jueves, 30 de junio de 2016

Cinco días y cuatro noches árabes II

Ramadan Kareem

El Ramadán, que yo conocí en teoría gracias a Julio Verne y Kerabán el Testarudo, y que ahora experimento en la práctica, es uno de los pilares de la religión mahometana. Todo un mes, en el que se medita, se ejercita la paciencia, se fortalece la perseverancia. Y ni se come ni se bebe entre la salida y la puesta del Sol.

Los no musulmanes, por respeto, deben beber y comer en privado durante el día. Es temporada de recogimiento, de ser cuidadoso con lo que se viste, con la música, el estruendo, con las expresiones de cariño en público y, como si fuera poco, se debe hacer abstención de pensamientos y acciones impuras mientras el sol esté sobre el horizonte.

Las religiones abrahámicas están sostenidas por pilares de esa índole: rituales estrictos, prohibiciones, rutinas, disciplina, obediencia, fé, todo incondicional. Los católicos tienen sus domingos y sus Pascuas. Los judíos tienen sus shabats y shaboos. Los musulmanes, como si rezar cinco veces al día fuera una minucia espiritual, tienen encima todo un mes santo.

Una gran incomodidad el Ramadán Kareem. O al menos, así lo parecía.

Traje mi mochila al viaje y nos viene de perilla. Ademas de la cámara, y algunos accesorios, cargamos para los paseos cinco botellas de agua; imprescindible, pues no es cosa de juego deambular en un clima como este, con la deshidratación amenazando.

En Ramadán todo el que puede permanece en sus casas durante el día. Los negocios se inician tarde, permanecen abiertos hasta la medianoche y la sensación general es de parálisis, como tuvimos ocasión de enterarnos un poco más tarde ese mismo día.

Tampoco fue cosa que nos molestara demasiado la soledad: después de la perenne multitud de Nueva York, se agradece un poco de espacio. Pero con este calor infernal mi idea de hacer fotos callejeras se desploma por sí misma, así que serán fotos “turísticas”; al cabo el lugar se presta para ello.

“Pueden tomar agua en el baño, o en el carro”, nos aconseja un mesero -se llama Lama, y es del norte de la India, de padres tibetanos- en el restaurante donde desayunamos, tras la protección de cortinas dobles, colocadas a la entrada para evitarles a los emiratis que ayunan el espectáculo de nos, los no musulmanes, comiendo como posesos en un magnífico buffet a plena luz del día.

Son apenas las nueve de la mañana, temprano aun -tarde para mí, obsesivo compulsivo que cuenta los minutos- cuando salimos del hotel. Nos vamos a visitar el Emirate Palace, un hotel de superlujo que se dice de siete estrellas, cuyo costo de construcción fue de tres mil millones de dólares -el segundo hotel mas costoso del planeta-, que cuenta con ochenta y cinco hectáreas de jardines, 1.3 kilómetros de playa privada, y suites de mármol y oro.

“¡Qué calor!”, comento, y el taxista me responde que cincuenta grados centígrados es lo normal en julio y agosto. El muchacho, disfrutando mi estupor, sonríe, mostrando unos dientes descuidados. Es un afgano pashtún, de un pueblo cercano a Pakistán, que ya ha vivido en los Emiratos por ocho años. "Trabajando todos los días: no hay día de descanso", apunta.

Habla seis idiomas pero no sabe qué es Cuba. "¿Fidel Castro?", intenta ayudarlo mi esposa, citando el producto más conocido de la triste isla. "I don´t think so...", responde el taxista algo apenado, y pienso que Fidel Castro, que ya era olvidable, ahora es un desconocido que no ha necesitado morir para que su huella absurda se haya desvanecido. Como si fuera poco, también me percato de que Cuba es un exotismo para gente exótica.

Demasiadas revelaciones para una mañana de paseo.

No nos dejaron entrar al hotel. “Tiene que ponerse pantalones”, me dice enérgico el hombre uniformado que cuida la garita de entrada, y que puede ser paquistaní o indio, señalando mis bermudas como si fueran un pescado podrido.

Plan B: nos vamos a un parque temático bajo techo, Ferrari World, adjunto a un centro comercial descomunal, que encontramos vacío y con pocas tiendas abiertas: en Ramadán, no pasa nada antes del mediodía.

***

Los Emiratos solo tienen desierto, gas natural, y petróleo.

A cambio del petróleo, todo lo demás viene del extranjero. Los ingresos altos y estables les han permitido a los emires importar a Occidente en pleno. Hasta el agua: en un país donde el preciado líquido es practicamente inexistente, toda el agua potable que se consume es producida mediante la desalinización de agua de mar.

Sin embargo, hay un notable esfuerzo en la diversificación económica: telecomunicaciones, satélites, biotecnotología, turismo, industria de alta tecnología, servicios de salud, y hay un plan ya en marcha para generalizar el uso de la energía renovable. La visión de futuro de los emires es admirable.

A la vez, sin llegar a ser una teocracia, los Emiratos son un estado que gravita alrededor del Islam en una de sus variantes más conservadoras.

La lapidación es legal, la vestimenta adecuada es exigida por el código penal y los latigazos son el castigo más común: el aborto es penado con cien latigazos y hasta cinco años de prisión, mientras el sexo premarital se castiga con cien latigazos.

Junto a mezquitas y tiendas que solo venden las babuchas tradicionales que usan los hombres -hay solo dos modelos: uno en piel negra, y otro en charol blanco- se apiñan boutiques de las marcas más lujosas. Las emirati visten abayas pero se gastan fortunas en Pradas y Vouiton. "Si les quitas el trapajo negro, verás que debajo están vestidas como princesas", nos dice un amigo.

Curioso aspecto del Islam pudiente que coquetea con el Occidente liberal: cubrir la riqueza con la modestia de la vestimenta tradicional. Doble moral a lo emirato, dátiles y caviar, petróleo y Corán, Ramadán y Ferraris.

***

Tercera noche

"¡Te juro que esa mujer me estaba vigilando! Ya me ha sucedido dos veces...", me comenta mi esposa. Ha notado que cuando va a un baño siempre hay una persona de intendencia esperando a que ella salga y que entra al baño de inmediato a limpiar y perfumar el lugar.

Los emires quieren un pais limpio, funcional, organizado y no escatiman para lograrlo. Los espacios públicos estan impecablemente limpios en este lugar donde, a falta de lluvia, cae polvo. En los fantásticos centros comerciales el mármol y el granito brillan sin una mácula de suciedad, y el aire huele a incienso y almizcle.

Los amplios pasillos y plazas del Yas Island Mall, relucientes, están desiertos a esta hora. Es una sensación extraña caminar y ver tan pocas personas en un lugar tan enorme, pero todavía pasa casi una hora antes que comenzaran a llegar más visitantes.

También se extraña la omnipresencia niuyorquina del idioma español. Acá, junto al árabe y el inglés, los lenguajes de instrucciones y servicios son ruso y chino.

Es un indicador de los gustos exóticos de los nuevos ricos. Los millonarios rusos, que ya acapararon casas en Paris y villas en el lago de Como, vienen de compras a Dubai y Abu Dhabi, al igual que los magnates chinos. Es por ello que, a pesar de que la mayoría de los visitantes parecen ser indios -los indios andan en familias numerosas, o en grupos de hombres solos-, no es raro encontrarse numerosos asiáticos o a turistas eslavos.

Un grupo de ellos estaría más tarde ese mismo día en la piscina del hotel. Bullangueros, bebiendo, escuchando música pop en bocinas Blue Tooth a todo volumen, fumando dentro del agua, inquietando a los que cuidan de la piscina, haciendo caso omiso de las costumbres locales, las limitaciones del Ramadán y la tranquilidad de los demás huéspedes. Grupo interesante, de hombres ceñudos y maduros acompañados por muchachas muy jóvenes. “¿Putas...?” Mozhet byt'.

Cinco horas más tarde regresamos al hotel, mi hijo feliz, nosotros cansados. “Esto de los taxis, pues no da la cuenta”, coincidimos mi esposa y yo.

Cae el sol, y comienza el iftar, el banquete post-ayuno que tiene lugar en las noches de Ramadán. Nos vamos a cenar otro hotel, cercano, caminando: nos han recomendado un restaurante de comida libanesa. El paseo es corto, unos trescientos metros quizás, pero llegamos boqueando, agobiados por el remanente del calor de día, que todavía no baja de treinta y seis grados.

La cena es opípara, y tanto emiratis como infieles comemos desaforados -es nuestra segunda comida del día. Un pastelillo tipo baclava, relleno con un agradable queso tipo mascarpone acapara mi atención.

Regresamos, despacio para evitar sofocos. El aire acondicionado de la habitación es un bálsamo. “Hay que rentar un carro”, es la conclusión a la que llegamos.

Justo antes de cerrar los ojos veo, en el techo de la habitación, en una esquina, una flecha verde: señala en dirección de La Meca.

(Continuará)

miércoles, 29 de junio de 2016

Cinco días y cuatro noches árabes I

Primera noche

El hombre se acerca, una y otra vez, solícito y protector, a su esposa y al bebé que se desgañita.

Un miasma acebollado lo acompaña. Es tan denso lo que se huele que merece ser visible; una atmósfera tóxica que, por derecho propio, debería ser amarillo-verdosa, fosforescente, advertencia piadosa. Pero no es así; de igual manera, hace que yo sepulte la nariz en mi camisa, en un vano intento por vencer con mi olor corporal el ataque brutal que la combinación de los metabolitos de una decena de especias y el desaseo han desatado en esta claustrofóbica cabina donde nos apilamos de diez en fondo.

"Trece horas de vuelo...", murmuro. "Relájate, que estamos de vacaciones...", replica mi esposa.

Una muchacha, núbil a juzgar por su edad aparente y por las gruesas cerdas negras que le cubren las piernas, se levanta de su asiento y pasa por mi lado. El hedor en su estela es sofocante.

"Trece horas...", repito, esta vez en silencio. Recuesto la cabeza en el rígido espaldar y, por razones obvias, evito suspirar.

En los monitores del avión se suceden las informaciones. Una de ellas muestra una silueta de la nave en el centro de una brújula, en la que destacan dos indicadores: uno señala hacia la ciudad que esté más cercana en cada etapa del viaje; el otro señala invariablemente a la Meca.

Otra pantalla muestra un mapa con la ruta que seguimos. El avión sobrevuela Europa, atraviesa Ucrania, el Mar Negro, Turquía, cruza el Mediterráneo, bordea Siria, Iraq, el territorio Daesh -no puedo evitar la inquietud-, Irán, y por fin sale a las aguas del Golfo Pérsico, cerca de Kuwait.

No hay nubes. Debajo, a la derecha, la planicie deslumbrante del desierto de Arabia Saudita. Más adelante la isla-estado de Bahrain, la península Qatar, el mar otra vez.

Media hora más tarde las bocinas crujen y la voz del piloto anuncia, en árabe y en inglés que, al final de estas trece horas, en diez minutos aterrizamos.

***

Los Emiratos Árabes Unidos, UAE por sus siglas en inglés, son un país árabe, musulmán y petrolero.

Demencialmente ricos, han construido su nación en un trozo de desierto, con derroche de lujo, funcionalidad y con -depende a quién se le pregunte- delirio de grandeza o una asombrosa visión de futuro. Quizás con las dos intenciones.

Bordeados por las aguas del Golfo Pérsico y de Omán, flotando en un mar de petróleo, son siete los emiratos, de los cuales dos parecen acaparar la riqueza y por ende la relevancia: Abu Dhabi y Dubai, un par de ciudades-emiratos tan espectaculares como artificiales, que demandan enorme y continua atención para que el desierto no las engulla.

Regidas por un consejo de emires astutos y emprendedores, encabezados por el Emir Sheikh Khalifa bin Zayed Al Nahyan, Presidente de los Emiratos y gobernante de Abu Dhabi, y por el Emir Sheikh Mohammed bin Rashid Al Maktoum, Vice Presidente y gobernante de Dubai, invierten con largueza y oportunidad, inventándose un país imposible, un megaoasis refulgente, lujo blindado a la calamidad del Medio Oriente.

Los emirati, poco numerosos -apenas el once porciento de la población, únicos ciudadanos del país- son variopintos en colores y etnias, sobre todo entre las mujeres; además de rostros del Medio Oriente, se ven facciones negras, asiáticas, occidentales, eslavas. Sin embargo, la condición de emirati es fácilmente reconocible: las mujeres visten abayas, de intenso color negro, mientras los hombres lucen kanduras, una suerte de batilongos de deslumbrante color blanco.

***

Segunda noche

El oficial que revisa nuestros documentos en el aeropuerto es un emirati y viste una blanquísima kandura. Es un joven delgado, mulato, de bigotillo y perilla cuidadosamente recortados. Sus manos son pequeñas, nada viriles; los dedos delgados, frágiles, hojean con desgano nuestros pasaportes. Acuña, aprueba y, con un leve gesto, sin pronunciar una palabra, nos permite la entrada al país.

Las maletas ya esperaban en la noria. En la caja de cambio una muchacha con un diminuto piercing en la nariz y espeso acento -aquí todos tenemos acento espeso- nos dice que cambiemos más dinero, dólares por dirhams, que no encontraremos un lugar con una tasa de cambio mejor que esa que ella nos ofrece, nos apremia. No le creo ni una palabra, pero seguimos su sugerencia y cambiamos quinientos dólares. Mi hijo se despide con un “Namaste” y la muchacha se emociona.

El vestíbulo del aeropuerto es idéntico a cualquier otro: los inevitables letreros con apellidos impronunciables, kioskos con folletos y souvenires, una cafetería concurrida. En el extremo más alejado hay una compuerta y sobre ella un letrero iluminado: EXIT-TAXIS. “Allá...”, allá vamos. Una puerta automática se abre a la noche y nos deja pasar. Salimos, y nos envuelve el infierno.

Solo una vez había sentido un calor semejante: en el fondo de los pozos de la Mina de Matahambre, donde los mineros tenían horario reducido y dieta especial. Fue aquel un calor anormal, primigenio, con una humedad tan absoluta que en unos minutos estábamos empapados en agua. Subir a la superficie, y sentir de nuevo el abrasador mediodía del trópico, fue un gran alivio. Sucedió un par de años antes que cerraran la mina y se muriera el pueblo.

Pero el calor de aquí es de otra clase.

Espanta. Cuarenta y tres grados centígrados a la sombra durante el día; más de treinta en lo más fresco de la noche, y también hay humedad. El vapor viene del mar -extraño mar sin olas que parece un caldo- y envuelve la franja costera; pero no hay humedad más allá de los límites de esta ciudad marciana; se disuelve en el aire seco que viene del desierto, ese páramo que espera su oportunidad con la horrenda paciencia de un monstruo afiebrado.

Las primeras impresiones, desde el taxi, son algo desalentadoras, tal vez porque ocho años en Nueva York me han hecho olvidar el aura de desolación que impone el desierto. Es de noche, víspera del fin de semana, que aquí es viernes y sábado. Las calles, iluminadas por la intensa luz naranja de las farolas, están vacías. No hay jardines, la tierra es arena gris-amarillenta, las palmas están cubiertas de polvo y el verde no luce.

Pero, de alguna manera, la ciudad se nota limpia, muy limpia, y los edificios muestran una arquitectura alegre, osada, aunque parezca que nadie viva ahí.

Apenas nos cruzamos con un par de autos en el breve trayecto al hotel, al que llegamos con rapidez. Nos desembarazamos de las maletas y buscamos dónde cenar.

En el lobby hay tres restaurantes. A uno de ellos se accede a través de una doble puerta, que llama la atención por lo discreta; “Belgian Cafe”, anuncia un letrero a un costado; al otro, en letras verticales, Stella Artois. Cerveza. En comarca musulmana. Entramos, hambrientos y curiosos.

La doble puerta separa dos mundos. Tras la primera hay un espacio oscuro, que se llena con un rumor que se filtra desde el restaurante; tras la segunda, la luz estalla y el Occidente vocifera, ensordece, parapetado tras las Stellas Artois y mejillones belgas.

Pudiera ser Madrid, Nueva York, Bruselas, Londres. Tal vez La Habana. La gente conversa, ríe, grita: hombres en bermudas y camisetas, mujeres ligeras de ropa, rampante el cabello, sandalias, en las mesas, en el bar. Chile y Colombia juegan en los televisores. Las cervezas heladas, en vaso alto. Sopa de cebollas y tostadas de queso, brochetas de carne, meseros indios, o filipinos; no hay kanduras, mucho menos abayas.

Al‘arabíyya de infieles tras la doble puerta, en noche de jueves.

***

En la mañana me despierto pensando en un café.

No el de la habitación: ese de las cápsulas, tan cómodas, tan prácticas, tan no café. Mi gente aun duerme. Salgo al balcón. Apenas sale el sol, pero ya el aire está caldeado. Hay bruma, pero no es de humedad: es polvo. Y calor. Y polvo. Y mucho calor.

Tomo una ducha, me visto ligero y bajo al lobby. Amanece tras la pared de cristales que cubre uno de los lados del vestíbulo. Veo butacas alrededor de una piscina. Hay palmeras y arbustos. Hay esos camastros bajo unas estructuras de vigas de madera y cortinas de vaporosa tela. Más allá, un campo de golf. Después, el mar. Como telón de fondo, la bruma.

Qué buen lugar para mi café, me regocijo. Anoche vi en un rincón del lobby un mostrador con una máquina de café expresso. “Un café, doble, por favor”, y Babul -eso dice la pequeña placa prendida a su chaleco- me dice, con un tintineo de cabeza que casi me marea, que, Sir, no lo puede beber en público, así que se lo pongo para que lo lleve a su habitación.

“Es Ramadán, y ya sale el sol...”, me explica con expresión solemne.

Le doy las espaldas a la piscina, las butacas, al mar, y me marcho a tomar el café a escondidas, en mi balcón polvoriento.

(Continuará)

martes, 7 de junio de 2016

Miami

Había cierta amargura cuando los que no teníamos remedio nos referíamos a la tercera opción.

Había también algo de envidia al mencionarla: tristeza, por supuesto; además, desesperanza, y una resignación que quemaba en la garganta como vómito de madrugada.

Luego estaban, están, las otras opciones, por supuesto. Dos más, más radicales: vivir en Cuba, la primera; marcharse para siempre, a cualquier otro lugar, la segunda. Y daba igual -sigue dando igual- cuál fuera el destino: de tal magnitud era -es- el desespero que Haiti, la tundra canadiense, o algún pueblo somnoliento de un desierto huérfano de mar se nos aparecían como sendas tierras, además de prometidas, anheladas.

La imaginación del que es paria en su país-páramo no conoce límites.

Pero la tercera, ¡ah, la tercera opción! Uno soñaba con ello: era la lotería, la alternativa carpe diem, la supervivencia a buches, diminuta hendija en el muro hediondo por la que se colaba, cuela, un hálito de aire fresco, frio, oloroso a suavizante de ropas y cosas nuevas: la tercera opción era, es, ir, regresar, ir, regresar, péndulo indolente, ciudadano insolvente, economía oscilante, pariente dependiente, funcionario viajante, misionero miserable, vaivén de animal doméstico, del redil al comedero, de La Habana a Moscú, Praga, Toronto, Madrid, Nueva York, DF, Caracas.

Miami, y de vuelta.

La tercera opción, dama impredecible, cínica pragmática huidiza meretriz que mide sus días en obesas maletas de peso ajustado con precisión de verdulero.

La tercera opción, a veces -tantas, que da nauseas- luciendo pegotes de colorete ideológico. Disfrazada de discurso y método para comer una hamburguesa, visitar un pulguero, tomarse una foto en el Versalles miamense y regresar presurosa a protestar fidelidades, a confirmar que vamos allá, sí, pero acá estamos, de vuelta, porque somos felices aquí, allí en Cuba.

La tercera opción, prima de la doble moral, esa hija pródiga de las tiranías totalitarias, nunca es tan rozagante como cuando se le fertiliza con dinero ajeno, pacotillas y aires de otras tierras, mientras más abundantes y lejanas, mejor.

***

Miami, tan cercana, es una Cuba imposible.

La cubanía pre-castrismo, por ejemplo, sobrevive, está a salvo, allá en Miami.

También lo está -conservada, corregida, aumentada- la gastronomía cubana. El Palacio de los Jugos es un santuario de manjares aniquilados por la barbarie insular; la “bakery”, cubanísima institución, alternativa a los deli y sus egg sandwiches, es un paraiso de hojaldre, manteca pastelera y azúcar; los cubanos exiliados, antes de aprender las nuevas manías del Primer Mundo, las obsesiones de la clase media con los gimnasios, jogging, dietas estrambóticas y ropa deportiva escandalosamente cara, engordamos en nombre de lo sabroso, brillamos de manteca, acariciamos panzas inflamadas de carbohidratos y televisión.

Cuba prospera en Miami. Las croquetas y las mediasnoches desplazaron a los bagels y al bacon, los pasteles derrotaron al apple pie, la colada a la borraja, y el regetón vocifera desaforado desde patios con césped cuidadosamente recortado donde bohíos hacen las de gazebos.

Los cubanos tomaron Miami y crearon una Cuba de fábula. Han hecho suya la ciudad, con la contundencia de la masa crítica, con la testarudez de la hiedra que trepa por paredes resecas, con la timidez del neonato que no quiere abandonar el útero.

Los cubanos, que poblaron Miami con mitos, nostalgias y guettos amables, con la vista tan puesta en el sur que casi olvidan que hay un país al norte de Miami Dade.

Los cubanos, los de la segunda opción, hemos aprendido tanto que ya sabemos vivir para el weekend; manejamos autos, bebemos cerveza, comemos tamales, vamos a la playa, trabajamos con la obsesión aprendida de los americanos, y alimentamos a la tercera opción para que Cuba exista.

Cuba la otra, porque la ficticia, la imposible, solo existe en Miami. La otra, sin Miami, vuelve a ser la cosa trémula, sola y oscura que apenas flota unos kilómetros al sur.

Miami, que es nuestro vino: la tercera opción por excelencia.


***

Pero seguimos siendo refugiados.

Rehenes, además, atrapados por tentáculos familiares, por cadenas de compasión, por ataduras de deberes filiales.

No así nuestros hijos. “Van a crecer con nuestras ventajas y sin nuestros traumas”, dijimos mientras mirábamos a los niños jugar en el patio caldeado por una tarde tan calurosa y húmeda que parecía cubana.

Van a crecer, pensé yo, sin la necesidad de hacer malabares con extrañas opciones para poder vadear un país imposible; sonrientes, perplejos con las ideas recurrentes que atormentan a sus padres, nunca van a saber que son esas opciones -primera, segunda, o tercera- de la desesperación.

Se ven felices.

Miami parece ser su país, aunque vivan en Nueva York.