lunes, 31 de agosto de 2015

El aliado extraño

Este señor tenía puños como mazas. Corpulento además, con la fortaleza del campesino, no del fisiculturista, lo que lo hacía temible.

Era todavía un hombre joven la mañana en que llegó a abrir, como todos los días, el bar cafetería que junto con sus hermanos había construido desde los cimientos en una esquina habanera; ese día encontró en la puerta de su propiedad a dos hombres vestidos de milicianos que no le permitían la entrada.

“¡Que no puede entrar, compañero!”, vociferó un tercer miliciano desde atrás del mostrador donde hacía un inventario de las existencias, al ver como el hombre había apartado de un empellón a los dos alfeñiques que en vano intentaron retenerlo; “¡Este bar ha sido intervenido por la Revolución!”, añadió, en un chillido postrero.

El hombre se acercó con pasos firmes al macizo mostrador, los ojos fijos en el hombrecillo y, sin proferir palabra, se abalanzó y le lanzó un puñetazo de muerte. Se había necesitado, años atrás, el esfuerzo de cinco hombres para armar y colocar en su lugar la enorme pieza de caoba que constituía el mostrador. El empellón del hombre fue tal que hizo que la mole de madera y metal, con un bronco bramido, se desplazara medio metro, pero no fue suficiente para poder romper el rostro demudado al miliciano, que logró escabullirse y salir huyendo del lugar junto con sus compañeros de decomiso.

Muchos años más tarde, ya retirado de trabajos infames, y asediado por el Mal de Parkinson, las manos temblorosas del hombre todavía se cerraban en puños de furia cada vez que aparecía Fidel Castro en la pantalla del pequeño televisor. “Hijodeputahijodeputahijodeputa…”, recitaba su mantra en un susurro apenas audible, la garganta atenazada por la parálisis, los ojos inflamados con bríos de otros tiempos.

El señor era -porque ya falleció- parte de ese exilio lacerado, expropiado y humillado, que nunca perdonó, ni ha perdonado; ese exilio llamado con muchos nombres, que van desde “tradicional” o “histórico”, a “intransigente” y “reaccionario”; el exilio de los cubanos que recalaron en la extrema derecha, porque era ese el lugar más alejado de la cosa Castro y que allí se convirtió, naturalmente, en esa paradoja que son los hispanos republicanos.

Y yo, que no comulgo con esas rinconeras, entiendo sin embargo la frustración y tristeza que debieron trasegar esos cubanos; comprendo la rabia que todavía les nubla los ojos cansados, y digo que no tenían otra opción, que hicieron lo único que podían hacer.

Décadas después de que el bar de aquel hombre fuera decomisado, desmantelado y entregado a una turba que deshizo en unos días toda una vida de trabajo honesto, han seguido llegando desde Cuba oleadas -a veces cuantiosas, otras no tanto, pero incesantes- que trajeron el nuevo exilio, llamado también con muchos nombres.

Es oportuno mencionar que no hay nada que se pueda hacer acerca de los muchos nombres de nosotros los cubanos: dejamos de ser tan solo cubanos el día que nos dividieron en los de adentro y los de afuera, en desafectos y fieles, revolucionarios y gusanos, ellos y nosotros. Ahora, en estos tiempos de bruma, tenemos aun más matices y somos muchas más cosas que antes; no parece entonces estar a la mano el día en que de nuevo seamos cubanos, y nada más. Difícil tarea para una etnia que no es gregaria: la nación no nos une, solo nos identifica.

Decía entonces que ese nuestro exilio nuevo fue, y es, muchas cosas; cosas que, por supuesto, necesitaron nuevos nombres; nombres que van desde “marielitos” y “escoria”, a “balseros” y “regetoneros”; exilio de cubanos a los que nada se les quitó porque ya nada tenían. Exilio de otra índole. Exilio que abomina lo que fue, pero eso es todo. Y hay de todo en ese exilio fragmentado; no todo bueno, no todo malo y donde, para indiferencia de algunos y perplejidad de otros, hay partidarios de nada menos que el señor Donald Trump.

......

Trump en sí mismo no es mucho más que una caricatura de la caricatura: Rico MacPato disfrutando de una apoteosis de egocentrismo y libertad de expresión.

Su cuantiosa fortuna, su talento para navegar la turbulencia de las finanzas, su habilidad para sortear malos tiempos declarando bancarrota tras bancarrota, lo califican apenas como un hombre rico que adora el sonido y brevedad de su apellido, que nombra edificios y casinos -ya sea un pabellón de hospital en Queens o un rascacielos en Manhattan- como fiera capitalista marcando territorios con un chorrito de capital.

Hay en los Estados Unidos de América muchos con mayor fortuna que Donald Trump. Unos son personajes con cierta vida pública, otros son casi desconocidos. Apenas algún acto de altruismo, la publicación de una de esas listas al estilo de “Los veinte más…”, o alguna aburrida nota sensacionalista, menciona muy de vez en vez el nombre de algunos de esos dueños del mundo, que viven su vida lo mejor y más discretamente posible.

Pero a Trump no le basta con la opulencia: necesita, además, notoriedad, y la busca con desespero, ya sea con un peinado estrambótico, un espectáculo televisivo, o desbarrando sobre algún tema de moda. En esa guisa, pues la política es su más reciente hobby.

La otra cara de esa moneda es una buena parte de la sociedad norteamericana -tan aficionada a Hollywood y la televisión- que con tanta facilidad se deja fascinar por lo banal: Katy Perry y Justin Bieber son las cuentas con mayor número de seguidores en Twitter; Kim Kardashian produce más titulares que el calentamiento global. Y Donald Trump, pues es la Kardashian de la política.

Trump no es entonces el problema.

El hombre es sólo un fenómeno, un producto estacional de la sociedad de consumo consumidora de información rosa, roja y amarilla. Su discurso es inflamatorio, pero carente de sustancia. Dice lo que haría, ¡cuántos planes!, pero sin decir cómo piensa hacerlo, y lo aplauden a rabiar. Dice lo que muchos quieren escuchar, y casi lo pasean en andas. Sabe para quién habla, y dice entonces que los Estados Unidos están colapsando bajo el peso de los migrantes ilegales y la baratija china; que el gobierno no sirve; que nada sirve; que él, sólo él, va a reconstruir a America the Great, y ese grupo le cree a pie juntillas.

El problema entonces, si es que hay alguno, son los que siguen a Donald Trump.

……

Los cubanos que siguen a Donald Trump, que son parte del problema. Y que son, además, un enigma a resolver.

Porque, vamos: que a Trump lo sostenga ese veinte y tanto porciento ultraconservador de la sociedad estadounidense, esa facción tan escasa en melanina como con frecuencia en materia gris, esa que rechaza la América plural, diversa y multirracial, que quizás quisiera regresar a algún momento del siglo XIX y evitar la arribazón de irlandeses hambreados y empobrecidos campesinos italianos, de judíos industriosos y gentiles plebeyos -por no mencionar a lo que llegó después: nosotros, los hispanoamericanos- y preservar así América para los americanos, o sea, para ellos; que sean esos los que apoyan a Trump es tan entendible como que aquel señor cubano de puños de hierro fuera un  republicano de hueso colorado.

Pero que otros cubanos, emigrantes de la segunda ola, tan hispanos, tan latinos como el resto de los habitantes del continente al sur de Miami, vean un aliado en un xenófobo, supremacista, elitista e icono WASP como lo es Donald Trump, que se intenten sumar a un grupo que los mira de reojo, al que no pertenecen porque, simplemente, ahí no los quieren –o sí: solo para votar, y después por la puerta trasera, por favor- es algo que escapa a mi entendimiento de lo lógico.

El adversario de mi adversario no es necesariamente mi aliado. No es Trump el aliado de los cubanos, y mucho menos lo son los que lo siguen: esos “passionate people” que golpean a un mendigo tan solo porque es hispano, o que le gritan en la cara a un periodista mexicano-americano “Get out of my country!”, agitando un dedo admonitorio como si fuera un Colt PeaceMaker; si se presta atención se verá que se parecen demasiado a esos milicianos que atropellaban, decomisaban y humillaban, chillando desde atrás de un mostrador ajeno “¡Esto es en nombre de la Revolución!”.


La revolución -tan insensata- que siempre medra en las dudas más oscuras; esta vez, la revolución de Donald Trump: un aliado tan extraño como indeseable.

viernes, 28 de agosto de 2015

La cosecha de la nostalgia

“Mire, quédese con él, si quiere, yo me compro otro…”, le ofrecí al señor que había ojeado, con un aire que me pareció de cierta indiferencia, el anuario de beisbol donde se relataban hechos y cifras de mis admirados peloteros de los años setenta y ochenta. “Sin pena”, rematé mi oferta, generoso, y lo observé pasar las páginas a las que no les prestaba mucha atención.

“Ná, gracias…”, me respondió al fin el señor, devolviéndome el librito, y reiniciando la conversación con otro tema que ya no recuerdo. Efectivamente, me dije, era indiferencia. Dos días después el hombre, tío de la que por entonces era mi esposa, regresó a Miami, donde vivía hacía ya veinte años, y yo hube de esperar otros tantos para entender cómo se llega a ser indiferente ante lo que a otros cubanos importa.

Me acordaba de ese breve episodio al leer que habían llegado a Miami cuatro comediantes cubanos, contemporáneos, a los que no conozco. Vienen siguiendo a su público emigrado, que sí los conoce; inmigrantes recientes, que quizás ya apenas recuerden que Boncó era un “pala” en el programa estelar de Carlos Otero en el canal 6, junto con Gustavito y Antolín, o que Hilda Rabilero, con aquella divina risa de depredadora, fue la reina de los anocheceres sabatinos en su programa “Contacto”. Definitivamente tampoco van a saber quiénes fueron Enrique Arredondo, María de los Ángeles Santana, o Germán Pinelli, como yo tampoco conocí, y por tanto no puedo recordar, a Trespatines o Cachucha y Ramón.

El exilio cubano, y sus memorias, es como esos estratos geológicos que cuentan nuestra historia, a la vez que dejan intactas cada una de sus etapas. Cada cierto tiempo entonces alguien viene a excavar en esas memorias, a cosechar la nostalgia; lo hace con presentaciones de Mirta Medina o Ania Linares, con shows de Gustavito y Ulises Toirac, o como ahora con estos comediantes -para mí- desconocidos. En los peores casos la recaudación incluye a politiqueros oficialistas como Buena Fé, o a reguetoneros menesterosos cuyo nombre ni vale la pena mencionar, que también han llegado en busca de su público emigrado, devenido ahora en cliente solvente en dólares contantes y sonantes.

Es la industria de la nostalgia, de la que se están sirviendo, con cuchara amplia y escasos escrúpulos, empresarios cubano-americanos harto conocidos en ambos lados del Estrecho de la Florida.

Es un signo de los tiempos -nada nuevo, por cierto- esto de ir adonde esté el dinero. Es lo que hacemos. Es lo que hacen artistas y músicos. Para algunos se ha convertido en algo lucrativo; para otros, en una pesadilla que los hace oscilar entre Miami, o Madrid, y La Habana, entre el fracaso y la consolación.

En cualquier caso están buscando, persiguiendo con tenacidad, luchando a brazo partido, su nicho de nostalgia. Son la montaña que vino a Mahoma, porque Mahoma es el que paga.

Que les vaya bien entonces a esos comediantes; es una oportunidad válida, y la deben aprovechar. Al cabo siempre habrá un nicho de mercado nostálgico esperando ser servido, aunque algunos ya digamos, “Ná, gracias…”, y pasemos la página, indiferentes.

martes, 25 de agosto de 2015

Siento un bombo, mamita, y no me están llamando

Parece que alguien los cría, e Internet los junta.

El Período Especial, que los acunó, y Fidel se lo cumplió.

Que dime a quién defiendes, y te diré quién eres.

Que Miami por momentos parece ser Cuba, y Cuba será lo que es hoy Miami. La misma gente, la misma cosa.

Que lo emigrado no quita nada: nada de nada.

Que dan pena los videos, los regetoneros, lo que pasa por cubanía, eso que acude cuando llama el bombo, y que acude como si saliera de alcantarilla.

Que da tremenda pena; una pena de pinga, vaya, para decirlo de manera que hasta ellos lo entiendan.

viernes, 21 de agosto de 2015

Fin de ira

Ando sin deseos de escribir sobre Cuba, o acerca de lo cubano, que es casi lo mismo. O será -me digo- que me he quedado sin nada que decir al respecto.

O, tal vez, simplemente ya no haya nada que decir. O sí, pero que ya no me interesa. No sé, no estoy seguro.

Unos dicen que al fin se dió un cambio. Que ya cambió algo. Que se pueden vender croquetas y pizzas, por ejemplo.

Otros afirman que no ha pasado nada. Que no pasa nada si no hay televisión por cable, ni acceso a Internet o telefonía celular que se pueda pagar con los salarios cotidianos. Que mientras haya que sufragar el teléfono con dinero de la familia emigrada, o con el efímero dinero de un ingreso fortuito y ajeno a la cosa mensual, nada ha cambiado.

Que son ahora los tiempos de convivencia, dicen. De embajadas y habanos, de discursos y represión, de más turistas y menos disidencia, que ya no parece estar de moda. Todo vale, parece, excepto disgustar al desgobierno. Banderas blancas, antesalas con el sombrero en la mano, sonrisas conciliadoras. Eso es lo de hoy, parece.

Parece, pues, que nada ha cambiado lo suficiente.

O es, simplemente, que lo importante no ha cambiado. Cuba y la cosa cubana siguen embarrancadas en los bajíos cenagosos de la ineptitud desgubernamental; la tierra sigue infertil, los mares vacíos, los animales estériles. El bloqueo, deber ser, que sigue bloqueando por igual a malangas, vacas y cubanos.

Se me acaba entonces la ira con el fin de la era. Me queda solo la sorpresa, la certeza de que también se me va a acabar mi tiempo sin enterarme del fin de la historia.

Y sobre todo está la tristeza de saber, además, que ya casi no me importa.

miércoles, 19 de agosto de 2015

jueves, 13 de agosto de 2015

La puerta trasera

Kerry va a La Habana a celebrar con las nuevas amistades.

Vamos, que hay que hacerse un montón de preguntas cuando uno decide iniciar -o lo que es peor, reanudar- una amistad, sobre todo si ese nuevo amigo es un ex enemigo. O un adversario. O una tiranía.

Hay que hacer, además, un montón de concesiones; a sí mismo, en primer lugar. Entre ellas hay que convencerse que uno no es lo que es por con quién anda, sino por lo que piensa.

Porque piensa, por ejemplo, que la bronquita con el desgobierno de Cuba perdió vigencia -que no importancia, porque nunca la tuvo-; que, al decir del cantante, ya lo pasado, pasado; que lo de hoy es la distensión, limar asperezas, borrón y cuenta nueva, si te he visto no me acuerdo. Que mi mojito en La Habana y mi whiskey a las rocas en Washington.

Porque se ha arribado al fin a la conclusión de que el bloqueo no funcionó; que el experimento de más de medio siglo de duración -hay uno más largo, que observa la viscosidad y la formación de una gota de alquitrán, que cae cada sesenta y nueve años- arrojó como resultado que es más negocio, nunca mejor dicho, amigarse que seguir en el forcejeo.

Porque el negocio de los Estados Unidos es el negocio, y entonces Kerry va a La Habana a celebrar la nueva era que está naciendo sin corazón, ya que la anterior está al caer, como gota de pestilente alquitrán, porque ya Fidel está lo suficientemente muerto para que eso suceda; porque los herederos quieren dinero, mucho dinero, para su subsistencia; porque los lobistas en Washington presionan; porque Demócratas y Republicanos se han puesto de acuerdo por fin en algo: en que el desgobierno es perdonable; que ya no hay nada más que hacer.

O sí:  que hay, entonces, que celebrar, y que la disidencia cubana no vale la pena y por tanto no está invitada a la fiesta.

Y que entonces, como los empleados, deben usar la puerta trasera.




viernes, 7 de agosto de 2015

Día de jurar


Día de jurar

Mohamad Islam, que tiene un segundo nombre que no retengo, pelo y barba teñidos de anaranjado, con traje oscuro, camisa a cuadros, corbata negra, y penetrante hedor a aldehídos, se sienta a mi derecha.

Frente a mí, en la primera fila, están dos señoras, ancianas que se notan humildes y desamparadas.

El inglés, que las desampara. La humildad, que las distingue. Una es asiática, a la que la oficinista, algo obesa, interpela, “Do you speak English?” Y yo escucho -se escucha fuerte y claro- que la pregunta es retórica, pues los ancianos a los que sientan en primera fila son esos naturalizados por vía directa, porque son personas a las que resulta mezquino exponer a más batallas, a estas las horas de su crepúsculo. Por eso el gobierno de los Estados Unidos les suaviza el mal rato de entrevistas, trámites, preparaciones y, sobre todo, les perdona el inglés, les perdona el idioma, mientras esta oficinista algo obesa, de espesa pisada pronadora, gruesos zapatos ortopédicos y aire exasperado que apenas disimula, sin embargo le pregunta a la anciana, que sostiene una tarjeta de cartón con anotaciones en caracteres chinos, instrucciones quizás, que ha estado estudiando, leyendo, moviendo en silencio sus labios color púrpura, le pregunta si habla inglés.

“Somebody speaks Chinese, please?”, dice al fin, mirando a las ciento ochenta personas de cincuenta y un países que están sentadas, expectantes, en dos ordenados bloques de nueve filas de a diez sillas cada una, en esta hermosa sala de paredes de pulida madera (¿arce?), paredes cuya armonía solo interrumpe un majestuoso escudo de los Estados Unidos de América -E Pluribus Unum-, una vistosa bandera, de brillante tela satinada, y un cuadro de una mujer, rubia, sonriente, una jueza, cuadro retrato de pésimo gusto que desentona con el bello minimalismo del lugar.

La oficinista espera unos instantes, hasta que uno de los ya casi ciudadanos se levanta; una mujer, que le explica a la anciana lo que va a suceder; la empleada se mueve entonces un paso a la izquierda, y vuelve a preguntar, esta vez a la otra anciana, una mujer que pasaría inadvertida en calles y colas de Cuba, señora mestiza que viste sencillo, deslumbra su inconfundible nobleza de madre y abuela -las nuestras- y yo levanto la mano cuando la empleada, con aire aburrido, pregunta si alguien habla español.

Le explico a la señora entonces lo que va a suceder, con muchísimo gusto lo hago, y con una sonrisa -cosa rara en mí, que tiendo a lo ácido- y ella me agradece con dulce acento, colombiano quizás. La empleada se da por satisfecha al fin, sigue su periplo, y yo regreso a mi asiento, sintiéndome buena persona.

En la mañana el inmenso estacionamiento estaba vacío cuando llegamos. O casi. Otro auto, ocupado por un negro corpulento que con atención examinaba su teléfono, ya esperaba en el lugar. “¡Soy el segundo!”, pensé, y exclamé, alborozado. Vamos, hay que entender que para un cubano, que compraba juguetes el quinto día por la tarde, ser segundo en una cola es como ser el primero.

Al final fui el tercero, porque un muchacho bajito, de constitución delgada, vistiendo un traje y una pajarita con motivos de la bandera americana (lo cual le confería un equívoco aire de Tío Sam en su temprana juventud, pero latino), logró escurrirse antes que yo por el portón de cristales a prueba de balas y ocupar mi segundo lugar. Pero en una cola, lo sabemos, tercero es igual a segundo que es igual a primero.

“Creole, please, anyone?”, pregunta de nuevo la empleada, detenida ahora frente a una señora negra que luce un pañuelo rojo en la cabeza y viste una suerte de pollera. El afortunado primer lugar en la cola, que está sentado en el primer asiento de nuestra fila, y que no ha dejado de mover la pierna con nerviosa insistencia, levanta el brazo, se incorpora como un resorte, y asiste en ese nuevo desencuentro idiomático. Babel, pero con orden; americano, por supuesto.

“No english”, me dice de repente mi vecino de la izquierda, un señor entrado en años, con aspecto de blanco europeo, y que viste a la usanza del campo socialista. Me muestra un formulario que nos han entregado, para registrarnos como votantes. “No english”, me repite; sonríe, turbado, trato de explicarle, vote, voto, President, y me mira, perplejo. Se trabó el paraguas lingüístico, pienso, pero me las arreglo para preguntarle cuál es su idioma. “Albania”, responde. Ya tú sabes.

De repente, el hombre alza un dedo, “¿Hrvatski, Serbskij?”, dice esperanzado, y yo no puedo creer en nuestra suerte porque a eso ya me le puedo acercar, al Serbio Croata, y entonces echo mano de la reserva eslava. El anciano escucha mi atropellada explicación y sonríe, más tranquilo.

Un chillido electrónico, de feed back, me perfora el oído derecho. Viene de la oreja izquierda de Mohamed, donde observo lleva incrustado un micrófono para sordos. ¿O será un aparato para comunicarse con alguien allá afuera, que le dicta instrucciones? ¿O será que Mohamed es simplemente sordo, además de musulmán que se tiñe el pelo de anaranjado? Debo dejar los estereotipos a un lado, medito; puta madre, Islam, que susto me has dado.

“Así es”, regreso mi atención y le respondo al señor albanés, “hablo un par de idiomas eslavos, además del inglés y el español, por supuesto”, y siento que me siento ufano, qué poliglota soy, casi me digo. Yo hablo albanes -me dice entonces el señor, que según alcanzo a ver en sus documentos se llama Soleyman- que es mi lengua materna. Además hablo serbio croata, italiano, alemán, y turco. Entiendo armenio, polaco, ucraniano, ruso, checo y eslovaco y un poco de francés. Pero no hablo inglés…

Pero no habla inglés. Puta madre, Soleyman, pero tú eres un cabrón genio transbalcánico, quiero decirle, un poco avergonzado de mis tristes cuatro idiomas, pero solo atino a un Wow, medio bobo como suenan todos los wow, y el hombre, que habla más lenguas que un mercader medieval, pero que no entiende inglés, vuelve a sonreír con timidez.

Los neo ciudadanos van desfilando frente a mí, camino a entregar su tarjeta de residente, la mítica green card. Un empleado que tiene un notable parecido a George Constanza, el de “Seinfeld”, las toma, las perfora con una ponchadora, y las acomoda en bultitos que después ata con una liga de goma. A su lado la oficinista obesa revisa las cartas de citación a este evento, hace un par de preguntas de rigor, firma, y devuelve el documento.

“Albanian, really?”, dice cuando le toca el turno mi vecino hiperpolíglota. “I give up…”, alcanzo a escuchar que le comenta a George que, inexpresivo, reordena sus ordenados bultitos de green cards, toma agua de una enorme botella, y se coloca en modo standby. Al fin aparece la nuera del anciano, albanesa también -las albanesas, babe…- residente en Great Neck, allá cerca de donde vivía el Great Gatsby, y que es esposa del hijo cirujano de mi vecino albanes; aparece la muchacha, se hace cargo de las explicaciones y la cola fluye otra vez.

¿Dónde puede ver uno personas de medio centenar de naciones reunidas en un solo lugar? En el JFK, o en la ONU, o en Times Square, o en el Northern Boulevard de Queens, quizás. Siento sin embargo que esas multitudes no tienen este sabor, ni este olor, me digo, y miro de soslayo a Islam, que está llenando su formulario para registrarse como votante.

Aquí estamos entonces, tensos por la espera y la ocasión, aun atemorizados por la burocracia, por la gorda y exasperada oficinista, por los ujieres que apenas nos miran pero nos vigilan, aquí estamos, E Pluribus Unum, entrando con pie firme a los Estados Unidos de América, esa América que -al decir de una amiga- se cree blanca, pero que se diluye en sus migrantes. Veo pasar negros, indios, blancos, mestizos, eslavos, asiáticos, latinos, flamantes ciudadanos ahora, y pienso en Donald Trump y sus seguidores, blanquísimos, asustados, y me sonrío.

Con un apresurado Congratulations! terminó para mí la ceremonia; junto con ella una etapa -¿la vida hasta ahora?-, y tan solo puse un pie fuera de la hermosa sala de paredes tapizadas con madera -¿de arce?- comencé a pensar en la etapa que comienza. Puta madre, que no te das descanso, me dije, y me fui a tomar una foto con Obama, Biden, la bandera y el enorme escudo de los Estados Unidos de América, mientras los recién acuñados ciudadanos se apilaban en fila, esperando su turno para dejar constancia de este magnífico día de comienzos y juramentos.

E Pluribus Unum, nunca mejor dicho.

jueves, 6 de agosto de 2015

Citizen

Hoy me abraza la generosidad de un país que me aceptó sin siquiera preguntarme qué haría de bueno para que aquí todo fuera mejor.

Tan generoso, que hoy ni siquiera cambio de colores; solo los reordeno.

Ahora quedo esperando por el martes 8 de Noviembre del 2016, para votar por primera vez en mi vida en elecciones presidenciales, en plena libertad.


Sabroso.

martes, 4 de agosto de 2015

Alergias

Una arenga me produce escozor.

Eso de “nuestro pueblo/patria/honor/orgullo/suelo/lucha/sangre/tierra/valentía/nosotros/enemigo/heroicidad/futuro/sacrificio/muerte”, es simplemente agobiante. Sofoca.

Me produce, decía, picazón; casi tanta como esos textos donde en cada párrafo hay al menos una cita a autores -muertos, por lo general-; textos donde hay tantos “como dijera/como decía/como dijo/en palabras de/el insigne/el genial/el ideario/el genio”, que uno no sabe que hacer primero, si rascarse o salir corriendo.

Vamos, que cuando comienza una arenga, o un texto de marras, la mediocridad lanza fuegos artificiales, y yo  me rasco y paso la página.