otro capítulo, menor, en la historia del éxodo de una nación. Ya fuera Camarioca, Mariel, el 93, los balseros, o vía Moscú, Quito, de carambola desde España, los cubanos se van a cuentagotas o en estampida, pero se van.

Es el signo de los tiempos, la consecuencia del medio siglo de apatía e ineptitud, el legado de un hatajo de malos cubanos que convirtieron el país en finca estéril. Son, somos los cubanos: la nación que huye y “…eso no se va a detener mientras el gobierno cubano, sea el que sea, no cree las condiciones para que allá tengan una vida mejor...”, diría aquel mexicano pequeñajo y astuto, mi director, mi amigo, apagando la enésima colilla del día.

sábado, 21 de noviembre de 2015

La hipótesis de Borondongo

Leo, una y otra vez, ese argumento trasnochado de que Francia, y todo Occidente, son en última instancia los artífices de las atrocidades que los radicales musulmanes cometen allá y acullá; que todo se origina -lean los libros, dicen- en la rapiña petrolera y la geopolítica del siglo XX, cuando los poderosos europeos, con la anuencia del ultra maloso Estados Unidos, dividieron, crearon y manipularon el Medio Oriente a su antojo. Y la Guerra Fría. Y las Potencias forcejeando. Y que todo eso llevó a esos muertos en Paris, y antes en Madrid, y en Londres, y Nueva York.

Que es solo la ira reprimida- explican-, el desahogo inevitable, ya se sabe, los pobres de la tierra; la tercera ley de Newton aplicada a las -supongo que suponen- de otra manera pacíficas y prósperas sociedades musulmanas.

Trato de evitar aplicarle una lógica estricta a este asunto; un carácter transitivo de esos que dicen “si esto es así, pues lo otro también”, porque siento que de hacerlo me trasnocho de igual manera. Pero uno es humano, y sucumbe a las tentaciones.

Así que, veamos:

De seguir por ese camino de fatalismo histórico, se arriba con facilidad a la conclusión de que sería justificable que los africanos asesinaran -bundunga pero primero bundanga, anticipa un chiste macabro y jodedor- a cuanto europeo se encuentre en sus ciudades y junglas; por supuesto, sería entendible también que los indoamericanos de toda la América Suya les abrieran el pecho a los blancos, con obsidiana o cuchillos Made in China, y ofrendaran corazones y entrañas a sus dioses ancestrales en pirámides para turistas.

¿Y qué decir de Asia? Ni pensar en lo que los chinos le harían a los japoneses, o los japoneses a los Estados Unidos, o India a Inglaterra, o a Pakistán, al que rociaría con misiles nucleares, y viceversa.

O que las tribus de por acá decidieran dejar sus casinos y desenterrar los tomahawk. O los AR-15, que al cabo estamos en el siglo XXI bajo el amparo de la Segunda Enmienda.

Por supuesto, los portorriqueños del Bronx deberían también rebelarse y caer con esa fuerza más sobre sus vecinos de Manhattan, esos americanos invasores y adinerados; y los cubanos, para no ser menos, aprovechando tanto nieto avecindado en las Españas, deberíamos cargar al machete otra vez y decapitar peninsulares al grito de “¡No a la Reconcentración!”

Y ya entrados en revanchas, pues españoles e italianos deberían invadir el norte de África y desatar una degollina de tres pares de cojones in memoriam de tanto cristiano desollado y empalado; Grecia y Bulgaria debería atacar Turquía, Rusia y China a Mongolia, España a Francia, los escandinavos renovar sus guerras, Inglaterra arrasar a los ex-vikingos, y Europa en pleno aniquilar a Alemania e Italia.

O sea, que hay suficiente antecedente para que pasemos lo que nos queda de vida matándonos mutuamente; al cabo la Historia, siguiendo la lógica de esos analistas de las causas y consecuencias, nos absolverá a todos; son solo traumas históricos -afirman- esos los que impulsan a los terroristas musulmanes a volarse en pedazos. Eso, y la motivadora promesa de las huríes, setenta y dos de ellas: blancas, verdes, amarillas y rojas, con abundante tetamenta y cuerpos de azafrán almizcle, ámbar e incienso.

En fin, regresando a lo simple, hay que decir que esa hipótesis del terrorista traumatizado no funciona.

No funciona, porque el éxito -escaso o cuantioso- que hayan tenido esos países de Arabia y Medio Oriente se lo deben a la existencia de Occidente y a su relación con el mismo.

Sin Occidente estuvieran hoy peor de lo que están. Véase que, a pesar de que casi todos son países petroleros, ninguno ha sido capaz de aportar prácticamente nada más a nuestro mundo; por el contario, todo lo que tienen, y disfrutan, se lo deben a Occidente: de no existir ese petróleo, de no ser por la influencia de Occidente, la zona en pleno sería un páramo tribal, ignorado, olvidado, empobrecido, ahora sí sin nada en lo absoluto que ofrecer.

Pero sería un páramo inofensivo, si no fuera por el islam; sin el petróleo, sin las fronteras impuestas, sin la injerencia occidental, pero bajo la influencia de la religión musulmana, con toda probabilidad enfrentaríamos también hoy una situación parecida a la que tenemos.

La combinación de la obtusa filosofía de odio al Occidente que promueve la religión musulmana -y es necesario recordar que eso es así desde hace siglos-, el fanatismo de sus seguidores, los conflictos entre los grupos que interpretan su credo de maneras diferentes, y la incapacidad de los gobiernos -por lo general tiránicos- de esos países para fomentar el funcionamiento armónico de esas sociedades, todo ello, y no las fronteras arbitrarias trazadas por Occidente, es lo que ha traído estos lodos en los que hoy chapoteamos.

Por demás, si bien el desastre se había venido amasando durante centenares de años, el detonador de la situación aparentemente incontrolable que hoy sucede tiene orígenes mucho más recientes que el reparto del mundo de la postguerra.

El terrorismo llegó en gran escala con el 9/11, pero fue la torpe política de los gobiernos de los Estados Unidos -particularmente el de Bush- la que acabó por desestabilizar una zona de por sí convulsa. Con el pretexto de la venganza, y de llevar la democracia a países que no la necesitan, los Estados Unidos y sus aliados se dieron a la tarea de derrocar tiranos no afines a los Estados Unidos para sustituirlos con otros gobernantes, pro occidentales.

Pero resulta que esos tiranos eran los diques que mantenían contenidos a los imanes radicales, a sus seguidores, y en general a sociedades propensas al tribalismo y la anarquía. Al desaparecer el Iraq de Sadam Hussein, al aumentar el apoyo de EEUU a los rebeldes anti Assad -el error cometido con los mujaidines afganos, otra vez-, al expandirse el caos provocado por el vacío de poder que aun hoy persiste en la zona, se dieron las condiciones para que surgiera el ISIS, y se fortalecieran otras organizaciones terroristas.

Ninguna de esas organizaciones siquiera menciona que Occidente es responsable del origen de la geografía del Medio Oriente, y que esa es la causa de todos sus males; en su lugar, su ideario es fundamentalista, medieval, y está centrado en un solo objetivo: expandir el domino del islam, aniquilando en el proceso a Occidente, y a cualquier otro punto cardinal que se le ponga por delante.

Y todo ello, por una sola razón: en nombre de Allah, el misericordioso.

No es entonces que Songo le dio a Borondongo, y que Borondongo le devolvió la bofetada; no es entonces tan solo que Occidente haya sido el malo de la película, el imperialista rapaz que ahora recibe una respuesta en consecuencia: es que hay un monstruo que creció inexorable, y ahora está fuera de control -ya estaba ahí cuando los europeos llegaron, solo que no lo sabían- ; un monstruo que está golpeando con insistencia -derribando- nuestra puerta, y que hay que hacer algo al respecto.

Ojalá -esa nuestra expresión prestada precisamente del árabe musulmán- que estemos a tiempo para decapitar a la bestia, y ayudar a que el orden natural -probablemente ese de los dictadores diques- retorne al Medio Oriente, a la Gran Arabia y el Magreb.

Ojalá, para dejar entonces que sean ellos los que resuelvan los problemas a su modo, y no que Estados Unidos y Europa sigan hurgando e intentando reparar algo que, aunque cueste trabajo creerlo, no está roto, sino que es solo otra cosa: algo que siempre estuvo ahí y que ni siquiera entendemos bien cómo funciona.

martes, 17 de noviembre de 2015

Enter the bear

Putin ha ordenado a sus militares coordinarse con Francia para atacar al ISIS, además de ofrecer 50 millones por la captura de los que perpetraron el atentado al avión ruso en el Sinai.

Lo que no logró ni la diplomacia ni (la falta de) empuje del gobierno de los Estados Unidos, lo logró el ISIS con dos atentados criminales. O tres, pues hasta Hezbollah, también objeto de un sangriento atentado, y arrimando brasa a su sardina, ha condenado los ataques que tuvieron lugar en Paris.

El ISIS, por una parte, parece ser una organización lo bastante estructurada como para mantenerse activa, beligerante, y hasta con suficiencia financiera.

Por otra parte, se las arregla para atraer sobre sí la ira indiscriminada de por el momento dos potencias y, si Obama se sacude la modorra, de una tercera.

Puede ser que los atentados hayan sido concebidos por el ISIS, pero también puede ser que hayan sido pensados y ejecutados por free lancers dentro del complejo organismo del fundamentalismo islámico, sin la venia explícita de la dirección del ISIS.

Si es el primer caso, pues son más tontos de lo que se aprecia.

Si es el segundo, pues no tienen el control que les supone sobre la miríada de fanáticos que los rodean.

En cualquier caso, ya con la brutalidad rusa involucrada, hay esperanza de que este sea el comienzo del fin del ISIS.

Crisis cubana en Costa Rica

“Estoy triste porque mi mejor amigo decidió irse a Ecuador para tratar de llegar a los Estados Unidos”, me dice una de mis hijas, “Dejó todo: pidió la baja de la Universidad, dejó a la madre -es único hijo- y se lanzó a ese viaje: estaba desesperado...”, añadió mi niña, y guardó unos instantes de silencio, quizás enviando a su amigo todos sus buenos deseos y la mucha suerte, porque la va a necesitar.

La actual crisis de los emigrantes cubanos que fueron atacados por el gobierno nicaragüense y que ahora permanecen varados en Costa Rica tiene una dolorosa similitud con aquellos que, a raiz de los sucesos de la Embajada del Perú, salieron hacia ese país, y allí aun permanecen.

La ruta migratoria que han seguido esos, y otros miles de cubanos, comienza en Ecuador. Atraviesan entonces Colombia, toda Centroamérica y México, antes de poder llegar por fin a la frontera de los Estados Unidos.

Probablemente van guiados por traficantes de personas, que saben por dónde viajar y qué manos untar. Confían en la ruta tantas veces probada, que es aparentemente menos peligrosa que un viaje en balsa, pero dependen sobre todo de la vista gorda de cada país que recorren, cuyas autoridades saben que los cubanos son solo migrantes de paso, sin la menor intención de radicarse en esos territorios.

O al menos así era hasta hace poco.

Entonces, ¿por qué hasta ahora sí, pero ya no?

¿Qué ha sucedido para que el gobierno de Costa Rica decidiera retener a esos cubanos en la frontera?

¿A qué obedece la insensata crueldad de las autoridades nicaragüenses al atacar con gases lacrimógenos a esas personas, civiles entre los cuales abundan niños y hasta mujeres embarazadas?

Quizás una sugerencia del gobierno de los Estados Unidos al gobierno de Costa Rica para que intente impedir el paso de esa ola migratoria y disuadir a esos cubanos de continuar su viaje.

Tal vez una respuesta violenta de parte del gobierno nicaragüense, país que ha lidiado con la violencia extrema de la guerra civil y que no es ajeno a las soluciones brutales, queriendo cortar por lo sano un acto de violación de sus fronteras.

Ni siquiera hay que descartar la mano del gobierno cubano, cuyos motivos se me escapan de momento -al cabo esos migrantes dejan de ser una carga social en Cuba y van a formar parte de los emisores de remesas; un negocio redondo, sin costos, todo beneficio-; es difícil concebir que aun un desgobierno tan torpe como el cubano tratara de impedir el paso de esos emigrantes usando su influencia con el gobierno de Nicaragua.

Pero, en cualquier caso, parece que la viabilidad de esa ruta está llegando a su fin.

Mientras, la presión ante la inminencia de una posible derogación de la Ley de Ajuste impulsa a los cubanos que pueden hacerlo a abandonar el país. Ni reformas pasadas por agua, ni cambios insustanciales, ni el WiFi pedestre o las nuevas amistades del desgobierno han logrado detener el ansia de abandonar Cuba, lo cual sigue siendo la solución más expedita al drama cotidiano de los cubanos.

Hay en ello un pragmatismo poco usual en nuestra idiosincracia emocional, cuya consecuencia más trágica sea quizás el aumento de los balseros.

Mientras, el gobierno de Costa Rica, en un gesto de elemental humanitarismo, les ha concedido visa temporal y renovable a ese nutrido grupo de emigrantes cubanos que se vió obligado a regresar a territorio tico, lo cual es una buena noticia.

La otra noticia es que hay más cubanos en camino; seguirán llegando a Centroamérica mientras tengan el dinero para pagarse el pasaje a Quito y para pagar a los “coyotes” que los llevan de frontera a frontera.

De no lograr avanzar más allá de Costa Rica , o Nicaragua, se acumulará una masa crítica que va a desatar una crisis de cada vez mayores proporciones, que puede culminar en una deportación masiva de esas personas a Cuba, pues la posibilidad de que los Estados Unidos decida recibirlos al por mayor es muy remota, aun para un gobierno como el de Obama; sentaría un precedente que aumentaría el flujo de emigrantes cubanos por esa vía.

Es más probable la cancelación del acuerdo sobre visados con Ecuador, y que la muy mala suerte acose al amigo de mi hija.

Esta nueva crisis puede ser otro golpe al ya maltrecho prestigio de la Ley de Ajuste, y es en general una mala noticia para los cubanos que buscan la oportunidad de rehacer sus vidas fuera de Cuba. Vaya con ellos toda la suerte entonces, y esperemos que suceda lo mejor.

Infiel

Es fácil indignarse con el fundamentalismo.

Es fácil, porque la mayoría de los humanos intentamos llevar una vida normal -segun cada particular criterio de normalidad- navegando esa zona intermedia que está entre los extremismos de cualquier tono.

No se trata sin embargo de que estemos exentos de opiniones extremas; en dependencia del tema que se trate, los embates de lo que nos rodea nos llevan a rozar esas fronteras donde la intolerancia y la irracionalidad son la norma.

Lo de hoy parece ser tomar partido, ya sea sobre la homosexualidad, el cambio climático, o la simple aceptación de otros seres humanos. Y es en esa afiliación a una u otra bancada donde, por momentos, abandonamos esa amable existencia gris de lo aceptable, lo convencional, lo politica y humanamente correcto, para adoptar una opinión que para otros puede resultar demasiado radical.

Pero no hay que temer a pensar, opinar, a decir en algún momento algo que esté alejando del mainstream; eso no te convierte en un extremista: es la militancia, la permanencia en esas zonas de intolerancia, lo que transforma a un ciudadano gris en uno fundamentalista. Los cubanos conocemos muy bien ese proceso.

El fundamentalismo se aloja entonces en la periferia. Allí están desde los más inofensivos, los “activismos” sociales, por ejemplo, como el feminismo o la protección de los derechos de los animales, hasta los más incisivos, como los relacionados a la actividad política, los asuntos raciales, o a la filiación religiosa.

El fundamentalismo, que tiene áreas inocuas y círculos dantescos. Y en su mismo centro, en el círculo de la intolerancia absoluta y la sinrazón bestial, se ubica el fundamentalismo islámico.

Pero, como decía, el fundamentalismo es fácil de rechazar, el islámico sobre todo. Vamos, ni siquiera los progres más ingenuos quisieran estar sentados con otros amigos progres un viernes en la noche en un café avandgarde y que alguien grite junto a su mesa Alahu Akbar y los haga volar por los aires de felicidad, igualdad y fraternidad que respiraban hasta ese momento. O al menos eso supongo.

Lo supongo, pero no estoy seguro, porque a pesar de la evidencia de estos días aciagos cuando toda una región del planeta se ha desplomado en un abismo de violencia medieval, decapitaciones y asesinatos masivos de civiles, se escuchan en estos días junto con las gritos de dolor e indignación otras voces, las de esos progres, voces que se levantan por lo general entre doce y veinticuatro horas después de cada masacre. “Detengan ese discurso intolerante, por favor”, dicen, “Es que no todos son iguales...”, concluyen.

Y hay que admitir que tienen razón. Es más dificil indignarse con toda una contracultura.

No todos son iguales. No todos los musulmanes son terroristas; ni siquiera se puede decir que todos los terroristas sean musulmanes sin violentar las estadísticas. Pero sí se puede afirmar que el Islam como cultura, como filosofía de vida, como religión, es incompatible con la civilización occidental.

No todos son iguales. Pero hay algo que está intrínsecamente mal en el Islam. Es una cultura que, aun en sus variantes no radicales, fomenta la intolerancia y el inmovilismo mental.

Vamos: tan solo la idea de que más de un billón de seres humanos se rija por lo que dice un libro, o aun peor, por lo que interpreta un puñado de personas en esas escrituras crípticas que tienen más de un milenio de antigüedad, es cuando menos inquietante; lo cual por cierto es común a las tres religiones abrahámicas (judaismo, cristianismo y el islamismo), ese culto a la palabra escrita, esa fijación con un manual de instrucciones que les estructura su sistema de creencias y su modus vivendi. Como toda religión, existen por y para el dogma.

Pero no todos son iguales. Mientras las dos primeras evolucionaron -de la manera que evolucionan las religiones- para adaptarse a la vida contemporánea, el Islam se estancó en sus raíces más oscuras y degeneró en un sistema de creencias y valores que se tornó en un caldo de cultivo de odio y rencor hacia Occidente: en una religión que promueve el rechazo a lo diferente, que abraza a la muerte como premio, al punto de ejercer la autoinmolación como cosa gloriosa; es una doctrina que no celebra la vida, sobre todo si es en nuestro estilo, el Occidental.

No todos son iguales. Pero lo retrógrado parece ser la argamasa que sostiene el discurso musulmán, a la vez que el miedo apuntala su método. Mientras que en el Occidente los gobiernos han emancipado a las mujeres, el Islam las cubre de trapajos y les escatima igualdades; en Occidente hay total libertad de culto religioso; el Islam abomina de las imágenes, y sus extremistas están destruyendo reliquias del patrimonio cultural de la humanidad en nombre de su dios; en Occidente se han promovido y siguen promoviendo leyes para garantizar la igualdad de derechos de los homosexuales: el Islam los ejecuta. Mientras a mi hijo le enseñan en la escuela que lo primero es ser tolerante y amable con los demás, el Islam es machista, oscuro y excluyente.

No todos son iguales. Pero el Islam me cuestiona -nos cuestiona- lo que comemos, lo que bebemos, lo que decimos, mi cara afeitada, lo que creemos (o no creemos); le parece mal a sus ulemas y practicantes cómo nos vestimos -”Respeto”, le dijo a mi esposa una colega musulmana, con el dedo índice enhiesto, señalando al cielo, al conversar sobre los motivos de hiyab y burkas-; no aprueban entonces cómo tratamos a nuestras esposas, cómo educamos a nuestros hijos, qué hacemos con el tiempo libre. No comparten nuestros placeres, desprecian nuestros valores, sospechan del pensamiento laico, lapidan a los adúlteros y mutilan a las mujeres, para que no sucumban a la tentación del clítoris. El Islam, por condenar, prohibe hasta la masturbación.

No todos son iguales. Pero el Islam en su mejor variante, en la pacífica, nos llama -me llama- kafir, y no me respeta como persona, ni a mi pensamiento independiente. Para ellos soy solo un impío, un infiel, y no simplemente otro ser humano.

¿Por qué entonces yo -nosotros- como miembros de una sociedad occidental, con valores que aceptamos -mejores o peores- como adecuados para nuestras vidas, valores que además estamos en la posibilidad de impugnar y cambiar si no nos convienen, por qué debemos aceptar entre nosotros a alguien que nos desprecia y condena por vivir como vivimos?

¿Por qué Sharia, por qué burka, por qué debo aceptar a quien no me acepta?

O dicho de otra manera: ¿por qué los musulmanes no regresan y permanecen en sus países, llevándose con ellos la vida y modos que prefieren?

No todos son iguales. Pero no encuentro una sola razón para ejercer la tolerancia de lo intolerable. El Islam contemporáneo no tiene nada para aportar a la vida que preferimos y lo que es aun más grave: ni siquiera hay segunda mejilla que ofrecer si se quisiera ser inclusivo y tolerante; no cuando se muere ametrallado o destrozado por la explosión de un atacante suicida.

Y ya sé que no todos son iguales. Pero no profeso religión alguna, no me afilio a ningún grupo, filosofía, ni corriente de pensamiento, ni tampoco comulgo con partidos políticos, ideologías ni dogmas. Me satisface la manera en que vivo; soy nada, y soy feliz. Y no quiero convivir con quién me mira de soslayo y desprecia por lo que soy.

Soy occidental, ateo, impío y hombre libre; soy un infiel impenitente, preocupado por mi civilización, porque su supervivencia, véanlo de una vez, está en peligro.

lunes, 2 de noviembre de 2015

Todos los opositores de Cuba, (no) vamos una rueda a hacer…

La oposición y los opositores cubanos —y entiendo por tal a los que se oponen al actual gobierno a rajatabla, sin cortapisas, sin medias lenguas ni alambicadas “fidelidades”— están en una lamentable crisis de prestigio y credibilidad.

Desde las gradas, los que leemos, escuchamos y observamos, estamos algo perplejos; asombro que quizás tenga que ver en primer lugar con nosotros mismos: muchos crecimos con, y aun mantenemos, una idea distorsionada acerca de “la pureza” de personas públicas que, sin embargo, como cualquier hijo de vecino, tienen virtudes, defectos, necesidades y tentaciones por doquier.

Los humanos siempre hemos idolatrado: creamos ídolos con barro, los pintamos con colores brillantes, y los colocamos en repisas. “Yo estoy seguro que Fidel no sabe lo está sucediendo…”, era una frase de frustración recurrente, una de las frases más ingenuas del léxico cubano además, y que se escuchaba a diario en los tiempos en que aún se confiaba —yo confiaba— en que lo de Cuba tenía arreglo; confianza, además, en que Fidel Castro era un cubano excepcional de intenciones suprahumanas, panamericanas, tercermundistas —no por rudimentarias sino por abarcadoras—; ideas tan puras, tan justas, tan dignas de elogio en un tipo que resultó ser un ególatra mesiánico que estaba sacrificando en la piedra de su megalomanía a la nación en pleno.

Los colocamos en altar entonces, y nos asombramos el día que, polvorientos y cagados por moscas, alguien los derriba, convirtiéndolos en cascotes informes; los miramos, sorprendidos de que sean solo barro con forma.

Que sean personas, como cualquiera de nosotros.

Dice una amiga que la Seguridad del Estado cubana tiene las manos metidas en esa crisis de la oposición; que ha manipulado con habilidad la situación para que, de parias aislados, encerrados en una isla por causa de la intolerancia y la tozudez de la dictadura, ahora los opositores se perciban como turistas que se mueven con libertad —y recursos— de evento en evento, de invitación a visita, de Isla a continente, de la Habana a Miami a Europa y de vuelta.

Que de ser un ciudadano más en la Isla —solo que más valientes— ahora sean vistos como beneficiarios de financiamientos, programas y agencias extranjeras, siempre cuestionados por estar vinculados a planes encaminados a socavar el gobierno cubano. Lo cual por cierto está bien, y aun mejor estaría si funcionara, pero que a la vez no deja de percibirse como un intento de injerencia en los asuntos internos cubanos, lo cual facilita el etiquetado de los opositores con epítetos de fácil cocción: traidores, vendepatrias, asalariados del imperio, contrarrevolucionarios.

Vamos, le concedo cierto crédito a mi amiga: algún que otro oficial inteligente debe decorar las oficinas de Villa Marista; por ejemplo, el que decidió levantar el veto a la salida de Yoani Sánchez de Cuba, lo que inició la etapa de ese eclipsamiento que la ha llevado de ser líder de opinión y bandera más visible de la oposición, a administrar y escribir en 14 y medio. Y nada más.

Pero aun así, pienso que mi amiga le está haciendo un favor a la sagacidad de los perros de presa del desgobierno.

El levantamiento de la absurda prohibición para viajar que sufrieron los cubanos durante décadas obedeció a razones de elemental supervivencia: alguien, de la misma estirpe del oficial que decidió que Yoani y su notoriedad serían neutralizadas levantándole el bloqueo a la bloguera —hay una lección ahí—; se percató que una manera rápida de aumentar los ingresos en divisas para el desgobierno, sin necesidad de inversiones ni incurrir en costos, era dejando viajar a quién lo quisiera —y pudiera— hacerlo; de regresar a Cuba, ese cubano traería dinero; de no regresar, lo enviaría.

Pero nadie podía prever que esa recién adquirida movilidad llevaría a los opositores a un agudizamiento de la rebatiña por protagonismo, financiamiento y visibilidad, que ya tenía sus antecedentes en los campos de batalla de embajadas en La Habana y la antigua Oficina de Intereses; que los llevaría además a fragmentarse y terminar estrellándose entre sí, para beneplácito de la Seguridad del Estado.

Tengo el pan, hágase el verso

La búsqueda de oportunidades en el extranjero es el signo de los tiempos cubanos desde hace más de medio siglo. La presión por el sostenimiento personal y de la familia, el techo que se cae, la mesa vacía, siguen siendo una motivación vital para salir a buscar y usar alternativas.

En esa tradición, a raíz del levantamiento de la prohibición de viajar al extranjero una avalancha de cubanos se lanzó, esta vez no al mar, sino a los aeropuertos. Como el resto de la población, los opositores fueron beneficiados con la nueva “libertad”; también lo fueron muchos profesionales —y no tan profesionales—, que aprovechando la coyuntura, hurgaron y encontraron nichos de apoyo financiero y logístico en instituciones y organizaciones en Estados Unidos y Europa, involucrándose o lanzando proyectos de mayor o menor relevancia que no están —o al menos parecen no estarlo— patrocinados por el gobierno cubano, pero que son de alguna manera tolerados por los mecanismos de censura y represión de la Isla.

Una de las características fundamentales de esos proyectos es que se desarrollan en el espacio virtual de las redes sociales, lo que quizás les garantiza esa tolerancia. Además, aunque para poder ser apoyados desde o en el extranjero deben insertarse dentro de una proyección progre y contestataria, alejada del mainstream de gobiernos y partidos, deben también permanecer en el lado light del inconformismo si quieren sobrevivir el escrutinio del gobierno cubano.

Es por ello que deben escoger con harto cuidado su discurso, su método y sus fuentes de financiamiento: la más mínima duda sobre sus fidelidades, filias y fobias les atraería la ira a gran escala de los siempre vigilantes comisarios, ganándoles la aniquilación inmediata y su estigmatización como ciudadanos. “De dudosa procedencia”, “quintacolumnistas”, “contrarrevolucionario”, son sonidos temibles, que retumban fuerte y muy fácil en las catacumbas del marasmo de la doctrina castro-involucionaria. En este nuevo contexto del “activismo” los temas medioambientales, de conectividad a Internet, y hasta cierto punto el arte, han resultados ser terrenos mucho más fáciles de vadear que las ciénagas de la oposición política abierta.

La idea es que cualquier iniciativa ajena a los intereses directos del desgobierno cubano se tiene que agenciar un mecenas externo; si ello conlleva una mejoría material, necesaria y bienvenida, pues aun mejor. Al igual que los activistas pseudo contestatarios, los opositores se benefician de becas, gratuidades, financiamiento en efectivo y viáticos que apoyan su actividad. En ambos casos pienso que es válido aprovechar esas oportunidades, tan solo por el simple ejercicio de derechos que acá disfrutamos y de los que en Cuba carecen; sin parar mientes en su relevancia —mientras el quehacer de dichos activistas tiene escaso o nulo efecto en un posible cambio en Cuba, los opositores serían protagonistas de primera línea en ese proceso— el sol, hay que recordarlo, sale para todos.

Pero el dinero, protagonista de casi todas las miserias humanas, parece haber enrarecido a la oposición. Esta se ha dividido y subdividido en grupos que buscan la luz de los reflectores y claman por su rebanada del pastel, a la vez que han ido perdiendo credibilidad con cada “escándalo” o dime direte que irrumpe, generalmente a través de las redes sociales, haciéndoles con ello buena parte del trabajo a los oficiales de la Seguridad del Estado encargados de neutralizar a la oposición.

La valentía es lo único que les va quedando entonces a los opositores. Un “Coco” Fariñas tomándose fotos con Posada Carriles, apoyo al bloqueo en contra de lo que quieren la mayoría de los cubanos tanto de adentro como de afuera, las broncas personales, escasa cultura política, a veces poca educación, las declaraciones desatinadas, son algunos de los elementos que erosionan a opositores y oposición. La pugna entre el grupo afiliado a Yoani Sánchez y los partidarios de la organización de Antonio Rodiles es una de las más lamentables manifestaciones de esa desunión fatídica; la más reciente controversia mediática que involucra a Eliecer Ávila, una de sus indeseables consecuencias.

La política es una carrera, pero la oposición a una dictadura es más que eso: en este caso es vocación, valen

tía, compromiso, astucia, inteligencia. Solo la oposición que se percata de que la competencia válida y deseable, que tiene lugar en un ambiente democrático, no debe comenzar mientras exista un terrible adversario común —y más que adversario, enemigo—, esa es la oposición exitosa.

Fragmentada y débil como está la oposición cubana, luciendo voceros y profetas alucinados, asediada por oportunismo y oportunistas, hace que sus buenos y sus valientes pierdan el lustre.

El fin biológico va haciéndose cargo de los dictadores, pero estos ya han ido encaminando a sus herederos hacia las oficinas del poder en Cuba. La ronda para enfrentar a ese monstruo totalitario y evitar su continuidad parece que no se bailará a corto plazo. Aunque estemos hartos de mesías mediocres y caudillismos serranos, quizás se está necesitando de un Walesa o un Havel criollo, que sea capaz de tomar las manos, unirlas, y lograr al fin lo que una posición exitosa hace: triunfar, a pesar de todo.

Y de paso, sanear la oposición, por el bien de los cubanos.

martes, 27 de octubre de 2015

Reajuste de un desajuste de un ajuste

The Cuban Adjustment Act of 1996 (CAA) provides for a special procedure under which Cuban natives or citizens and their accompanying spouses and children may get a green card (permanent residence). The CAA gives the Attorney General the discretion to grant permanent residence to Cuban natives or citizens applying for a green card if:

  • They have been present in the United States for at least 1 year
  • They have been admitted or paroled
  • They are admissible as immigrants

Del sitio web de la USCIS (United States Citizenship and Immigration Services)



La llegada

“Los cubanos llegaron ya...”

El hombre tararea. Lo hace como al descuido, desde su estatura de algo más de seis pies -estimo-, sonriendo amable a la vez que se atusa con gesto maquinal un bigote tupido, recortado de manera que me recuerda a Pedro Albizu Campos.

Sonreímos de vuelta mi esposa y yo, con la timidez que el momento nos impone y el hombre, que resultó ser portoriqueño, le dice algo en inglés al otro oficial de inmigración, el mismo que enfático y también sonriente nos dijo “Welcome to the United States!” cuando entramos a la oficina hace unos minutos, y que ahora interrumpe su teclear, toma unos papeles del escritorio y nos los entrega: “Llenen estas formas, por favor”, instruye en un español enlatado y se sienta otra vez tras su computadora.

“Tranquilos, cubanos, que ya están en buenas manos...”, dice, otra vez como de pasada, el oficial portoriqueño que, además de conocer música cubana, luce en la manga de la camisa un emblema de Homeland Security y unos galones que lo distinguen como oficial superior, quizás al mando de esta estación fronteriza en el cruce Ciudad Juárez-El Paso. De repente detiene su inquieto caminar por la reducida oficina; escucha con atención cuando un graznido electrónido escapa de su radio y seguidamente, sin despedirse, sale por una puerta distinta a la que entramos al lugar. Ya no lo volvimos a ver.

Mi mirada se posa en la pared, junto a la puerta. Allí cuelga un poster que lista las prioridades de atención para los que allí arriban. “Mujeres embarazadas o acompañadas de menores de edad” se lee en la primera línea; mi esposa tiene siete meses de embarazo, y trae en su vientre a mi primer hijo americano.

Ocho horas más tarde fuimos admitidos “bajo palabra”, parolees, en el territorio de los Estados Unidos de América.

Fue ese el colofón a una larga espera; primero, encerrados en una celda de detención -cambio de turno, alguien dijo-; después, una entrevista agotadora con otro oficial, esta vez un mexicano-americano, de los que llaman “pochos” en el otro lado de la frontera. “Yo soy científico, oficial; trabajo en...”, intento explicarle al hombre, que me observa con indiferente desdén.

“Le voy a hacer unas preguntas; necesito que preste atención y responda con veracidad”, me interrumpe, y sin más preambulo comienza un interrogatorio, que se extiende por dos horas y que incluye preguntas tan exóticas como cuáles eran los nombres de los grupos de indígenas que habitaban Cuba a la llegada de los españoles.

“Así que viene a este país vivir de su familia y del welfare, ¿no?”, sentencia el oficial en su español mexicano-norteño cuando por fin termina su cuestionario y me entrega una tarjeta de cartulina blanca, que se convierte ipso facto en el documento más importante de mi vida. “No, nada de eso; yo...”, intento protestar, pero el hombre de nuevo me interrumpe: “Que le vaya bien...”, musita, me da la espalda, y desaparece en los pasillos de la estación migratoria. “Pinche mexicano...”, pienso en mi jerga aprendida, y abro la puerta encima de la cual hay un letrero lumínico, que dice EXIT, y que me anuncia que esa la entrada a mi nuevo país.

…..............


El ajuste

Las historias de trámites y desenredos de los cubanos que, huyendo de Cuba, arriban a los Estados Unidos buscando asilo político, son muy parecidas. No es nada excepcional entonces que, apenas tres meses después de haber entrado al país, mi esposa y yo ya estábamos apertrechados con número de seguridad social, licencia de conducción y permiso de trabajo.

Tampoco lo es que siete años después de desandar la penumbra de la medianoche en las calles de El Paso, obtuviéramos la ciudadanía estadounidense.

Pero antes que eso sucediera, un año y medio después de ser admitidos como refugiados cubanos “bajo palabra” en el territorio de los Estados Unidos, obtuvimos el estatus de residentes, amparados por la Ley de Ajuste Cubano (LAC).

La LAC es la hija pródiga del forcejeo político entre los gobiernos de los Estados Unidos y Cuba. Su letra y espíritu les garantizan a los cubanos un estado de excepción que les permite a estos el acceso irrestricto a un estado migratorio estable -el de la residencia legal- a la vez que despeja el camino para la pronta y subsiguiente adquisición de la poderosa ciudadanía americana.

La Ley de Ajuste Cubano, ley que cuenta con todo lo necesario para funcionar como un intrumento eficiente y pragmático, pero que no se aplica a ultranza; la Ley de Ajuste Cubano, a la cual le deben centenares de miles de cubanos en los Estados Unidos y en Cuba que sus vidas no sean peor de lo que alguna vez lo fueran.

Ley cuya pertinencia está siendo impugnada cada vez con mayor intensidad por los más disímiles adversarios, y que está en peligro de desaparecer.



El desajuste

Unlike other immigrants, Cubans are not required to enter the United States at a port-of-entry. Second, being a public charge doesn't make a Cuban ineligible to become a permanent resident.”

Tomado de Wikipedia

Dejando a un lado -tan absurdo resulta- el enigmático reclamo del desgobierno cubano para que se derogue la LAC, debo reconocer que no me queda claro quiénes dentro de la comunidad cubana en el exilio están exigiendo el fin de esa controversial ley.

Algunos dicen que son cubanos afiliados al republicanismo estadounidense; otros alegan que ese reclamo es solo la indignada reacción de cubanos “de bien”, avergonzados por lo que ven y escuchan, alarmados por la incivilidad, la chusmería, el mal gusto, la mediocridad; apremiados por la proliferación de las malas artes importadas desde Cuba junto con sus “refugiados políticos”; asediados por la omnipresencia del “invento”, el desfalco, el robo, la estafa, la vagancia y la inutilidad social convertidas en método; amenazados por la ebullición de todo ello dentro de una comunidad encerrada en el absurdo afán de que sea Cuba y el barrio otra vez, pero esta vez bajo el amparo de la humedad de la Florida -!Ehto é igualito que Cuba, asere, pero con dinero y mah calol!-, y bajo la protección, supuestamente, de la Ley de Ajuste Cubano.

A pesar que los desmanes, venturas y expedientes que se gastan muchos cubanos en el sur de la Florida son harto conocidos, no poco han contribuido a ese estado de opinión los artículos publicados en fecha reciente en el Sun Sentinel, donde se denuncian tanto las prácticas de delincuentes comunes de origen cubano, como el modus vivendi de los “emigrados de estómago”, cuyo principio y fin parece ser cobrar cheques de ayuda social y viajar a Cuba con notoria frecuencia.

Esos encendidos editoriales sin embargo disparan a granel; no hacen distinción, y colocan a todos -los estafadores, los vividores, los inútiles, a cubanos “buenos” y “malos”- bajo una misma luz -sombra, debiera decir-: la de una comunidad de emigrantes indeseables.

Es seguro entonces -no puede ser de otra manera- que el gobierno de los Estados Unidos está tomando nota de lo que sucede.

Si en un lugar tan alejado de Hialeah y la Pequeña Habana como puede serlo una árida estación de Homeland Security en la frontera Ciudad Juárez-El Paso hay al menos un oficial de immigración de origen latino que injustamente generaliza y no se limita en expresar su desprecio por los cubanos que llegan en busca de asilo; si un periódico de cierta notoriedad en el sur de la Florida escribe in extenso sobre las manchas que empañan a la comunidad cubana; si hay grupos de poder que por diversas agendas políticas cabildean a favor del término de la LAC, es de esperar entonces que a un plazo más corto que mediano algo suceda con la Ley de Ajuste Cubano.

Pero, ¿es realmente justa esa preocupación por la persistencia y aplicación de esa ley?


El reajuste

A pesar de la incontestable evidencia de que algo anda muy mal en la comunidad cubana en el exilio, la Ley de Ajuste Cubano no es el problema.

El problema, si acaso, está en cómo separar la paja del trigo durante el proceso de admisión de los refugiados, o en la entrevista que tiene lugar antes de obtener la residencia, justo cuando la Ley de Ajuste Cubano va a ser usada. O sea, pudiera estar el problema precisamente en aplicar la LAC sin usar todas las prerrogativas que esta contiene. Pero el problema real en sí, insisto, no es esa ley ni ninguna otra: el problema, admitámoslo de una vez, son los cubanos.

El exilio cubano en los Estados Unidos, que una vez fuera considerado una de las minorías más pujantes y de mayor éxito en este país, ya no es lo que fue. Este no es un hecho casual sino causal: tampoco son los cubanos lo que una vez fueron.

Hoy, como viene sucediendo desde hace décadas, los mayoría de cubanos son acogidos al por mayor bajo el amparo de su admisión como refugiados, por la ley de “pies secos-pies mojados” y por la Ley de Ajuste Cubano; pero la calidad social de la emigración cubana -y por ende de la comunidad en pleno que, como se sabe, es medida tanto por sus muchos como por sus menos- es cada vez más baja.

Por supuesto, eso no es nada para asombrarse: no se puede esperar otra cosa en personas que vienen de un país que es un paria social, cultural y económico en un mundo hiperconectado y global que le lleva medio siglo de ventaja a los cubanos.

Si bien los valores de convivencia, civilidad, conciencia ciudadana y desempeño social exitoso ya habían sido estremecidos en Cuba por el culto al igualitarismo, por el intento infructuoso de clonar un “hombre nuevo” -supraburgués, ultraproletario, ajeno a cualquier clase social que no fuera lo obrero campesino-, culto acunado y alentado por la ideología totalitaria y anacrónica de la dictadura cubana, esos valores, decía, recibieron un demoledor y definitivo golpe de gracia con el advenimiento del llamado Período Especial.

A partir de 1990, en menos de dos años, los cubanos pasaron de ser una sociedad con expectativas optimistas -aunque el optimismo obedeciera más a una piadosa ignorancia de lo que sucedía en el mundo exterior que a cualquier otra cosa-, pasaron decía a ser una manada en frenética estampida por la supervivencia.

El individualismo, no en esa variante creativa que sostiene al capitalismo, sino en su vertiente más mezquina, se instauró como norma en Cuba. Proliferaron el robo, la ilegalidad, el contrabando, la prostitución, el proxenetismo; se agudizó y generalizó la miseria, y ya no se trataba de que no se atisbara luz al final del tunel: ya no había tunel, sino un oscuro pozo sin fondo.

Si antes de ese monumental desplome de los 90 ya el concepto de vivir subsidiados, con servicios -salud, educación- mediocres pero regalados -por no mencionar las consecuencias de la falta de democracia- estaba entretejido en lo más intrincado de la idiosincracia de cuatro generaciones de cubanos, la compulsión a sobrevivir sin trabajar y sin obligaciones ciudadanas se volvió entonces cada vez más atractiva, pero sobre todo factible.

Por otra parte, los referentes culturales de valor se disolvieron en la oscuridad de los apagones, o simplemente fueron ignorados en el fragor de una multiud famélica peleando para comprar refresco a granel; la vulgaridad pasó a ser la norma, y en medio de la -tradicional- ansiedad por lo que llegaba “de afuera” se aceleró la caída en picada de la ya de por sí escasa educación formal; hasta la música nacional, baluarte recurrente de la buena cubanía, se estremeció y cedió su lugar ante el embate de la importación de música marginal de pésimo gusto.

El comportamiento antisocial se hizo cotidiano, la sociedad mutó para peor y ni Cuba, ni los cubanos, jamás han podido recuperarse de ese cataclismo. Fue el comienzo de la Era del Regetonismo, que dura hasta nuestros días.

En ese contexto una generación modificó su comportamiento, otra creció con esos “valores”, y otra le siguió sin saber siquiera que las cosas habían sido muy diferentes en otra epoca no muy lejana: son esos cubanos que no conocieron ni disfrutaron de la “bonanza” ochentera, que solo saben de escacez, miseria, apagones, cuya mentalidad está metalizada a fuerza de carencias, y que ahora enfilan rumbo norte buscando su pedazo de pastel: la Ley de Ajuste también los ampara, y ellos traen consigo el modus operandi de una sociedad que hace mucho no es la nuestra y que, en realidad, ya no entendemos muy bien.
Dicho de otra manera, los cubanos son admitidos en territorio norteamericano con un “bienvenido y adelante”, importando con ello lo positivo que haya en esas personas, pero lo negativo también entra a raudales: las entrevistas de admisión son casi identicas, y no están diseñadas para indagar en la calidad moral, profesional o ciudadana de los entrevistados.

Pero hay que decirlo de nuevo: la Ley de Ajuste Cubano no es causa en sí de los problemas: la largueza con que la misma se aplica, y con la que por ende los EEUU admiten a los cubanos que arriban a sus fronteras, es la que debiera ser regulada.


La ley bien aplicada, pero los cubanos...

Aun si no existiera la Ley de Ajuste Cubano, los mismos cubanos que son “indeseables” a los ojos y sentir de parte de la comunidad cubana y que son sujeto de los desvelos del Sun Sentinel, permanecerían en los EEUU y harían lo mismo que ahora hacen.

Lo unico diferente sería su estado migratorio: serían refugiados en el territorio de los EEUU que deberían prorrogar su estatus anualmente; pero eso no haría desaparecer ni a estafadores ni la baja estofa que lastra el escorado prestigio de la comunidad cubana en el sur de la Florida.

Yo estoy de acuerdo con que la LAC necesita ser aplicada al pie de su letra: eso sería una excelente noticia para el rescate del esplendor que una vez tuvieron los cubanos como grupo emprendedor y distinguido. Ese rescate que comenzaría con el uso de los filtros que ya existen dentro de la letra de la ley: aceptar a admisibles, rechazar a no admisibles.

Pero no hay que perder de vista que ese deterioro de la calidad de la sociedad cubana en el exilio no se ha dado de la noche a la mañana; ha sido un proceso acumulativo que quizás se remonte hasta el éxodo del Mariel. Quienes claman por la derogación de la LAC culpando de la mala calidad de nuestra comunidad a la reciente ola migratoria cubana, deben primero mirar a su alrededor, pensar en quiénes conocen, recordar un poco, y tal vez se percaten que están molestos por un problema que no se relaciona exclusivamente a los recién llegados.

Por otra parte, ese clamor por el fin de la Ley de Ajuste, vociferado por algunos cubanos, habla acerca de la escasa estatura de nuestra solidaridad como nación exiliada, y es un foco rojo que marca uno de los sitios donde nuestra pobre incidencia en la sociedad norteamericana tiene su orígen. Ningún cubano llegó a los Estados Unidos siendo un ciudadano de primer mundo, mucho menos un americano consciente de sus deberes y derechos, y eso es algo que merece ser recordado antes de enarbolar banderas de elitismos de medio pelo.

La Ley de Ajuste Cubano fue concebida entonces previendo el caso que nos ocupa, el de emigrantes no aceptables para vivir en los Estados Unidos; sin embargo, la aplicación relajada de la ley ha traído los lodos que enturbian estas aguas. En todo caso, pienso que es una ley que debe mantenerse, y me pregunto lo siguiente:

¿Por qué un oficial de inmigración no incluye, entre las preguntas sobre taínos y guanahatabeyes, una indagación sobre las calificaciones y los propósitos que el inmigrante trae para insertarse en la sociedad americana como un generador de impuestos y no como un consumidor de beneficios?

¿Por qué no hacer una revisión de esa declaración a los seis meses, al año, al año y medio, antes de decidir si otorgar o no la residencia?

¿Por qué no insistir con esas revisiones, anualmente quizás, en ese interregno entre residencia y ciudadanía?

¿Por qué no revocar el estatus de refugiado o residencia a quien no lo merezca, a esos “emigrantes indeseables”?

En todo caso, cualquier cosa que sucediera, ya sea con el procedimiento de otorgamiento de refugio político, parolee, o el de residencia en los EEUU, pues pienso que en un mundo ideal tal cosa debería tener carácter retroactivo, y revisar el desempeño ciudadano incluso de muchos de los que hoy quieren ver la LAC abolida.

En un mundo real, sin embargo, todo lo que se requiere es la aplicación adecuada de esa ley, lo que salvaría a los cubanos de los cubanos; ley que no es mala per se, como la pintan en Cuba, ni obsoleta o inconveniente, como la describen por acá algunos cubanos de extraña estirpe: la Ley de Ajuste Cubano es en todo caso una ley útil, conveniente, que en manos de una etnia que la supiera aprovechar sería -hubiera sido- un pedestal para elevarnos en lo que hoy, desgraciadamente, no somos: una emigración sólida, unida, pero sobre todo deseable.

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“Y ni siquiera nos preguntaron qué venimos a hacer por el bien de este país, en qué podemos ser útiles, en qué pensamos trabajar: nos dieron el asilo y ya...”, me comentó asombrada mi esposa cuando salimos de la estación migratoria a la oscuridad de las calles de El Paso, hace siete años, a buscar un taxi que nos llevara a un hotel.

“...y llegamos bailando cha cha chá”, le respondo.

Y ambos sonreímos.