jueves, 28 de agosto de 2014

Historia simple

He estado pensando en cómo contar una historia simple e importante.

Es la historia de cómo mi hijo cumple años, e invita a sus amigos.

Es la historia de un amigo que asiste con él a la escuela, pero que nunca va a los cumpleaños.

No conocemos bien a la familia del amigo, pero parece ser una familia pobre, probablemente sean ilegales, y no tienen carro. Por eso no van a los cumpleaños.

La historia será entonces que irán con nosotros al cumpleaños, los vamos a llevar en nuestro carro.

Porque hay cosas simples e importantes. Por eso.

lunes, 25 de agosto de 2014

Domingo de acuario

He aquí que, si tienen pequeños y quieren opciones, el Acuario de Long Island vale la pena ser visitado.

Tiene además aviario, mariposario, el viaje es largario y bonitorio, hay botes para navegar el Rio Peconic, dicen que hay un outlet, y ciertamente hay una notable población de hispanos, con tipo de ilegales, lo cual muestra que la diversidad llega hasta los lugares más remotos.

Sin embargo, confirmo una vez más mi aversión a ver animales encerrados, pero sobre todo mi total incomprensión de la fascinación que sienten tantas personas al ver a los animales haciendo gestos o adoptando actitudes humanoides. Ni que fueramos tan dignos de imitar.

Particularmente, me entristeció ver magníficos leones marinos encerrados en una piscina minúscula, y haciendo payasadas para que la gente aplauda.

Pero en fin, no se nos puede pedir más.




















sábado, 23 de agosto de 2014

Epifanías a la luz del apagón.

En el jardín de la noche hay una oscuridad del carajo

Veo un perro ladrando a la luna, y le caigo a pedradas, porque no me deja dormir

Va cabalgando, la jinetera a su gallego.

Ya entiendo por qué alguien se comió la africana.

Viva el harapo, señor, gracias al cuentapropismo importador.

El batiscafo lo sacaron del abismo. Llegaron a Miami sanos y salvos.

En el borde del camino había una silla. Ya se la llevó alguien.

Madre Patria y Madre Revolución, y la madre del que me cortó la luz.

Yo me muero como viví, en la ignorancia de mi realidad.

Si alguien roba comida, bueno, la verdad, la gente está muy jodida.

Un taller donde reparar alas de colibríes, sí señor. Pero ya no dejan importar goma de pegar...

Si me dijeran, pide un deseo, pues que me conecten la luz otra vez.

Eso no está muerto, no me lo mataron. Alguien que mate ese puerco, por favor.

¿Qué cosa fuera la maza sin cantera? Martillo

Cuando Pedro salió a su ventana, no sabía que le cortarían la luz ese día.

Mi abuelo habló con Martí. Dice él...

Ojalá se te acabe la cuenta de internet.

La luz, que en tus ojos arde... No es mía, pero algo es algo en esta oscuridad.

La mato y aparece una mayor. Jodidas cucarachas...

Oh melancolía, como extraño el aire acondicionado.

En la distancia de 100 años resucita. Que se apreparen entonces los de la compañía eléctrica.

Resumen de noticias: me cortaron la luz, pinga.

viernes, 22 de agosto de 2014

miércoles, 20 de agosto de 2014

Vicente

Vicente era español, valenciano.

Combatió en la Guerra civil Española, estuvo en el Cerco de Madrid, y huyó a Francia al instaurarse el gobierno de Franco.

Durante la ocupación alemana se vinculó a la Resistencia Francesa, fue capturado, y logró sobrevivir a un campo de concentración. Después se enroló en la Legión Extranjera, y estuvo en Marruecos, donde vió el “Bahía de Nipe” descargando armas enviadas desde Cuba. En Argelia conoció a Belarmino Castilla, en la primera de las aventuras africanas del gobierno cubano.

Un par de años después solicitó asilo político en Checoslovaquia y le fue concedido. Vicente era comunista.

Cuando lo conocí ya era un señor anciano. Cuidadosamente rasurado, de un rostro anguloso, y con ojos sorprendentemente juveniles. Su respiración era pesada, sibilante, atenazada por el enfisema. Vestía invariablemente saco de paño oscuro, con chaleco del mismo material, y camisa abotonada hasta el cuello, tocado con sombrero tirolés, en la mano un paraguas o un bastón.

Nos invitaba a largos y copiosos almuerzos, a comer chorizos que él compraba en el mercado, y recondimentaba, porque esta gente no sabe lo que es un chorizo, joder, y a tomar vino tinto de una bota enorme que colgaba en su cocina.

Trabajaba para un vivero en la ciudad y allí tenía un criadero de caracoles, escargots que le trajo su hijo de Francia y que Vicente cultivaba con esmero. Los cocinaba y nos los servía como plato fuerte, en una enorme fuente humeante de arroz amarillo, ensopado, aromático. Yo nunca me los pude comer, y se los pasaba a un amigo, que se comía los de él, los míos, y los de todo el que los rechazara.

Los almuerzos terminaban naufragando en la nostalgia de Vicente. Sacaba entonces una caja de cartón, donde guardaba fotos increíbles de todas las etapas de su vida. Y había una particularmente impresionante, pues la había tomado desde la ventana del diminuto apartamento donde estábamos.

En la foto aparecía un grupo de personas, en esa misma calle apacible, arrastrando a una mujer, desnuda, pintarrajeada con lo que nos dijo Vicente era pintura roja.

Era la esposa del alcalde de la ciudad, del alcalde comunista. Y era el invierno de 1968.

viernes, 15 de agosto de 2014

miércoles, 13 de agosto de 2014

GPS al mediodía

Entonces, hablando de capitalismo, consumo y cosas defectuosas, el GPS que usa mi esposa se rompió.

Vamos, que teniendo en cuenta que un GPS uno lo usa a veces, digamos que tres o cuatro horas a la semana, tremenda mierda el GPS, pero en fin. Pero como yo soy listo cantidá, le había comprado un plan de protección por dos años en besbai.

Y para allá fui, y sin problema, me dice el chama que me atiende, le reponemos el GPS, escoja el que guste, no tiene que ser el mismo, y yo aprovecho y escojo uno que  tiene blutú, se comunica con el teléfono, se activa con la voz, tiene mas definición, y tiene como dos o tres cosas más buenísimas. 

Ese es definitivamente mucho mejor, me dice otro chama, el tecnicoso, con ese aire de perdonavidas-a ver-que-quiere-este-comemierda. Y uno con ganas de recordarle por-algo-tú-trabajas-aquí-y-yo-no, pero uno no es tan zoquete, vamos. Pero no me gusta que menosprecie al  piece-of-shit GPS defectuoso, oye, que fue bueno mientras duró. Pero tiene razón. Este es mejor.

Y entonces termino pagando una diferencia, que incluyendo el nuevo plan de protección por dos años, ya excede el doble del precio del GPS defectuoso, pero, ¡ah!, es a 6 meses sin intereses. Que buena compra, yo soy listo cantidá.

Y le explico entonces todo eso por teléfono a mi esposa, que me dice  “OK”, y termino entonces con un GPS que me lleva a las mismas direcciones que me llevaría el anterior, pero por más del doble del precio.

Y que viva el capitalismo.

martes, 12 de agosto de 2014

Tener o no tener

El drama cubano pasa indiscutiblemente por la tenencia de cosas. O por la ausencia de ellas, que es lo mismo.

Véase el llamado demagogo a la austeridad, la exigencia al hombre nuevo a ser sencillo y frugal, la demonización de la sociedad de consumo, y sus bienes.

Véase la clase dirigente que ocupa sus casas usurpadas, en Miramar, Nuevo Vedado y la Coronela, y que ha equipado casa, familia y descendientes con los bienes capitalistas que han adquirido con dinero ajeno, el que les da el Estado, el dinero que teóricamente es de los cubanos de a pie.

Véase la esperanza que traen dinero y bienes, que mandan y llevan los emigrados, o los que trabajan fuera de Cuba. Dinero y bienes que se ganan trabajando.

Véase el disgusto que provoca que la Aduana, la misma que con saña confiscaba blumers y batas de casa a los que venían a visitar a su familia en los 80, y que sigue jodiéndole la vida a la gente, cumpliendo instrucciones, antes y ahora.

Véase que el mejor castigo a los autores del desastre no es quitarles la chambelona del poder, sino quitarles.

Quitarles todo. Y pedirles, claro, que sean austeros y pacientes.

lunes, 11 de agosto de 2014

El olor de la prosperidad

Para unos, es el olor a tinta y papel sudado del dinero.

Para otros, es el olor a humedad helada del aire acondicionado.

Algunos prefieren el aroma dulzón de un perfume caro y repugnante.

Otros, el de la carne de puerco frita, acompañada por el olor a fermento de la cerveza.

Para muchos, es el olor a carro nuevo.

Para mí, lo era el olor a suavizante para ropas, que yo no sabía que era suavizante, y que era para mí simplemente el olor a yuma, el de los equipajes de los que venían a visitarnos del revuelto y brutal.

Ahora ya no lo siento.

Se me ha perdido un olor.

A la buena pregunta, la consigna correcta


No tiene remedio eso. 

Ese muchacho, que se dice feliz, culto y universitario, que dice que si le dicen lo que es, lo irrespetan, y que me llama cubanoamericano, puede hablar de muchas cosas con prosa fluida, pero siempre termina regresando al bloqueo y el imperio del mal, como el niño que corre a la base en el juego de los escondidos.

Además, el tremendismo y la demagogia se los come por una pata, da igual que digan “Corres siempre la suerte de tu país” o “Yo me muero como viví”

En fin, no hay nada para mí ahí. Me sigo quedando con Sabina, que al menos es ferozmente honesto.

domingo, 10 de agosto de 2014

De neogusanos e hipergusanos

Los cubanos se van al extranjero, y se quedan a vivir allá, porque tienen una segunda ciudadanía. O porque se casan con un extranjero. O porque los invitan familiares que ya viven en el extranjero. O porque los contratan para trabajar en el extranjero. O porque se ganan una beca en el extranjero. O porque alguien los invita y se desentienden mutuamente. O porque se van en balsa, o en tren de aterrizaje, o por algunas de las rutas de tráfico humano.

Pero todos se van, y se quedan en el extranjero,  por una misma razón; y como esa razón es  tratar de vivir mejor, entonces  no hay una manera más digna ni más deshonrosa de irse y quedarse, aunque quizás las haya más o menos elegantes.

Sin embargo, como ya se habrá notado, nada de eso es  interesante.

Lo interesante es que, de pronto, y sin que tenga que ver con la elegancia de la huida, hay quien muta, y pierde la memoria, la desecha como si fuera un exoesqueleto, y se convierte entonces en un gusano puro, innato; se torna en la quintaesencia de lo antigobiernocubano correcto.

Y entonces no le perdona nada a nadie: ni los hechos, ni las intenciones, ni lo que fue, ni lo que es.

Bendita sea entonces la pureza ideológica de nuestros mutantes, esos que nos dicen que es lo bueno y lo malo, porque ellos son, para nuestra suerte, el gusano nuevo.

viernes, 8 de agosto de 2014

Rincones

Nada más se logra salir de La Habana y el mar te secuestra. La Habana tiene eso; se puede vivir al lado del mar, y verlo casi nunca. Nos pasa a los habaneros.

Se sabe sin embargo que a la salida del Tunel hay otro mundo del que nunca me canso. Porque, para suerte nuestra, tiene La Habana en ruinas esa maravillosa circunstancia de que, en escasos tres minutos, por arte de tunel, desaparece. Y del otro lado, espera una bocanada de mar azul. Es magia, magia buena, poco apreciada, como todo lo cotidiano.

Después, todo se vuelve en oler y ver el mar. Porque el mar de la costa norte siempre es bello, pero el mar que une La Habana y Matanzas es sublime. Mar veleidoso, que apenas se deja ver por un par de minutos, y que cuando La Habana es del Este, se aleja otra vez, dejándonos con las ganas. Las Habanas tienen ese afán, el de opacar el mar, de volverlo oscuro.

Más adelante el mar se vuelve muchacha, mar sueño de jóven, promesa de novia ardiente. Pareciera que juega, a lo lejos; atisba, y se esconde otra vez. Va bordado de diente de perro, y después de arena, kilómetros de arena. Pero ya no hay casuarinas; dicen que estaban contaminando la playa, y las talaron. Ahora la playa es calva. O casi. Hay yerba áspera, y unas enredaderas. Y basura. Dice el mar, allá lejos, allá abajo, que la playa lo acosa.

No hay manera de saciarse de ver el mar. Uno quiere seguir viendo, ver más, cuando de repente la carretera se desploma entre unas lomas tímidas, edificios feos y matorrales sucios. De pronto parece un desastre definitivo, aquí vive gente, apenas, que feo, un viaje inútil y aburrido, mierda de lugar.

Pero entonces, como si fuera premio, llega la sorpresa. El mar te salta encima como un hijo alegre, y te deja sin aliento. Quizás por eso nadie se entera, nadie ve lo que ha sucedido en realidad; se quedan mirando como idiotas el mar que ahora ya casi pueden tocar, sin percatarse de que, en un par de segundos, pasaron sin ver el lugar más bello, el paraíso de cuatro casas que llaman el Rincón de Guanabo, de lo mejor de mi vida.

Se perdieron ver los tres pisos de la casa amarilla, que se recuesta a la loma que es ferozmente verde. No ven el balcón donde por primera vez usé unos prismáticos, que me prestó un tipo que me parecía altísimo desde mi estatura de niño, y que hablaba con acento español. Desde allí vi por primera vez allá, costa afuera, el lugar mítico que todos llamaban La Restinga, la barrera de arrecife a la que nunca fui, porque tenía miedo, y donde dicen que en la marea baja el agua daba por los tobillos.

Ni el chalet. Tampoco vieron el chalet. Quizás por gris, o porque apenas parecía habitable, pero que sí lo estaba; había allí niños, y muchachas hermosas, anónimas, con las que soñé entonces, y después.

Del otro lado, del lado azul, la casa de Lina pasa como un manchón blanquecino. De nuevo, por estar mirando el mar, no vieron la casa, ni a Lina; no la vieron cuando estaba viva, mucho menos ahora que su fantasma se confunde con el cielo blanqueado por el calor infernal.

Pero quizás alguien alcanzó a ver, caminando por un trillo invisible, a un tipo oscuro, callado, en shorts ripiados y decolorados por el salitre, al hombro los aparejos. No podían saber, claro, que estaban viendo a Manolito, pescador de oficio y corazón, el mejor pescador del mundo, que en las mañanas le dejaba a mi vieja media lata de manjúas frescas, o de sardinas, o una sarta de roncos y parguetes. Se iba al mar de madrugada, y regresaba apenas amaneciendo, casi al mismo tiempo que mi padre, que a su vez regresaba del farallón cargando su bolsa de lona blanca, repleta de nylons y anzuelos, e invariablemente con las manos vacías, pero contento por haberlo intentado.

Manolito atracaba justo debajo de nuestra casa, en las tres rocas. Apenas se bajaba de su balsa, hecha de una cámara de tractor, tablas y redes viejas, y ya se veía incómodo en la tierra. Quizás por eso lo remató un camión en la Via Blanca, después que lo mataran el ron y la soledad. Ya nadie lo sabe, porque ya no está nadie.

Nosotros tampoco.

Abandonamos para nuestra mala suerte la terraza que colgaba del alcantilado, sobre las tres rocas. Les dejamos allí la caleta más pequeña, llena de jaibas asustadizas y patrullada por agujones grises. Y los peces de mis mañanas, los que se arremolinaban persiguiendo los trozos del pan de mi desayuno, “¡No le tires tu pan, coño, que no hay más!”, peces con nombres como payaso, o mariposa. Y una morena, que sólo mostraba la cabeza.

Y los cangrejos que se subían al techo de la casa en la noche, chirriando las patas contra las láminas de zinc. Nunca he sabido por qué lo hacían, ni pude verlos nunca; en las mañanas ya no estaban.

Y mi mar, mi playa maravillosamente solitaria, con bancos de algas, que eran como verdes cintas resbalosas, y con pocetas turquesa, donde el agua era tibia. Y alguna ocasional pelotita de “petróleo”, que me manchaba los pies y la piel, y que me limpiaban con un trapo empapado en queroseno. La costa sólo para mí, para mis castillos y mis submarinos. Solamente la compartía los domingos, que se llenaban de gente extraña que llegaba en unos camiones enormes que traían casetas a cuestas, como cigüas descomunales; y en las casetas unos chinchorros inmensos, que extendían a lo largo de la costa. Después, llenaban varios tanques de 55 galones con el abundante pescado, y se marchaban a quién sabe donde, dejando detrás mi arena cubierta por aguamala y morralla.

Una vez sacaron un par de tiburones, enredados en la red. Los colgaron, los destazaron y nos regalaron dientes a los niños, con instrucciones: “Ponlo al sol, que se seque bien, y después lo lavas, y te lo cuelgas al cuello...” Asi lo hice, hasta que alguien dijo que eso era un símbolo de protesta, que insinuaba que había hambre, que era inapropiado y subversivo, y mi diente de tiburón terminó en alguna gaveta en la que se perdió para siempre.

Sueño con todo y todos, pero en especial con un sable de caballería, corroído y mellado, con empuñadura de nácar cubierta de grietas y desconchados, que se guardaba en un polvoriento cuarto de desahogo. Era, a la vez, el sable que a Bebé le regalara el señor Don Pomposo, el sable de cargas al machete de Nacho Verdecia, y el arma de gala del Conde de Montecristo. Era parte, con todo lo demás, de mis veranos de felicidad.

Ya no miro, cuando he pasado por allí. Ya ese no es mi caserío calcinándose en el silencio de mis mediodías de agosto. Mantengo la vista fija en la Via Blanca, el timón apropiadamente aferrado, como debe ser. Les enseño a mis hijos las cuevas que se adivinan en el lomerío, la franja ocre de La Restinga, el lugar donde el abuelo nunca pescó nada. Pero ya no me interesa saber si todavía está la casa de tres pisos, o el chalet, ni quiero ver los fantasmas.

Y la casa no se ve; le construyeron algo delante, como si fuera una cuartería, y taparon el trillo que llevaba a la caleta y a la playa. Claro, aun está el mar, y tampoco parece el mismo. 

Pero tampoco yo lo soy. Y uno, simplemente, no regresa a lo que ya no es.

jueves, 7 de agosto de 2014

5 cosas que hay que saber sobre el teatro de mi escuela

Mientras Fidel daba aquel discurso en la ONU, yo estaba haciéndome el loco, parado a la puerta del teatro de la beca, para no tener que entrar y sentarme por quién sabe cuanto tiempo. Y me hacía el loco no por convicciones o principios, sino porque no estaba para eso.

Al lado mío, una muchacha bajita, con enorme culo y bella cabellera, recostada al marco de la puerta doble, lloraba mientras escuchaba a Fidel en el televisor NEC más cercano. Cosas de la mujer nueva.

Recostado a ese mismo marco, vi a uno que tenía un parecido enorme a un castor, y que presumía de saber inglés porque había estado con sus padres diplomáticos en Inglaterra o Canadá, y que con papel y lápiz en mano, escuchando una canción de Billy Joel, según él, estaba transcribiendo la letra. Nadie le prestaba atención.

La breve escalera que llevaba al teatro era el lugar preferido de un amigo para fingir un traspies y agarrarle las nalgas a la muchacha que estuviera frente a él. Era tan convincente que hasta le preguntaban, preocupadas, si se había dado un golpe...

Las películas que ponían en el teatro eran memorables porque era el momento propicio y usado para masturbaciones intensivas. Sólo había que sentarse al lado de la muchacha correcta.

El teatro de mi beca era un lugar interesante.

viernes, 1 de agosto de 2014

Líderes

“La idea es el sacrificio masivo, suelo empapado en sangre, los muertos alzando los brazos, morir por la patria es vivir, patria o muerte, iniciar una guerra imposible de ganar e inmolar a la población del país en nombre de una doctrina, o en su defecto, convertir una nación en un ripio poblado por generaciones embobecidas por dogmas y fanatismo. Muerte, mucha muerte.”

Firmado:

HAMAS

O Fidel Castro.