miércoles, 30 de septiembre de 2015

Trump y Bernie: la roca y la pared

“Escila vivía en los acantilados y Caribdis era un peligroso remolino. Ninguno de los destinos era más atractivo (que el otro) ya que ambos eran difíciles de superar”

  Escueta descripción de Wikipedia en español acerca del ilustre antecesor de las frases “estar entre la espada y la pared” o, para este caso, “between a rock and a hard place” 

Trump

Donald Trump ha devenido el campeón de un grupo que prefiere pensar que los males de los Estados Unidos vienen de afuera.

Según ellos, la maldición para los estadounidenses llega entonces con la inmigración, con los ilegales, arriba propiciada por la vecindad con México, o por la competencia china. Los trumpistas son también un grupo de ciudadanos para los cuales los otros males, los internos, comienzan con, y solo con, el Presidente Obama.

Trump, hombre de soluciones sencillas, ha propuesto dos remedios simples a todos esos males: construir un muro -eso sí, con costos bajos y gran eficiencia- en la frontera con México, a la vez que se deporte masivamente a los ilegales, y que lo elijan Presidente de los Estados Unidos; que confíen en él, dice; que si él logra hacer buenos negocios, también puede dirigir el país y lidiar con el resto del mundo, afirma. Eso es, en esencia, lo que propone Donald Trump para Presidente.

El resto de su inexistente programa de gobierno pues es bravata, hipercriticismo y boca floja. O sea, populismo. Y a bajo costo, por supuesto.

La clientela del populismo de Trump es entonces muy específica. Es ese sector de la población irritado por el mestizaje galopante de la sociedad americana; son los que se sienten inseguros por la impunidad con que entran inmigrantes ilegales y permanecen en territorio americano; son los que probablemente creen a pies juntillas que sin México al lado no habría la bestial demanda por drogas de todo tipo que existe en los Estados Unidos. Son los que, además de vitorear a Donald Trump, leen a Ann Coulter.

Son también los que sin embargo no se atreven -como tampoco se atreve Trump- a hablar de la marginalidad y violencia extendida entre los negros norteamericanos, y de sus causas; no miran un mapa de la distribución racial en los Estados Unidos para preguntarse porque el melting pot ya no funciona, y se horrorizan del monstruo que la codicia y rapacidad capitalista han creado en China -el abastecedor de todas las baratijas- adonde esos mismos capitalistas que asienten cuando Trump tuerce la boca, enseña los dientes de abajo y parlotea, se han llevado los puestos de trabajo que los Estados Unidos necesita.

Donald Trump y sus asesores saben bien lo que hacen al hurgar en las llagas de los ultraconservadores; conocen de lo efectivo que resulta agitarle espantajos en el rostro a gente ya de por sí asustada por un país que cada vez es más diverso y que, de manera inobjetable, ya no tiene la hegemonía e influencia global de otros tiempos.

Tal es la eficacia de esa arenga que ni siquiera les importa a los seguidores de Donald Trump que el reciente debate presidencial republicano haya puesto en evidencia la incapacidad de ese señor para opinar, de manera coherente, creíble y adecuada a un aspirante a la presidencia del país más poderoso del mundo, acerca de una solución a conflictos, digamos, como el de Siria. Con Trump todo se reduce a muros, deportaciones, y vagas promesas de que todo, de alguna manera, será mejor.

El alegato populista se nutre de eso. Existe una necesidad de amplios sectores de la población de cualquier nación de tener una voz que los represente y desbarre en su nombre, que diga lo que ellos quieren escuchar, aunque sea una idiotez, ya sea “Everything is going to be better!” -sin siquiera decir cómo lo va a hacer- o “Patria o Muerte”, esas míseras opciones del tirano miserable.

De la misma manera que, ante la tibieza y grisura del resto de los políticos republicanos, el discurso encendido y alarmista de Donald Trump resulta irresistible para sus seguidores, Bernie Sanders, el senador cuasi-socialista, hace algo parecido con otra parte del electorado, esos a los que el ex-presidente mexicano Vicente Fox, otro populista mediocre, llamó en su momento “los jodidos”.


Bernie

Y es difícil no estar de acuerdo con lo que dice el senador Bernie Sanders.

A diferencia de Donald Trump, el senador Bernie Sanders parece tener un extenso y elaborado plan; ha listado los problemas, sus causas, dice que las va a combatir, y hasta esboza una estrategia de ataque. En su sitio web, bajo el título “Issues”, el senador Sanders describe entonces lo que considera que está mal en los Estados Unidos. Apila cifras, gráficas sencillas y contundentes pero, sobre todo, hace algo tan irresistible como el chocolate: bajo el subtítulo “Como Presidente, el senador Sanders reducirá la desigualdad en los ingresos y la riqueza haciendo lo siguiente:”, Bernie Sanders se va entonces con todo contra el enemigo favorito de los pobres de la tierra: el sistema, el capital, los poderosos, el 1%.

Y a alguien como yo, que ya ha visto la película, le parece estar escuchando de nuevo a aquel tipo en la Plaza de la Revolución, guajiro apocalíptico, blandiendo su antorcha redentora y descojonando un país.

El señor Sanders, entonces, no deja cabos sueltos. Raza, pobreza, igualdad de género, Irán, inmigración, clima global, y una versión en español de su programa político. Tiene (casi) todo cubierto.

Cita al Papa. Incluye reivindicaciones para las mujeres, para los discapacitados y para Joe Six Pack; se declara amigo de los sindicatos, quiere incrementar el salario mínimo al doble, revisar los impuestos de las grandes corporaciones, promete luchar por mejores condiciones para los retirados, incrementar las oportunidades para los jóvenes, y se decanta por universidades públicas gratis.

Aboga además por un sistema de salud social, a la europea; para los proletarios, dos semanas de vacaciones, doce semanas de licencia médica o familiar y siete días de licencia médica con sueldo. Defiende también la idea de educación universal de pre-K y kindergarten disponible para todos los niños; quiere además revisar los tratados que, entre otros, han hecho que la competencia china deprima la economía estadounidense, y propone desmembrar las grandes corporaciones para evitar su inmunidad ante las crisis financieras. Bernie quiere en serio reformar política, economía y sociedad.

Yo votaría por Bernie. Vamos, ¿quién no quisiera una sociedad exitosa, reforzada con todas esas mejoras de todo tipo? Hay que ser o muy rico o muy tonto para no desear algo así. Además, se evidencia que donde Trump es alarido vacío, Bernie es un hombre con un extenso plan de acción, bien fundamentado.

Sólo me gustaría saber cómo el Presidente Bernie Sanders piensa lograr todo eso sin desarticular a la economía más pujante del planeta, sin disminuir la creatividad de la industria privada, sin deprimir a la industria farmacéutica, sin detener el tremendo motor económico que es el sistema industrial militar, sin que se pierda la noción primordial de que the business of America is business.

Yo, y muchos más, votaríamos por Bernie para Presidente, si no fuera porque la idea de un Presidente que parece estar más cercano al socialismo que al capitalismo, que es lo que ha hecho grande a este país es, cuando menos, inquietante.


La roca y la pared


El populismo carece de color político. Es, en todo caso, rojo incandescente a la hora de encender los ánimos; o rosado como las mejillas de un infante, en el momento de describir el nuevo amanecer, ese futuro luminoso que nosotros, los que aplaudimos, eternos consumidores de promesas, creemos tener en el orador oportunista que nos echa arena en los ojos para obtener un voto -de confianza o electoral- y poder seguir adelante con su carrera de mesiánico, político o mentiroso.

Tanto Donald Trump como Bernie Sanders son populistas; ambos saben qué cuerdas tocar para lograr enardecer a su audiencia. Ambos se nutren de la oportunidad que representa el descontento. Ambos dicen lo que muchos quieren escuchar. Ambos son vendedores hábiles de un producto popular.

Trump tiene una proyección conservadora, nacionalista, que juguetea con la xenofobia, la supremacía, e insiste con la equívoca idea de que tener mucho dinero es tener mucho éxito; se presenta a sí mismo con harta seguridad y estudiada soberbia, sin que tenga la menor idea de cómo ser Presidente.

Bernie, por su parte, tiene una plataforma que va más allá de lo que en los Estados Unidos de América se entiende por liberal, y se mete de lleno en una socialdemocracia rayana con el socialismo. Sus intenciones parecen buenas, sus ideas numerosas, interesantes y justas; pero al senador Sanders le falta mucho en su discurso para poder convencer de que él no es el anecdótico elefante furioso suelto en una cristalería.

Ambos candidatos representan los dos extremos de las opciones posibles para el 2016. Acotan, con sus posturas radicales, al resto de la masa presidenciable, y quizás su mayor aporte a la incipiente campaña es hacer que destaque la gris homogeneidad de los otros candidatos de uno u otro partido. Pero no por ello constituyen necesariamente una opción viable. Votar por la roca o la pared es una apuesta de alto riesgo para quienes deseamos un país sólido -si bien imperfecto- con un gobierno aceptablemente confiable.

Para mantener el liderazgo y el status quo de una nación que aun con todos sus problemas por resolver sigue siendo la mejor del planeta, la masa gris votará gris.

Lejos de la roca y de la pared.

martes, 29 de septiembre de 2015

Más de lo mismo

El general heredero le ha entregado al mundo, a través de su discurso en la ONU, otra pieza (defectuosa) de la oratoria clásica castrista.

Podía haberse quedado en casa, la verdad; ahorrarse ese dinero que se ha gastado en mover y alimentar a sí mismo y sus chambelanes cheos en pulovitos a rayas (la comida en Nueva York es cara en serio) y depositar esos dólares en las cuentas familiares que reposan en algún banco europeo. Porque fue ese un discurso cuya principal cualidad es ser olvidable.

No voy a analizarlo en toda su extensión pues es más relleno que sustancia, pero hay que destacar un que otro de los desatinos que allí aparecen. Algunos rayan en el delirio, como pedir libertad para Puerto Rico (¿?), o compensación a los países caribeños por la esclavitud (¿?); otros son predecibles, como el alineamiento con Venezuela y Ecuador, o las Malvinas para Argentina. También le guiñó un ojito a Rusia-Putin, otro al ayatollah, y puso una cereza en su atolondrado pastel diciendo que espera que el pueblo sirio pueda resolver por sí mismo sus diferencias, sin injerencia externa. O sea, más o menos lo que está haciendo el ISIS.

Pero lo mejor del discurso es sin duda la lista de entuertos a desfacer por parte de alguna administración norteamericana (y parece que Obama está en buena disposición) para que se normalicen las relaciones -no entre el desgobierno y los desgobernados, porque se sabe que allá en Cuba son todos felices- sino entre Cuba y su enemigo imprescindible, los Estados Unidos.

Dice entonces el general heredero que “Ahora se inicia un largo y complejo proceso hacia la normalización de las relaciones que se alcanzará cuando se ponga fin al bloqueo económico, comercial y financiero contra Cuba; se devuelva a nuestro país el territorio ocupado ilegalmente por la Base Naval de Guantánamo; cesen las transmisiones radiales y televisivas y los programas de subversión y desestabilización contra Cuba, y se compense a nuestro pueblo por los daños humanos y económicos que aún sufre.”

Recuerda tanto este hombre y su cantinela a la fábula del rey que apila obstáculo tras obstáculo al pretendiente de su hija, sólo que el general no es un monarca pintoresco sino un viejo aburrido.

En la recta final del alegato, pues aparece la mención inevitable al hermano, seguida de la parte más graciosa de la intervención, cuando el hombrecillo ofrece sus buenos oficios y dice que “Podrá contar siempre la comunidad internacional con la sincera voz de Cuba frente a la injusticia, la desigualdad, el subdesarrollo, la discriminación y la manipulación; y por el establecimiento de un orden internacional más justo y equitativo, en cuyo centro se ubique, realmente, el ser humano, su dignidad y bienestar.”

Vamos, que hay que tener la cara dura en serio.

De todo ese bodrio lo que se puede sacar en claro es que la pausa es la vocación del desgobierno. A no ser que Obama decida unilateralmente terminar por obviar todo lo repudiable y despreciable que son ese hombre, su hermano, su familia, su dictadura y sus acólitos, y le cumpla entonces cada exigencia con la diligencia de amante desesperado, será más de lo mismo pues el general no va a ceder un ápice en aperturas políticas ni los cubanos tampoco harán nada para que esto suceda.

En fin, otro discurso inútil.

jueves, 24 de septiembre de 2015

Papeles sucios

Conozco a alguien que es dueño de una compañía de limpieza.

Conoce bien su negocio porque, antes de ser el dueño, antes de graduarse como el webmaster de altos quilates que es hoy, pulió pisos, limpió baños y colectó basura para esa compañía. Es un hombre de hablar pausado, algo cansino, que le explica a sus empleados con paciencia y conocimiento de causa cómo se deja un urinario, amarillento y hediondo por la orina reseca, de nuevo reluciente, blanco y oloroso a desinfectantes; o que les enseña, habilidoso, qué hay que hacer para que ese piso del vestíbulo quede brillante, sin rayas ni mácula.

La cátedra la dicta en cualquier pasillo del lugar a limpiar, me dice, y la termina en un baño, donde, como al descuido, recoge del piso, a mano limpia, algún papel sanitario, manchado de mierda, y lo deposita en la basura, ante la mirada atenta de sus oyentes, a los que anima con ese ejemplo a entregarse al trabajo -como si esas personas necesitaran algún incentivo adicional a la desesperación que los lleva emplearse como personal de intendencia-. Personas que además puede que sientan que ese hombre, que maneja un BMW X5, y vive en una exclusiva zona de clase media alta, es uno de ellos.

El Papa hace algo parecido: lava y besa los pies de reclusos, abraza a enfermos terminales, les sirve cena a pordioseros y pide que el mundo cambie, que las desigualdades desaparezcan, que se reparta la riqueza. El hombre, Jorge Mario Bergoglio, es un buen hombre; se nota en su cara, bonachona, de sonrisa autentica, y ha dicho alguna que otra cosa digna de prestársele atención. Pero el Papa funcionario, el Papa símbolo, es solo como el dueño de una compañía de limpieza a la que debe hacer funcionar.

Y la hace funcionar, entre otros, hablando de los problemas ajenos con soltura y contundencia, pero con una selectividad pasmosa.

Un reciente editorial del Washington Post lleva por título “Pope Francis appeases the Castros in repressive Cuba”. La tercera acepción de la palabra appease es "to yield or concede to the belligerent demands of (a nation, group, person, etc.) in a conciliatory effort, sometimes at the expense of justice or other principles." O sea que el titular del editorial dice “El Papa Francisco dobla la cerviz ante una Cuba represiva”

Efectivamente, el Papa optó en Cuba por ignorar no solo a la disidencia, sino lo que es aún más decepcionante: soslayó el problema principal cubano -aunque debo admitir que a estas alturas tengo serias dudas acerca del orden de importancia de los problemas de Cuba- que es el desgobierno, ese ente tan inepto y obsoleto que está -de eso sí estoy seguro- en la raíz de todo el infortunio cubano. Una que otra parábola lanzó, pero con tan poca fuerza que ni siquiera rozó al tótem castrista.

Ya mencioné en otro lugar y ocasión que las soluciones a la cosa cubana no van a venir, como todo lo demás, “de afuera”. Yo no esperaba entonces que ni siquiera alguien tan enterado como el Papa Francisco trajera un milagro para el desastre cubano. Pero si se alza la voz y si se usa la oportunidad que ha tenido el Papa de erigirse como el guerrero contra las injusticias y lo incorrecto acá en los Estados Unidos, después del silencio cómplice que guardó en Cuba, su credibilidad como líder es al menos cuestionable.

(…) it takes more fortitude to challenge a dictatorship than a democracy.”, requiere más coraje enfrentar a una dictadura que a una democracia, concluye de manera magistral el editorial del WP, y eso resume en buena medida cualquier otra cosa que se pueda decir al respecto.

Es simple hablar de la pobreza, de la desigualdad, del capitalismo, del cambio climático y las miserias humanas; es fácil para un Papa apabullar a gobernantes y oligarcas con la humildad y el populismo del discurso: todos esos temas son sitting ducks, que es la expresión que se utiliza en inglés para denominar a lo que en Cuba, sin saber inglés, llamamos puchinbá, punching bag para los entendidos.

Es fácil aguijonear a ese animal sin cuernos, humillarlo verónica tras verónica, para al final darle la vuelta al ruedo, luciendo gallardos y justicieros, ¡Ole, Iglesia!, iglesia tangencial que a la vez trata de minimizar a ese Miura que, fuera de control, corretea en la sala de su casa.

El Papa y la curia no tienen por qué salir del Vaticano a predicar selectivamente orden y justicia. Deben comenzar por enfrentar la pedofilia, el absurdo celibato, el machismo que impide que mujeres puedan ser ordenadas sacerdotes, la fabulosa riqueza de una institución que predica la humildad y la frugalidad -“Ama la pobreza como a una hermana”, dice este Papa-; la complicidad de los jerarcas eclesiásticos con regímenes dictatoriales, como es el cubano; replantearse el papel que está jugando la Iglesia y su fábula en un mundo nuevo y extraño, donde acechan por igual amenazas nuevas y males ancestrales.

Si se trata de papeles sucios, debería recoger propios y ajenos a la par este Papa selectivo y predecible; ocuparse en serio de su negocio, y quizás decir como mi amigo, “Nada, normal…”, cuando le pregunté si no teme ensuciarse las manos de mierda. “Hay que hacer lo que sea para que la empresa funcione, y funcione bien…”, remató mostrando las manos, separadas en apostólico gesto, mientras frente a nosotros, en el televisor, una multitud vitoreaba a Francisco y Obama, los amigos más recientes de los dictadores cubanos.

miércoles, 23 de septiembre de 2015

Escribir es un placer, pero…

Tiempo ha, allende en la isleta, hacía pininos de hombre de ciencia; quería, desde luego, publicar mis hallazgos pues es sabido que en la ciencia, si no publicas, no existes.

Anhelaba, además, elevar mi grado académico, en una Cuba que entraba o más bien se despeñaba en un Período Especial que -yo aun no lo sabía- desdeñaría a buena parte de la ciencia cubana a favor de innovaciones ANIR, como fueron el diseño de arados supuestamente novedosos o la reinvención de formulas milenarias para fabricar ladrillos de adobe.

Así fue que me decidí y me senté frente a una computadora 286 que debía compartir con otras quince personas; tecleé como un demente durante días y madrugadas en un Word for DOS primitivo; calculé mis tablas en LOTUS 1-2-3, grafiqué mis tendencias en Harvard Graphics, y logré al fin escribir un par de artículos en un inglés de espanto, que tiempo después hizo desternillarse de risa a una californiana hippie-new-age que se ganaba la vida traduciendo al inglés nuestro inglés.

Ya con mis textos listos, discutidos, y sancionados por un pomposo consejo científico, busqué en bibliotecas y centros de información las direcciones de un par de revistas especializadas; indagué, conversé, me informé y, cuando ya pensaba que tenía todo listo, alguien me preguntó en tono compasivo si yo sabía que para publicar “allá afuera” había que pagar.

En esa época yo todavía no conocía los entresijos de las publicaciones científicas, pues en la era pre-internet, en Cuba, todo era a nivel de “dicen que…”, con lo cual resultaba muy difícil tener la información adecuada. “No…”, le respondí a la persona, mientras un cubo de agua helada se deslizaba con desagradable lentitud por mi espinazo. Sonrientes me palmearon entonces en el hombro, en una suerte de nice try, kiddo, y engaveté los discos floppy con textos, tablas y gráficos por los años que me llevó poder salir de Cuba, conectarme al fin al mundo exterior y comprobar que, efectivamente, a veces había que pagar. Y que otras no.

Atravesar esa ciénaga que me separaba de mis aspiraciones académicas me tomó casi una década. Ya en tierra firme, lejos de Cuba, terminé maestría, doctorado y, ¡albricias!, logré por fin publicar aquel par de artículos, ya un poco desactualizados (pero tenía que hacerlo, o reventaba), reeditados en algún Word for Windows, calculados y graficados en Excel, corregidos oportunamente por la americana descalza, artículos que se publicaron en revistas especializadas, tamizados por el peer review, y a los que siguió una decena más. Y lo mejor: todos gratis.

Hoy, en mi laptop conectada a WiFi, escribo en este amable y poderoso procesador de texto, después de haber leído en Internet una carta abierta que alguien publicó acerca de las tribulaciones de los artistas gráficos que deben pagar a galerías para que su obra sea exhibida; artistas que crean su arte en el tiempo que les deja libre el trabajo que hacen para ganarse la vida, y a los cuáles les resulta oneroso pagar para que alguien disfrute de su obra y eventualmente la compre. Y me acordé de aquella extensa ciénaga cubana.

Es inobjetable que crear, escribir, es un placer; pero publicar no lo es. Y si bien sigue siendo válido que si no exhibes, si no publicas, no existes, resulta que Keep on trying, es la alternativa correcta a Nice try, kiddo, nice try… 

Suerte entonces a todos los creadores que intentan vadear los fanguizales de la realidad. Nos vemos del otro lado.

martes, 22 de septiembre de 2015

Ni peras al olmo, ni cubanía al Papa

Bueno, creo que ya de alguna forma lo he dicho, pero me voy a repetir con mucho gusto: no entiendo qué esperaban muchos de la visita de este Papa a Cuba.

Es ya el tercer Papa que va a la isla, arma su tinglado en la plaza, visita a la virgen, recita discursos, declama frases sonoras y sabias sentencias, que son tan similares que parece que las tres veces ha ido la misma persona. Por supuesto, porque es la iglesia católica la que ha hablado en cada ocasión, no los Papas.

Pero no hay que confundirse: ni este Papa, ni los que estuvieron antes que él, han traicionado a nadie. Ellos siguen simplemente la proyección que mantiene a la iglesia católica como la fuerza política y social de importancia que es: andarse por las ramas, no interferir, no enfrentarse; paz, sonrisas y bendiciones.

De tal manera, la disidencia fue ignorada por el Papa, porque de otra forma hubiera provocado una confrontación de la iglesia con el desgobierno cubano, y eso no es lo que hacen los Papas; resulta más fácil lanzar parábolas y perlas de sabiduría, consolidando la imagen paternal y conciliadora de la iglesia, a la vez que se reafirma la inutilidad política de la visita.

Pero no puedo menos que pensar en Karol Wojtyla, Juan Pablo II, el Papa con bonachón rostro de campesino.

Ese nunca perdió de vista qué era lo más importante para sus coterráneos y su país de origen; fue el Papa que impulsó y apoyó el pensamiento de inconformidad, que fomentó la unidad nacional ante el gobierno totalitario, hasta que Polonia por fin se quitó de encima a los comunistas, dando vítores a su polaco mayor.

Obviamente, no es este el caso.

Ni este Papa es Wojtyla, ni habrá un Papa cubano -ni siquiera un cardenal- con la sotana tan bien puesta que haga con Cuba lo que hizo Juan Pablo II con Polonia. Y lo más importante: los cubanos no son los polacos que para poder reconstruir su nación se deshicieron -curiosa coincidencia- de un general dictador y secretario de Partido Comunista como era Wojciech Jaruzelski.

Nadie va a venir de afuera a resolver el asunto cubano, sea un Papa, un Presidente o un capitalista. Hay que dejar de injuriar y culpar a un hombre que no es cubano, que habla a nombre de una institución anodina como es la iglesia católica y que, en última instancia, no tiene por qué hacer lo que le corresponde a los cubanos.

Lo que nos resta es admitir, efectivamente, que todo este asunto añade un poco más de vergüenza, pero no al Papa, que es lo que es, sino a los cubanos, que somos, desgraciadamente, lo que somos.

lunes, 21 de septiembre de 2015

El olor de la marea

“No me gustan los mexicanos”, me dijo cierta vez un colega, americano, mientras hurgaba con su cuchara en una sopa con exceso de apio. “Es que hay demasiados…”, añadió y apartó el plato de sí.

Su idea me sorprendió un poco; no por la fobia explícita, sino por el motivo. “Son demasiados…”. Pero lo entendí: a nadie le gustan los inmigrantes.

El emigrante es, por excelencia, competencia; es también amenaza, diferencia; marea que llega, sube, crece, invade; es un animal que huye, espantado por la hostilidad de su lugar de origen; busca un destino apostándole todo a la suerte, confiando en que mejores oportunidades lo aguardan allí: tierras fértiles, climas benignos, tesoros para saquear, mujeres para violar, ganado para hurtar, hacienda que fundar, un trabajo, casa para la familia, mejor vida. El inmigrante es, en esencia, un animal impredecible.

Quizás el principal dilema de la inmigración sea entonces la utilidad de los inmigrantes para el lugar que los recibe y sus habitantes.

El imperio británico, en su proceso de expansión, invadió y conquistó territorios que hoy son naciones independientes e importantes; los Estados Unidos de América, Canadá, Australia y Nueva Zelanda son los ejemplos más relevantes. Para ello Gran Bretaña tuvo que combatir, diezmar y someter a la población nativa. Lo mismo que hizo España, por cierto, a la que sin embargo no se le logró ninguna nación primermundista y a cambio resultó nuestro continente, tan poco diverso, tan monótono, que predomina una sola lengua, que apenas sirve para entenderse, mucho menos para unir.

Hay entonces dos historias a escuchar, la de los invasores y la de los invadidos; la de los que ya estaban y la de los que llegaron. Lo que cuenten españoles y aztecas, nativos americanos y europeos, europeos y mongoles, mongoles y chinos, chinos y japoneses, son dos versiones muy diferentes acerca del drama de la migración, que es el nombre amable de la invasión.

Dicho de manera contemporánea, la diversidad, resultado de la inmigración/invasión es, cuando menos, cuestionable.

“No veo que la diversidad sea beneficiosa para los Estados Unidos”, me comentó otro colega, americano también, descendiente de judíos e ingleses, y yo no insistí en que me explicara ese pensamiento que despertó mi curiosidad, pues la diversidad es, por ejemplo, el remedio a las secuelas de la endogamia que se observan en judíos, o gentiles como los menonitas y amish, cuyo síntoma de involución biológica más notable es que la generalidad de los integrantes de esos grupos necesita usar espejuelos. Supongo entonces que mi colega se refería a las consecuencias que trae la inmigración indiscriminada, con lo cual estoy de acuerdo.

La diversidad tiene aspectos positivos; creo que hay beneficios para la sociedad norteamericana en, por ejemplo, la inmigración asiática: esta aporta empuje en el comercio, en la academia, en la industria, si bien su refractaria cultura solo se mezcla de manera marginal con su entorno, y eso a través de los omnipresentes negocios de baratijas y comida grasosa.

Incluso la inmigración latinoamericana, tan controversial, compuesta en su mayoría de los menos privilegiados -cantera natural de la migración- representa un aporte socioeconómico de importancia considerable; eso, a pesar de que es cierto que son los menos educados, con escasa incidencia en la academia, la banca, los negocios, la ciencia o en trabajos de alta calificación en general -hay un susurro eugénesico que menciona una supuesta inferioridad intelectual de los latinos; quizás eso puede explicar por qué los americanos adoptan a sus chinitos-mascotas, pero no a un niño latino-

Los latinos son entonces, en lo fundamental, mano de obra, cuya participación como elemento de diversidad que impulse el desarrollo de esta sociedad moderna es desproporcionadamente bajo con respecto al  número de latinoamericanos en los Estados Unidos -“Son demasiados…”, decía aquel colega americano, hijo de padre inmigrante checo y madre cachorra de irlandés niuyorkino-. Pero los latinos también son, en su inmensa mayoría, gente de paz; trabajan, producen, ¡y votan!, por lo cual, Descartes cuasi dixit, existen.

Así, la relevancia de los inmigrantes varía, y es deseable que eso se reflejara en las prioridades que les confiere el gobierno a la hora de aceptarlos, porque hay naciones a las que -nosotros los cubanos lo sabemos bien- les urge un filtro migratorio. A los musulmanes, por ejemplo.

Yo tengo un amigo musulmán.

Es africano, de Camerún, y es inmigrante en los Estados Unidos, igual que yo. Su único nombre es Hamadama, que significa “Hijo de Adán” y es de la etnia Fulani. Es un hombre decente, trabajador, padre de familia, que habla seis lenguas, y tiene un gran sentido del humor. Sólo come comida halal, hace ayuno en el Ramadán, y está orgulloso de su religión, que es su herencia cultural. Nadie sabe que es musulmán a no ser que él lo diga. No lo oculta, pero no lo ostenta, y jamás deja que la religión interfiera en su vida, la de su familia o en su entorno. Es la religión de sus padres, y así lo asume. Hamadama es un buen hombre.

Debe haber muchos como él entre los casi 1600 millones de musulmanes en el planeta. Es más, me atrevería afirmar que la mayoría deben ser personas de bien, y para los Hamadamas siempre habrá un lugar entre nosotros. Pero el Islam ha sido secuestrado por la parte más oscura de esa religión.

La lectura literal de sus textos sagrados, el culto irracional a versículos escritos en épocas remotas, por personas aisladas de su entorno y del resto del mundo, ha llevado a muchos a una radicalización de pensamiento y acción que nada tiene que ver con la simple creencia filosófica en un ser supremo, que es la piedra angular de todas las religiones.

De esa manera, el aporte de los islamistas al crisol humano de nuestra sociedad es la intolerancia y atrincheramiento en un dogma obtuso. Alahu Akbar tiene en estos tiempos una connotación medieval de la que, aunque cueste creerlo, ya carece el “Alabado sea Dios” de las evangelizadas ex-colonias de la casta España, acá en Latinoamérica.

La filosofía que sostiene a ese Islam sombrío, la de la intolerancia y la violencia, la misoginia y el odio, la Jihad y la Sharia, es ajena al pensamiento y estilo contemporáneo de vida occidental. Es posible afirmar entonces sin riesgo a equivocación -y sin temor a que parezca islamofobia, pues al cabo amor al Islam no profeso- que no hay nada positivo que pueda aportar el islamismo en esta época a nuestras sociedades.

Las invasiones mongolas sólo trajeron terror a Europa; si hubo algún legado positivo, se ha desvanecido en el tiempo, opacado por las cenizas de la crueldad y la destrucción insensata, pues las naciones de odio no dejan nada detrás que no sea calamidad y muerte; en ese sentido, los islamistas son los nuevos mongoles. Su interpretación literal del texto que soporta su fe, su manera retrograda de profesar su creencia, los convierten en una inmigración-invasión indeseable, y a su lugar de destino, en un sitio desafortunado condenado a la inquietud.

Los inmigrantes, como la marea, pueden oler a mar fresco, a vida nueva, o pueden sólo traer desechos con hedor a podrido que de lejos advierte, al que esté prestando atención, que lo que viene no es cosa buena.

En Europa, y en el resto de Occidente, está subiendo la marea.  

La papa ayuda, el Papa no tanto

No puedo sustraerme a la idea de que nada ha funcionado para propiciar en Cuba el cambio que acá afuera se quiere que tenga lugar, ese cambio que los cubanos de adentro no tienen el menor interés en que suceda.

No ha funcionado ni el bloqueo/embargo, ni Obama, ni los numerosos gestos y acciones de acercamiento del gobierno de los Estados Unidos que, visto el caso, parecen más contoneo de trasero de hembra en celo que la proverbial mano extendida.

Nada, insisto, ha funcionado. Vamos, ni siquiera el retiro del tirano mayor, pues el sistema de poder hereditario y la gerontocracia se las han arreglado para mantener intactos el discurso y el método. También ha fracasado la Unión Europea y su errática política de ahora sí-ahora no; han fracasado igualmente el aislamiento y la inclusión; el hambre y la croquetada; la disidencia y el exilio.

Han embarrancado en La Habana incluso tres Papas, cuyas visitas y ameboides discursos solo han servido para un par de titulares en las agencias de noticias, para que sus seguidores caigan en éxtasis de fe, y para aligerar las cárceles cubanas de su carga de delincuentes comunes.

Ni agotamiento biológico, ni catástrofe económica, ni bloqueos, ni aperturas. Ninguna variante, entonces, funciona; y no funciona por una simple razón: el mal cubano tiene que curarse desde adentro. Si los cubanos siguen aceptando, y por tanto apoyando tácitamente, la porquería de vida que llevan, nada cambiará en un país que, en un lento tránsito hacia una cosa mixta entre capitalismo tímido y dictadura sesentera del siglo XXI, cada vez más se parece a las naciones arquetipos del fracaso social y económico.

Quizás la eliminación de la ley de Ajuste, posibilidad que ya asoma en el horizonte de acontecimientos cubano-americanos, cambie la perspectiva de los cubanos, que ya no contarían con ese potencial escape de su mediocre realidad.

En todo caso, continúa la represión, la arenga tonta, y la ineptitud oficial. Nada ha cambiado, a pesar de los ingenuos saltitos de entusiasmo que muchos pegan en ambos lados del Estrecho.

jueves, 10 de septiembre de 2015

La excepcionalidad y el dictador

"It would not be impossible to prove with sufficient repetition and psychological understanding of the people concerned that a square is in fact a circle. They are mere words, and words can be molded until they clothe ideas in disguise”

Joseph Goebbels, empleado de un dictador que se tomó la excepcionalidad muy a pecho



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“Oye, que ese es el Caballo… ¡El Caballón!”, escuché -escuchamos, los cubanos- con tal frecuencia que nos acostumbramos a pensar que, efectivamente, tener un dictador equiparable a un equino era la gran cosa; equino en jefe, venerado con mansedumbre de yegua dominada -Caballo, esta es tu anca-. Caballo, que significa que es, además, excepcional porque, ¿qué fuera del dictador o dictadura que no se autoproclamara excepcional?

O, ya que se menciona, ¿qué fuera de un grupo que no se crea tanto de sí mismo y no se dijera excepcional?
Véase, digamos, Europa.

Cada nación europea se ha sentido en algún momento mejor que las demás, y lo ha manifestado sin dejar lugar a dudas, por lo general invadiendo algún país vecino, fundando imperios, destruyendo civilizaciones, protagonizando guerras mundiales, o declarándose meca de la gastronomía.

No importa que en algún momento otros iluminados, como Gengis Khan, o los otomanos, cimbraran la autoestima europea con tanto esfuerzo construida: la excepcionalidad -o la ilusión de poseerla- es, más que una cualidad, un credo. Y como tal, imbatible. Credo que, por cierto, ha fomentado naciones de éxito, como los hebreos, o que está recreando el medioevo en pleno siglo XXI, como eso de los musulmanes.

El pasado sábado, sabath, veía pasar a judías empelucadas, con sombreros de atrezzo, dos pasos por detrás de sus judíos -ceñudos tras sus barbas, enfundados en negros trajes- tocados a su vez con sombreros alones y kippah, en camino a la sinagoga, a adorar a su Caballo, que los hace sentir excepcionales. Porque hay cierta excepcionalidad en los judíos, que no tienen dictadores, pero tienen su religión -y la sopa matzo, que es una mierda, pero que a mí me queda muy buena-. La religión, que es quizá la única forma de dictadura que trasciende. Esa su filosofía étnico-religiosa, para variar, funciona: véase el distrito de los joyeros en Manhattan, los barrios judíos de Long Island, el personal de los hospitales y clínicas -mi hijo se atiende en el Long Island Jewish, formidable sistema hospitalario de Nueva York-, o échesele una ojeada a los laureados con el Premio Nobel.

Ese mismo sábado, un poco más tarde -sábado que por cierto exhibió excepcional calor y humedad para esta bendecida latitud-, observaba en el Brooklyn Bridge Park, en un parque infantil repleto de familias y niños, a una señora musulmana, ataviada con esa enorme vestimenta de intenso color negro -la tela de notable calidad, orlada de brocados también oscuros-, la cabeza cubierta, la cara embozada, apenas mostrando los ojos, casi invisibles en la sombra del rebozo. Atendía a dos niños, que en nada se distinguían de los demás, y era a su vez cuidada por un hombre, nada excepcional, vestido a la occidental, que buscaba los ojos de los que -era inevitable- los examinaban con curiosidad, y hasta con un poco de aprensión; el hombre miraba entonces con fiera fijeza, hasta lograr que la otra persona desviara la mirada, desactivando así la impertinente curiosidad.

Me resultó imposible evitar el cliché prejuicioso pues a su espalda, del otro lado del East River, se perfilaba Manhattan, y la Liberty Tower, esa pieza postiza que infructuosamente intenta llenar el espacio que ocupara la majestuosidad excepcional de las Torres Gemelas.

Les funciona entonces, eso de ser nación con cinco milenios de edad y una religión estricta, a los judíos.

A los musulmanes contemporáneos, estancados en el tribalismo y el fanatismo, ya no les funciona.

Resulta imposible asociar a Abu Ali al-Husayn ibn Abd Allah ibn Al-Hasan ibn Ali ibn Sina, el ilustre Avicena, eminente pensador de la época dorada del islamismo, o a al-Khwaarizmi (guarismos, babe, guarismos…) y Omar Khayyam, genios excepcionales que desarrollaron el álgebra en la Edad Media, con el Ejército Islámico que, mientras escribo, está asesinando civiles y destruyendo reliquias de la civilización asiria en Iraq.

En qué momento el islamismo perdió el rumbo y embarrancó en lo que es hoy, no lo sé. Quiero pensar que esa pérdida de la excepcionalidad tiene que ver con que es el Islam la más joven de las religiones abrahámicas pero a la vez quiere ser, como todas las religiones, la única verdadera, y en ese afán recurre a la violencia y el oscurantismo.

Religión joven entonces, pero con algún aspecto atractivo que se me escapa, pues tiene muchos seguidores, aunque su número sea todavía menor que el de los cristianos, gracias a la labor tenaz de los Cruzados, Fray Tomás de Torquemada, Roma, España y Portugal (el caldo verde portugués es una sopa con salchichas excepcionalmente buena); los musulmanes, infelices, no comen caldo verde ni salchichas de cerdo pero, decía, son numerosos: de todas las razas, diseminados por todo el planeta, hablan los más disímiles lenguajes, rezan azuzados por sus muecines, disfrutan de fabulosas riquezas por casualidad y no por su talento, y forman parte ahora de un enorme problema que por su inmediatez empequeñece incluso la amenaza del cambio climático.


2


Se ha demostrado también que los musulmanes necesitan a sus dictadores; esos Caballos briosos, ex caciques tribales que se encabritan y hacen bramar de orgullo a sus adoradores, que los obedecerán sin chistar.

Los Estados Unidos, paladín de la libertad, bastión del american exceptionalism, la nación más exitosa, la mano que sostiene el poder, que lo tiene todo, todas las libertades, todas las posibilidades, todo el sentido común, una Constitución de primera, y una pésima tradición gastronómica, en los últimos veinticinco años desató un par de guerras inútiles y se encargó de derribar a varios de esos dictadores que constituían el dique entre la excepcionalidad occidental y la decadencia islámica; con ello desestabilizó, probablemente para siempre, a la zona más volátil del planeta, con consecuencias cuya gravedad aún está por verse.

Hay naciones entonces que necesitan tanto de su religión como de dictadores para mantener lo que entienden por excepcionalidad.

Cuba, y los cubanos, parecieran necesitar dictadores; o más libertades, se escucha con frecuencia. Veamos esa hipótesis.

Muchos cubanos pertenecemos al par de generaciones que se educó bajo el embate de la megalomanía de Fidel Castro, y hemos logrado alcanzar niveles educacionales y académicos excepcionales si se comparan, en época, ocasión, y proporción, con el resto del Tercer Mundo.

Disfrutamos de esa ventaja, y aun volamos con esas alas prestadas; alas que en última instancia se le deben al derroche de recursos con que la ex Unión Soviética et al. financiaron el izamiento de las banderas de la educación, la salud pública y el deporte en Cuba, estandartes de la ficticia excepcionalidad isleña. Las putas, cuya supuesta supresión en algún momento fue incluida en las estadísticas de Cuba la Exitosa, regresaron por sí solas al oficio y fueron desechadas como argumento, si bien se dijo entonces que al menos eran putas muy educadas.

Los soviéticos, por cierto, por arte de Gorbachov devenidos en rusos, y un rosario adicional de naciones y etnias, se ufanan de ser excepcionales también, pero a escala global. Cuentan incluso con un equivalente ruso-soviético para cada invención o logro científico de Occidente: la ciencia y la tecnología parecen haberse inventado dos veces, una acá, y otra en una suerte de mundo paralelo que, de dársele crédito a los rusos, ha tenido lugar allá en la Trans Europa, donde las alfombras se cuelgan en las paredes.

Hay quien le adiciona a la excepcionalidad ruso-soviética la capacidad de esos eslavos norteños para trasegar litros de vodka -no solo el caviar, sino el arenque ruso es muy bueno también; ni se diga del esturión ahumado-, y su resistencia para soportar un frío de espanto; yo pienso que tiene mucho que ver con esa inusual transición de un feudalismo tardío a país socialista y de ahí a nación capitalista de medio pelo, con zares, dictadores y tiranuelos para cada etapa.

Tal vez ese andar atropellado -y el alma rusa, esa russkaya dusha que evoca a un tipo nostálgico, en suéter cuello-de-tortuga, cantando una melancólica balada mientras rasga una tosca guitarra en un bosque de abedules- sea el que ha dejado a Rusia atorada en ese limbo que llaman BRIC (Brasil-Rusia-India-China), grupo de naciones que también pudiera denominarse Sí-Pero-No; un grupo cuya excepcionalidad parece radicar en estar parcheados por igual de tecnología, finanzas, riqueza, pobreza, e inestabilidad.

Los problemas de los cubanos son diferentes.

A pesar de aquel impulso CAME que duró unas tres décadas, tan desproporcionado a las posibilidades reales que representaban azúcar, tabaco, concentrado níquel-cobalto y naranjas, los cubanos hoy no tenemos -no tienen- ni tecnología, ni finanzas, ni ciencia, ni religiones a las qué aferrarse; no hay ninguno de los nuestros en las listas de Premios Nobel, el deporte cubano se ha desmoronado, la salud pública colapsa y la educación escasamente produce profesionales tercermundistamente competitivos.

Lo que resta (además de nuestra crujiente dieta de grasas y almidones) son unos políticos cubano-americanos acá, en los Estados Unidos, cuyo discurso a veces huele a polvo de lugares abandonados; allá, en Cuba, una familia de dictadores ineptos, administradores miserables, y viceversa; y en todas partes, donde haya cubanos, la idea fija de que somos excepcionales.

Qué debería ocurrir para que la realidad nos acabe de caer como un mazazo de gracia que deshaga tanto delirio y nos eche a andar, la verdad no lo sé. Quizás otro dictador deba aguijonear con púa fresca allá en la isla las fantasías nacionales, a ver si la creatividad y el talento por fin se imponen y vencen la abulia nacional, visto que las libertades -estas ajenas que aquí en EEUU tan orondos disfrutamos- tampoco han hecho de la nación emigrada nada excepcional.

A los cubanos entonces -a esa no-nación dispersa por naturaleza- parece que no nos salvan ni las dictaduras ni las libertades, con lo que la hipótesis queda rechazada.


3

Puede resultar difícil descifrar cómo se erige un dictador; cómo millones de personas se vuelven primero crédulas, después adictas y finalmente obtusas: habría que preguntar mucho, detenerse en cada encrucijada, desandar años de camino para poder, quizás, encontrar una respuesta.

Pero más desconcertante resulta el indagar en los porqués de la ilusión de la excepcionalidad; es como abrir un arca donde se dice había un tesoro, y encontrarla vacía.

“Oye, que ese es el Caballo…¡El Caballón!”, y “¡Es que nosotros los cubanos somos de pinga!” son entonces dos de los pilares que sostienen el absurdo de la cubanidad contemporánea -cubaneo cotidiano, parece más apropiado-; mientras sigan en su lugar, apuntalando la cobija del bohío nacional, los cubanos seguiremos siendo solo lo que hoy somos: una nación ilusa y sumisa que danza, alucinada, alrededor de un plato con chicharrones.

viernes, 4 de septiembre de 2015

Motivos para una estampida

A ese hombre lo había visto un par de veces, de pasada, por cuestiones de trabajo. Tendría unos cincuenta años; de postura erguida, fornido, y de aspecto saludable para las condiciones de mediados de los 90 en Cuba.

Pasaron un par de meses y, cuando lo volví a ver, no lo reconocí. Era un anciano, de mirada opaca, demacrado, encorvado, de aspecto descuidado. “¿Cáncer?”, pregunté. “No”, me respondieron, “Sus tres hijos salieron en balsa hace un mes, y no llegaron… ”

No he visto las imágenes del cuerpo sin vida del niño migrante, que se ahogó tratando de llegar a Europa, ni los cuerpos putrefactos encerrados en una camioneta a la orilla de una autopista austriaca. No quiero verlos. Pero he visto la desesperación de los refugiados del Medio Oriente tratando de cruzar las fronteras en Grecia y Macedonia, de los desesperados estancados en la estación de trenes de Budapest; los vi en Cojímar, armando sus balsas en el 93, y en Chiapas, cruzando el rio Usumacinta, asediados por las Maras y la corrupción de los policías mexicanos.

También los veo por acá, podando jardines, en las cocinas de los restaurantes, en los estacionamientos de Home Depot, hacinados, tratando de ganar algo de dinero, malviviendo, a merced del oportunismo de un Trump o de la crueldad de la milicia de los rancheros de Arizona.

Todos han perdido algo: país, familia, la esposa, la infancia de sus hijos, un compañero de viaje. Huyen, sin distinción, en busca de mejores oportunidades. Huyen de sus políticos, de los fanáticos, de la miseria que los rodea. Algunos mueren bajo la cobertura de la gran prensa; otros, se ahogan a solas, o son enterrados en el desierto. Pero nada puede detener a los que huyen de males mayores.
Al hombre, entonces, ya no le quedan hijos, solo dolor. A otros, les quedan todos los motivos para seguir huyendo, y la esperanza de llegar a alguna parte.

Suerte para ellos.