lunes, 30 de marzo de 2015

El gatopardo maúlla en el Trópico

El oportunismo político fue descrito de manera sucinta y magistral en una deliciosa frase, incluida por Giuseppe Tomasi di Lampedusa en su libro “El Gatopardo”, y que resume la esencia de toda una filosofía de endeble ética y lamentable eficiencia: "Si queremos que todo siga como está, necesitamos que todo cambie"

Hay que admitirlo: es esa una declaración de gran contundencia; invita al regodeo intelectual, a un asombrado coro de ´¡Aaahhh!´, a la complicidad de un guiño de entendidos.

“Escuchadme entonces”, -y aclárese la garganta con un corto carraspeo que ayude a crear una cierta expectación- “si me permiten, les digo algo: si queremos que todo siga como está, necesitamos que todo cambie”. Y observe las expresiones de los que están a su alrededor.

Decir algo así en lugar y momento adecuado, ganará de inmediato la admiración de los que piensen que Usted ha tenido una epifanía, y que se le acaba de ocurrir ese sutil concepto; retorcerán sus mentes sus recién adquiridos admiradores, desdoblando la idea, descubriendo, asombrados, que en apenas una oración Usted ha diseccionado y expuesto el ancestral arte de ser un estratega de escasos escrúpulos; Qué hijo de puta más inteligente, se dirán, y estarán orgullosos de ser sus amigos.

Puede ser también que, entre los que le escuchen lanzar esa perla de sabiduría, haya quien ya la conociera –aun cuando no haya leído al desafortunado Lampedusa, que, por cierto nunca supo cuán famosa sería su obra, pues se la rechazaron en vida y se la publicaron tan solo postmortem-; esos enterados asentirán con gravedad, con sus mejores caras de por supuesto, evidenciando que, coño, claro que sí, gatopardismo, yo sé lo que es eso, y de esa manera treparán a la carroza de erudición en la que, Usted, que quizás sí se leyó el libro –o no, pero da igual-, pensaba que se iba a pasear solo y triunfal.

Es una idea esa –la del gatopardismo y, pensándolo bien, la del paseo en solitario también- que a un político, cuyo fin supremo fuera permanecer en el poder a como dé lugar, le debe parecer el resumen de sus anhelos.

Ahora imagine Usted -de nuevo, y si no le es molestia- que ha pasado medio siglo dictando su voluntad, haciendo (barbaridades) y deshaciendo (la nación), y que de repente el peso de tanta basura acumulada hace que su agrietada barca comience a hacer aguas –aguas caribeñas, en este caso-; que en ese momento aciago aparezca entonces un Lampedusa isleño –o exiliado en tierra firme; pululan- y que le coloque a Usted en la mano la hoja de ruta de una continuidad maquillada; que le diga, con aire docto y seriedad de circunstancia que, “Si queremos que todo siga como está, necesitamos oposición leal”

¿No sería Usted el dictador más feliz del mundo? Estoy seguro que sí lo estaría; más feliz que un tonto con un lapicero; más contento que un cerdo en un lodazal; ufano como un tirano al que sus víctimas le han extendido, sin que siquiera lo haya pedido, un certificado de legitimidad.

¡Qué regocijo, carajo! Y todo gracias a esos aspirantes a gatopardistas decimonónicos, trasplantados acá, al siglo de la conectividad, al entorno de aquella isla mustia, tan ajena a itálicas sutilezas de daga y ponzoña, y tan afín al machete y la mazmorra; país este donde, en realidad, para que nada permanezca igual, es necesario -imprescindible, impostergable, urgente, decente- que todo cambie.

La doctrina lampedusiana quizás se escuche inteligente en cátedras, cónclaves y tertulias; es posible incluso que funcione en lugares que ya funcionan, donde sea la máxima socorrida de asesores y estrategas de la infamia, la vedette que anime la petit politique y a sus practicantes. No lo dudo.

Pero esa frase vertebral del gatopardismo se quiebra, se derrumba, y fracasa, allí donde las cosas están tan graves que todo debe ser hecho otra vez; no funciona allá donde es imposible conservar el estatus quo porque, de hacerlo, eso sería miserable, injusto, amoral; más amoral aún que el gatopardismo per se.

Son dos soles que alumbran diferente, el de los olivares sicilianos y el de los campos de caña cubana. En la isla que zozobra, la paradoja tropicalizada de Lampedusa es lastre y no salvavidas. Allí, urge que todo cambie: la gente, las ideas, el intelecto, el músculo, el discurso, el método. Y después del cambio, nada debe quedar igual.

Hay que estar atentos entonces a los gatopardos; son fáciles de divisar, pues sus ronroneos y maullidos delatan sus andanzas de vasallaje. No es eso lo que se requiere en estos tiempos; Cuba necesita otra Cuba, y no reformistas, de medio pelo, jaspeado y lustroso, de leopardo sin dientes y amaestrado.

sábado, 28 de marzo de 2015

Cómo se sabe que es sábado otra vez

Estoy en la sala, tomando un café, leyendo, o escribiendo, inquilino de la frágil burbuja de silencio y paz de la hora. Mi hijo sale de su cuarto arrastrando una almohada; me saluda, me da un beso, y se va a mi habitación a acostarse en la cama con la madre que duerme.

45 segundos más tarde aparece otra vez.

“¿Qué pasó?”

“Mamá me botó del cuarto, dice que la deje dormir… ¿Puedo jugar Wii?”

Etcétera…

viernes, 27 de marzo de 2015

Revelación de viernes, sweet viernes

No sé cómo se habrán nombrado las cosas; si las esposas, esos hierros que atenazan las muñecas y coartan libertades, fueron primero que las conyuges, o si fue el caso contrario, tan ominoso y alertador.

Lo cierto es que los esposos solo somos consecuencia...

Niebla

“ … (allí) habita Uno que habla con las brumas matinales que suben del mar…”
La extraña casa en la niebla: H.P. Lovecraft


La niebla es buena idea.

Sutil, se encarga de suavizar la realidad; es duermevela, nube descarriada, aire adornado. Desdibuja lo cercano, escamotea lo de más allá; abraza.

La niebla, que es una droga blanda.

Allá en las islas no hay nieblas: sólo hay neblinas. No es lo mismo; una neblina es una pálida caricatura de una niebla del Atlántico Norte. Vamos, ni siquiera suena igual; neblina se escucha como obligación, cosa maligna, pasajera, demasiado húmeda, maldición de mañana de hierba mojada, y un surco de fango rojo esperando tras la frágil nubecilla. A la neblina, demasiado tropical, le falta magia.

Pero la niebla es otra cosa; por derecho propio, es el caldo natural para monstruos y pesadillas: caminarla es, por demás, placer reservado a conocedores. Es bálsamo, vehículo, marco y pintura; es íntima por naturaleza: tan misteriosa, que tiene los ojos rasgados.

Andamos escasos en español de piropos para ella: apenas dos o tres vocablos la rozan. El inglés, sin embargo –por ser ese engendro bastardo de sajones, normandos y vikingos, acunado en las frialdades del Mar del Norte-, sabe hablar bien de la niebla; le dedica tantos nombres, a algo que pareciera ser siempre igual –pero que no lo es-, que me hace pensar que los caribeños nos hemos perdido algo importante -otra cosa más- de la vida de acá afuera.

A algún despistado la niebla le puede resultar un heraldo de desgracias, tal vez porque es devoradora de sonidos, asesina de colores, el pozo oscuro de donde salieron sagas, leyendas, historias terribles.

Como los drakar, que emergían de ese abismo blanco, al saqueo, y a él regresaban, los guerreros-remeros hediendo a sangre ajena y sudores de hembras violentadas: sabían esos bárbaros que no hay glamur en degollar bajo la transparencia cegadora de un aburrido mediodía de verano. Tal es así que, sin la niebla, el Canal sería de La Luz, y no de la Mancha, y Jack el Destripador solo hubiera sido un frustrado masturbador en una buhardilla solitaria.

La niebla, pues hoy es espesa; se arremolina en mi camino, se traga autos, y los vomita casi frente a mi; niebla algo hija de puta esta. Me abro paso en ella, a paso lento; me voy a la costa, a ver como no se ven las marismas, escondidas en la marea, sofocadas por tanta nube a ras de agua.

Tomo un par de fotos: demasiado planas; las observo, decepcionado, a la luz intrusa de la lámpara de mi escritorio. 

Quisiera poder traerme acá a la mesa un poco de esa niebla atlántica; que se enredara en mis pies, que me hiciera un guiño de complicidad, y me contara entonces algún secreto, de prisa, antes que el sol indiscreto la fulmine.

Que me dejara además, escrita en el aire remoto de donde llegó en la madrugada, una pista, para poder encontrarla otra vez; me gustaría contar con esa promesa, antes de quedarme solo, pegado al suelo, en este otro día, tan cualquiera, que ya está a punto de ensuciarse de tanta luz..

jueves, 26 de marzo de 2015

Revelación de jueves neblinoso como ciertas ideas

Las expresiones comida orgánica, tocino libre de gluten, pollos felices porque se crian fuera de jaulas, y sociedad civil, tienen en común la falta de sentido.

Miedo

¿Quién dijo miedo?


El miedo aparece de sorpresa, como una mala noticia en lo más espeso de la madrugada.

Se acomoda, pernicioso tumor, en algún sitio entre abdomen y pecho, y ya no se va más. Lo que sigue, entonces, es de por vida; un forcejeo, una pulsada entre hay-que-hacerlo y la resignación; palidecer, apretar los labios, cerrar los puños, pelear, y, si se tiene suerte, ganar.

El miedo, sin que quepa la menor duda, es un hijo de puta color verde flema.

Los hay simples -miedos básicos-; como al agua oscura, que me aterra. Navego sobre ella, evito mirarla; algo me observa desde allá abajo, y me jode pensar en ello.

Luego están otros -miedos feos-, los de la voz baja.

O alta, que es igual; el tono que baja –o sube- cuando pregunto cómo está la sempiterna cosa, que si es verdad esto, o aquello, y sube –o baja- la voz, para hacerme callar sin acallarme; bien, todo bien, gritan -o susurran-

Los hay peores –miedo terminal-; el pavor, el de coño, esto no es por lo que yo luché, qué miedo, coño, qué miedo, ¿será verdad que es verdad que me equivoqué? Y el desparapajo que  hace atusarse entonces el bigote; decir, con asombroso aplomo y grave solemnidad, que no dejan ver -¿o sí?- el frío que le atenaza los intestinos, tú no sabes de lo que estás hablando.

Pero yo sí sé.

Yo tengo miedos –tantos-; a no vivir el tiempo que necesito, que es uno de ellos; al espanto que siento al pensar que le espera a mis hijos, que es otro.

Me acosa alguno –un miedo ajeno-, que conocí cuando me deshice de aquellos otros, propios y terribles; cuando aprendí a pensar otra vez, y decidí que debía hablar –o escribir- sobre la mole decrépita que está sentada sobre el endeble pecho de la nación, cebándose en secuestrar mentes, dedos y lenguas.

Es ese un miedo -miedo triste- por los míos; por pensar que, por dejar de temer, ya ese tótem obsoleto no me dejara ver otra vez a esa mi gente, a la de voz baja –o alta-, la que se quedó con los miedos que yo deseché.

Miedo tengo, además –miedo impotente-, a que siga ahí esa mole ruinosa, por otro medio siglo, por siempre, sin que los cubanos siquiera sientan el peso vil, de tan acostumbrados que están a ella.

Miedo siento también –miedo asombrado- de que haya gente que aún la apuntale, a esa fétida aberración; que dan lástima, porque no tienen siquiera la lucidez suficiente para sentir el miedo que necesitan con tanta urgencia.

Y está el que me aterra -el mayor miedo de todos-; de que llegue esa maldita vez en que ya no haya nada que temer; porque es muy posible que entonces, para mi mal, ya no estarán para responder a mis eternas preguntas –y por fin, sin miedos-, esas voces bajas –o altas- que amo, y por las que tiemblo.

miércoles, 25 de marzo de 2015

De la futura "Breve historia de Humanidad de Internet"

"Teníamos las palabras, y entendíamos; después fueron las abreviaturas, y nos preguntábamos cómo era posible que lmao y Lol fueran palabras; entonces, un día, aparecieron rostros de caricatura, para sustituir las emociones, y figuritas animadas de que imitaban poses de humanos, para explicar los sentimientos. 

Fue entonces que los teclados se volvieron obsoletos; se dejó de escribir, de leer, y las personas olvidaron como reir. La siguiente generación nació con menos músculos faciales, sin cuerdas vocales y con solo dos dedos en la mano derecha..."

Revelación de día que, se sabe, es atravesado

Nuestro vino no es agrio porque no es nuestro vino: es -para nuestra suerte- frances o español.

martes, 24 de marzo de 2015

De cómo nace un cuento

“Papá, dice mamá que tú escribes cuentos…”

“Ujum…”

“Hazme uno…”

“No, son cuentos para adultos…”

“¿De Cuba?”

“Pues… a veces sobre Cuba”

“¿Y de niños de Cuba?”

“Uhmm. Bueno, a ver: este era un niño, que vivía en una loma, en un lugar llamado Santos Suárez…”

Crónicas concretas de un paraíso abstracto

"Cuba te espera"
Visto en un poster, hace mucho tiempo


“Un millón de turistas en Cuba hasta el momento”

Visto en OnCuba, ayer


Yo estuve allá, me dice sonriente, nos fuimos, yo y unos cuates, a celebrar mí despedida de soltero, y…

Y de repente se percata de que estaba a punto de contarle a un cubano, que según él pos no pareces cubano, cabrón, pero que sí lo es, cabrón, que sí lo soy, cubano, hasta el fondo, hasta aquel el más oscuro, el que guarda las cosas más olvidables, se percata, decía, se sonroja, se arrepiente, pues ya me iba a contar de sus andanzas, y las de sus cuatachos, con mis paisanas, las asequibles putas, además de exóticas, ingenuas, baratas, pero para mi buena suerte el muchacho, que es más bien un habitual de Las Vegas, Lake Tahoe y Nueva York, tuvo el buen tino de mutilar, justo al nacer, el relato que a él le resultaba gracioso de detallar, interesante de contar, pero que a mí me iba, como siempre, a hacer sentir esos fútiles deseos de salir corriendo a otro lugar, a otro momento, donde no tuviera que escuchar por jodida vez enésima la misma triste historia de los turistas que se van de putas a mi país.

...y la pasamos bien, pues, concluyó misericordioso; conversamos entonces sobre autos, precios y créditos.

Carajo. El país de mi sueño debería ser diferente.

Las calles estarían limpias, las casas pintadas en colores vivos, adecentadas, sin tanta reja; flores en canteros, en lugar de gente astrosa sentada en los quicios. Sin que alguien se te acerque y te diga un meloso ¡Hola!, como si de verdad te estuviera saludando -Turista, esta es tu casa-, examinándote con esa fría mirada que está calculando cuán comemierda eres a ver si te puede vender una cosa de barro y unos llaveros kitsch por cinco billetes de esos que allá usan, y recomendar, además, como quien no quiere la cosa, el mejor restaurante, mira, ese cochero te lleva hasta allá, cadena marchante-cochero-restaurantemediocrequepagacomisión, mientras lo que yo quiero es tan solo caminar en tranquilo anonimato, como lo hacía cuando todavía no era turista en mi país; dejarme llevar por la casualidad, mirar con otros ojos mi ciudad, respirar el aire de la bahía, -brisa que sigue siendo el mismo bálsamo salino que alivia a La Habana de la peste a mierda-, sin que un tipo que se cree muy hábil me esté observando a ver en que costado me va a clavar los dientes para llevarse un trozo del patrimonio que vine a gastar con, para mi familia, no con, para alguien que me dice un ibérico ¡Hola! -que suena tan falso como el manchón de belleza de La Habana Vieja-, y a quien en realidad le importa tres cojones si te sientes o no bienvenido en las calles que pensabas que todavía conocías.

Debía ser diferente, me decía ella, y no que unos pantalones usados y unos jabones puedan ser un regalo, y los ojos se le abrieron como platos asombrados; vamos, que uno va de turista, no de pinche santaclós, pero ya que regalas, pues, chingao, ¿ropa vieja y pinche jabón?

Vámonos el fin de semana a Cuba, a tomar mojitos, me dijo que la había arrastrado su amiga aventurera, a una vacación dentro de otra vacación, del Ritz-Carlton al Tritón, La Habana en ruinas acurrucada en el regazo glamoroso de la zona hotelera de Cancún, una hora de vuelo, casi un fin de semana, oye, Bodeguita, La Habana Vieja, un bailecito, salsa, órale pues, langosta en el Floridita, el mesero acicalado con pinta de latin lover amateur, que les coqueteaba a las dos mujeres que lo escuchan, primero divertidas, casi halagadas, más tarde molestas, porque no pueden comerse la puta langosta en paz, ahora que este chamaco casi se les sienta a la mesa, en la mesa, a pedirles que se casen con él, que lo saquen de allí, por favor, casi que perdemos el apetito, se quejaba, pinche langosta carísima y el pinche escuincle jode que te jode, no mames, ¡quéeseso!, bueno, pero qué te cuento: tú conoces tu país.

Debía ser diferente. El país, mi país, el natal, que a pesar de los pesares sigue teniendo cierta magia; se le escapa ese detalle quizás a los que allá están ocupados en sobrevivir, pero seduce todavía a algunos visitantes, que ven el bosque, pero no saben del difícil oficio de los árboles, el de la gente, atrapada en un lugar absurdo que, con imaginación, hasta pareciera paraíso, todavía virgen de MacDonalds y gordos despistados.

Arriban entonces legiones de aviones preñados con asombrados turistas; ¡llegamos al millón!, anuncian ufanas autoridades y voceros, que ya renunciaron a contar angustiosas toneladas de azúcar y ahora prefieren contabilizar personas, de esas que aparecen a olfatear el exotismo de un país en harapos, anclado en dos o tres épocas diferentes, y ninguna contemporánea; personas que –algunas- regresan otra vez, enamoradas de cosas buenas y bellas; otras, que retornan a por culos de a veinte CUC, o a que los sodomicen por una cena.

¿Estás loco, cabrón?, me respondió azorada mi amiga, mientras se vestía frente al espejo, Pos no, oye; la verdad, no: claro que no vuelvo otra vez… Allá tú, pues, que tienes que ir por obligación.

domingo, 22 de marzo de 2015

Revelación de domingo que amaneció ya sin nieve

Una buena idea, sin un buen remate, pierde la mitad de su fuerza.

Sin embargo, eso no quiere decir que se haya tenido una mala vida tan solo porque, al final, no hay otra manera de terminarla que no sea muriéndose.

sábado, 21 de marzo de 2015

Una gota atraviesa el parabrisas

Arranco el carro, y me voy manejando calle abajo.

Una cuadra antes de llegar al semáforo, una gruesa gota trepa al borde inferior del parabrisas del auto, y sube, reptando veloz. Deja tras de sí un sinuoso rastro húmedo, llega agotada al borde superior, y desaparece. El transparente y brillante trazo adelgaza con rapidez y se desvanece. La luz roja me detiene.

Eso es calculable, me digo.

Tendría que conocer, claro, en primer lugar, la tensión superficial del líquido, que obviamente no es agua, sino un poco de esta, con la adición de líquido limpiador del parabrisas, sales descongelantes que han caído sobre el carro, y alguna pizca de mierda de gaviota. O sea, una mezcla cuyas propiedades no están ordenadamente tabuladas en ninguna parte.

Luego, necesito saber la masa inicial de la gota, más la velocidad crítica que la hizo moverse –o sea, la velocidad crítica que alcanzó el carro-, y así conocer la fuerza que, en el equilibrio, sería igual a la masa de la gota por la gravedad por el coseno del ángulo del parabrisas, dato que tampoco conozco.

Me hace falta enterarme también de la velocidad inicial del viento -llamémosla Vo-, pues preciso estimar la variación de la turbulencia con la aceleración; además, me hace falta conocer la temperatura del aire, y del líquido, por aquello de las viscosidades.

Aun me faltaría el coeficiente de rozamiento del vidrio, y tener en cuenta que la gota comenzó con una masa inicial Mo y terminó desapareciendo, o sea Mf =0, así como que su movimiento se inició a una velocidad crítica Vo, ya mencionada, pero que también el carro siguió acelerando, y que después desaceleró, por lo que la velocidad primero aumentó, y después disminuyó y con ello también varió la fuerza de empuje, por lo que ahora tenemos variación de la turbulencia con la velocidad, que hizo que el recorrido de la gota no fuera recto, y que su velocidad de desplazamiento por el cristal no fuera constante; una delta Masa de la gota de agua, que fue de Mo a cero, y una velocidad del aire que va de Vo, a una V máxima, a Vf –final- y nada de eso varía necesariamente de manera lineal.

O sea, que si se quiere describir por qué la gota atravesó el vidrio como lo hizo, y asumiendo que no se esté dejando fuera algún factor de esos que hacen que los puentes se caigan, se colocan todos esos datos en un sistema de ecuaciones, probablemente diferencial y…

El claxon del carro a mis espaldas tronó con exasperación, desesperado porque yo acabara de moverme con la luz verde ya iluminando el semáforo.

Creo que tengo que dejar de observar las cosas que suceden en el parabrisas.

viernes, 20 de marzo de 2015

El cubanísimo oficio de irse alguna vez

Harto ya de estar harto…

Serrat


Mi amigo es una roca en los rápidos de aguas blancas.

Tiene esa excepcional ecuanimidad, el común y buen sentido, tan difíciles, se sabe, de encontrar en calles y redes. Para colmo, él hace que parezca fácil ser de esa manera. Se le dan esas cosas, a mi amigo, de manera natural: siempre tuvo, ya de adolescente, la mejor idea; dueño, además, del nato ojo certero para reconocer hideputas, y del eficiente y oportuno puñetazo para acabar con rapidez conflictos y maledicencias. Mala comida tu socio, decía mi hermano sonriente.

Amigo a ultranza, de esos que, si se tiene una suerte de fábula, llegan a ser dos o tres, a lo sumo; de los que escucho caminar aquí, a mi lado, a 2500 kilómetros de distancia. Y hoy, él me escribe.

Me cuenta de la muerte de la madre; ocho años apagándose la callada señora que nos servía el peor café del mundo mientras jugábamos dominó en el portal de una casa minúscula en una calle moribunda en las Alturas de La Lisa. Me habla del hijo, que casi se gradúa; de la esposa, ansiosa, dispuesta a otros aires. De la inminencia de la partida –ya casi brother, ya casi-, de la hermana queridísima que, al final de la larga batalla perdida de antemano, cerró los ojos de la madre, y que ahora se va, también, a reunirse con el hijo exiliado.

Me habla de otros amigos, de los que se habían marchado antes, que se han divorciado, que se casaron, de nuevo; que se eclipsaron y se disolvieron en la abulia de lo cotidiano, más nunca me ha escrito el muy singao, me cuenta contrito mi amigo.

Recuerda, y yo sonrío, que todos se fueron, y yo me quedé, tú sabes, tú me conoces; yo te conozco, claro que te conozco: lo serio que te pusiste cuando hablábamos de que todo era, ya sin que cupiera la menor duda, una tremenda mierda, y para colmo llovía, como llueve allá, un mar de lluvia, empapado en el sidecar de la estrepitosa moto rusadelcoñoesumadre, volando por la carretera, a Baracoa, y de vuelta, y me voy, brother, me voy, sin juzgar a nadie, porque se quede, o porque se vaya, sin retorno concebido, amén; así éramos, así somos, mi hermano, carajo, mi socio del alma.

Y así resulta, entonces, que ya, casi al final, nos hemos ido casi todos.

Antes, más tarde, después; ya no importa. Nos fuimos desprendiendo, como frutos asustados, de un árbol que se ha ido pudriendo, aprisa y sin pausa, cayendo lejos a veces, otras casi a su sombra. Tundra, desierto, la pampa, el pantano, la playa, Moscú y Cancún, insisto, da igual. Nos fuimos, bro, por suerte, para nuestra tristeza perenne, pero, la verdad, tampoco importa: había que irse.

Mi amigo es entonces una roca que al fin se salió de su nicho, y se va a dejar arrastrar por la turbulencia de la corriente, hasta que encuentre otro asidero.

Le llegó su momento, porque son estos los tiempos cubanos que aún no se acaban, los que llevan ese signo, la marca inevitable, la de nuestro arte mayor: el definitivo oficio de irse, por fin, de una vez, y sin mirar atrás.

jueves, 19 de marzo de 2015

De la baba

Después de un par de décadas durante las cuales fueron cercenados los lazos familiares entre los cubanos que se fueron y los que se quedaron.

Después de tantos años durante los cuales madres, padres hijos, hermanos, murieron sin haber podido verse de nuevo

Después de todo este tiempo de secuestro de los derechos de los cubanos a viajar, a hablar, a expresarse con libertad.

Después de tanto chantaje que hace que, por ejemplo, gente como yo tenga que usar un seudónimo para decir lo que tienen que decir so pena de no poder entrar al país de porquería donde aún me queda familia y que alberga tanto dolor y arbitrariedad, entonces viene un artículo en OnCuba que descubre agua tibia y se rasga las vestiduras, porque a los médicos cubanos el desgobierno los amenaza con excomunión y no sé que más si no devuelven a sus familiares a Cuba.

No jodan...

A flor de piel

El pasado día de San Patricio celebramos en mi trabajo con una bandeja de corned beef y otra de col hervida y papas.

Mis colegas, mongrels ítalo-daneses-noruegos-holandeses-judíos-irlandeses, todos descendientes del orgiástico melting pot americano, vestían alguna pieza de color verde hoja de trébol; estaban tan entusiasmados como yo -mongrel caribeño, celtíbero-catalán, quizás con una salpicada berberisca- ante la inminente comelata que era, para colmo de placeres, gratis.

Alguien, ajeno al grupo, pasó entonces por el caldeado pantry, saludó a todos, me miró sonriente, y me dijo, “Hey, the Irish… and you!”

Mi generador de respuestas hipotéticas colocó de inmediato en el disparador la más fácil y procaz, “¡Siii, sólo faltan tú y tu madre!”, decía que debía yo decir.

Imaginé entonces un supuesto y bullicioso convite entre cubanos, sentados ante un par de bandejas rebosantes de crujientes tostones rociados con mojo de ajo y chicharrones ribeteados con dulce y transparente grasa, celebrando, ya que no tenemos un día de jolgorio por el orgullo iberoamericano, vamos, ni siquiera una efemérides nacional que valga la pena, pues celebrando cualquier otra cosa, y que en el grupo estuviera un ocasional americano, observando azorado los múltiples y simultáneos diálogos, acentuados con aspaventosos gestos, intercambios a gritos, que le parecerían peleas cuando, en realidad, serían amigables conversaciones.

Entonces, alguien ajeno al grupo llega, saluda, lo mira, al americano, sonríe, y le dice, “¡Coñó, mira quién está aquí: ¡el yuma aplatanado!”

No creo que se diera el caso de una respuesta al estilo de “Fuck you and fuck your epletenedou!” En su lugar, el hombre, sin entender a derechas que le han dicho, quizás sonreiría, como lo hice yo, y se serviría un impronunciable plato de tostones con chicharrones, tan bien servido como el de la salinizada carne con col que yo me almorcé ese día.

Este país está crispado por un racismo implícito -nada de subyacente: está más arriba que eso-, camuflado en la falsa idea de ese mito fallido al que llaman melting pot. Hay, además, demasiadas personas que, cuando escuchan ´diversidad´, escupen al piso; hay demasiados guetos, copiosa estadística, abrumadora evidencia; hay millones de latinos viviendo acá, en el fondo del ranking étnico, y sin remedio a la vista.

Existe entonces una poderosa compulsión, generada por esa combinación de factores, que empuja, maliciosa, y que puede hacer que, de repente, se pierda la cordura, se eche a un lado el tino necesario, y que una persona, en otras circunstancias amable y razonable, se convierta con facilidad en un desagradable energúmeno, vociferante e irracional. 

Y con una febril paranoia instalada, traicionera, a flor de piel.

martes, 17 de marzo de 2015

Atole con el dedo

Dar atole con el dedo es una expresión mexicanísima donde las haya. “No me des atole con el dedo” es equiparable a la cubana “no me andes haciendo el bobo”, o inclusive a la cubanísima “no te creas que yo soy un comemierda”

Leía entonces el artículo, bueno por cierto, titulado “Prensa cubana: jugando con la cadena pero no con el mono”, publicado en La Chiringa de Cuba, y que es de lo más audaz que se puede escribir en Cuba, o mejor dicho, en Internet mientras se vive en Cuba, y pensaba, caramba, ¿cómo es posible preguntarse, en un mismo texto, qué sucede con la prensa cubana, a quién se subordina la prensa, quiénes trazan las políticas informativas en Cuba, y a la vez decir que el desastre del periodismo cubano sucede “A pesar de los apelos de la sociedad y de las críticas del primer secretario del Partido y presidente de los Consejos de Estado y de Ministros (…)” ?

Me recordó a aquellos que decían –decíamos-, cuando nos abrumaba la enormidad del absurdo cubano, que “Fidel no puede saber que esto está pasando…” Es decir, la culpa estaba, según ellos –nosotros-, repartida entre un enigmático grupo de funcionarios venales que mantenían al benévolo e infalible líder en la total ignorancia de cuán jodida estaba la nación y los cubanos –cuestión que, por cierto, finalmente descubrió no hace mucho el ex diputado a la Asamblea Nacional Silvio Rodríguez-

El caso es entonces que, eufemismos y sarcasmos aparte, y dejando, por favor, de darle vueltas al asunto, se sabe que, en primer lugar, en Cuba no se mueve nada que los dueños del país no permitan moverse y que, en segundo lugar, en Cuba no hay periodistas suicidas, ni periodismo.

Por tanto, ya de acuerdo en que nada ha cambiado, y que el terreno más seguro sigue siendo reportar sobre cosechas y tubérculos, sería buena idea entonces no andar con el dedo untado con atole para darle a otros o, lo que es peor, a sí mismo.

viernes, 13 de marzo de 2015

Unos amigos se van

Toma tu mula, tu hembra y tu arreo…


Se van, unos amigos.

Como si fuera poco, son además buenos amigos.

Él, un uruguayo recio, más italiano que español, repleto de ideas y sueños, con un cáustico sentido del humor y una tabla de surf tras la puerta.

Ella, una vasca etérea, más hippie que española, dueña de todas las palabras amables, de risa fácil y sonrisa transparente.

La hija, con la extraña mirada amarilla del padre, el alma de mariposa de la madre, sentada en posición de loto en una roca del Central Park; el hijo, fornido, con los ojos asombrados de la madre, la natural audacia del padre, volando en una patineta por senderos y cuestas. Y mi hijo con ellos.

Andariegos, inquietos: de España, a Canarias, luego a Italia, Nicaragua, Costa Rica, Estados Unidos, Nueva York, Williamsburg, Manhattan. Y ahora de nuevo a España, al País Vasco, al mar.

Nueva York, pues hizo con ellos lo que con todos: los dejó arrimarse a una de sus tetas, y entonces les lanzó un mordisco.

Atrapados entre la imperiosa necesidad de mamar, y los dientes de la perra más puta y deliciosa que haya, mis amigos echaron su pelea; quizás la perdieron, o se cansaron, o simplemente es su momento de seguir viaje; a ciencia cierta, no lo sé, y ni siquiera es importante. Sólo sé que se van.

Nos dejan un par de montones de tardes de playa y museos, largos días de paseos atropellados, y algunas –demasiado pocas- noches de vinos, carnes, quesos, tortillas vascas, mollejas (mochejas, ¿mollejas?, sí, mochejas…); sabrosas veladas de historias delirantes, y risas hasta el amanecer.

Se llevan, pues todo lo demás.

Se marchan entonces mis amigos; quizás lo único que podemos regalarles es toda la suerte, para que los ampare en su regreso al camino.

Y un abrazo. Un gran abrazo, para irnos un poco con ellos, con mis amigos, que se van.

(…) y busca otra luna
Serrat

miércoles, 11 de marzo de 2015

Una cosa que los cubanos pueden hacer para que, por fin, pase algo

Un artículo del señor William M. LeoGrande publicado originalmente en The Huffington Post, y reproducido en OnCuba, se titula “5 cosas que Cuba puede hacer para acelerar la normalización de las relaciones con EEUU”, y trata sobre eso, sobre listar 5 cosas.

No es mala la intención del artículo.

Tampoco son del todo malas las ideas del que lo escribe, aun cuando puedan ser impracticables, o ineficaces, o ambas cosas; pero es, al fin y al cabo, sólo una proposición. Pienso que inclusive pudieran listarse 10, 15, 30 cosas más por hacer, si se tratara sólo de eso. Pero, digo, pero… en fin, veamos:

En primer lugar, no es Cuba la que puede hacer algo; Cuba es un concepto muy general compuesto por partes divorciadas, disfuncionales, y cada una de ellas tiene cosas muy diferentes de las que encargarse.

Es el desgobierno cubano, por ejemplo, es el que tiene que hacer algunas cosas, no muchas, por cierto; ni siquiera creo que lleguen a 5; solo una, quizás. A los cubanos, a los de adentro, les tocaría entonces hacer todas las demás; una sola, probablemente.

Cuba, como nación, como desafortunado trozo de tierra asfixiada, entre otros, por un calor de espanto,, es sólo una víctima, no un actor; es en todo caso un páramo, un escenario en ruinas, que apenas sobrevive a los dirigentes y dirigidos que alberga. Y no se le puede pedir más, a no ser que sea que se hunda en el mar, como le sugiriera el trovador en un momento de revolucionario paroxismo.

Entonces, la primera “cosa por hacer” que sugiere el artículo, es enviar una “amplia y representativa delegación de la sociedad civil (cubana) a la Cumbre de Las Américas”.

Que vayan para allá, dice el autor, de la mano, quizás hasta en el mismo avión, digo yo, tirios, troyanos; que sea aquello una representación de la “robusta sociedad civil” (¿?), que le asegure a los Estados Unidos (¿¿??) que es realmente representativa la supuesta delegación; que no se limite la participación a opositores y a organizaciones paragubernamentales -¿quién más va en ese feliz viaje, entonces, pregunto yo?- y seguidamente, dice el autor, que debe ir también nada menos que el más tibio de los tibios: la Iglesia.

Ya impulsado loma abajo, continúa y dice que el Estado cubano, el más tirano de los tiranos, y la dicha Iglesia, deben convocar a todos los grupos y puntos de vista para que allá vayan en feliz comunión, y no eclesiástica precisamente, a demostrar –al gobierno de los Estados Unidos, dice de manera implícita, hazme tú el favor- no sé qué exactamente.

En fin, ya lo decía: el asunto es que no parecen ser del todo malas las ideas, sino que no parecen ser del todo buenas.

Avanza entonces el artículo, desgranando propuestas, esta vez de que Cuba (otra vez) debe cooperar con la Cruz Roja, con el Consejo de Derechos Humanos de la ONU, debe ampliar el acceso a internet –y se me ocurre que la disidencia de la conectividad pudiera ir también a la Cumbre de las Américas; al cabo daño no va a hacer, por ejemplo, acusar a la pobre ETECSA de tener los dueños que tiene-, y sigue adelante diciendo que el desgobierno debe facilitar el comercio del sector privado cubano (que no se llama así: se llama cuentapropismo, que en inglés quizás será “the selfisness”… ¿O no?. En fin, eso) con los Estados Unidos. O sea, que el generalato, descendientes y adjuntos deben compartir el pastel del que ahora se sirven con exclusividad y amplia cuchara. Cómo no, ya lo creo.

Culmina entonces la lista de las 5 cosas (debo admitir que esto del número 5 me produce cierta desazón) cerrando todas las posibilidades anteriores, y las futuras que adicionalmente pudieran ser incluidas tal vez en otro artículo, al proponer que Cuba, el desgobierno, los tirios, los troyanos, los tibios y los tiranos, trabajen, cooperen, nada menos que con los Estados Unidos en, go figure, reorientar los programas de democracia.

Vamos, es bienintencionado el señor LeoGrande, pero no sabe que mencionar democracia enfrente de la gerontocracia y sus larvas equivale a cagarse cubanamente en sus putas madres.

Siento entonces que debo acudir en su ayuda, y mostrarle mi propia cuenta, mi simplista y breve lista; me atrevo con toda humildad a sugerirles al autor, y a sus lectores, que consideren por favor mi propuesta:

Se precisa hacer una sola cosa, y es precisamente esa que el autor del artículo dice NO se debe esperar: que el desgobierno aproveche su poder asfixiante, desmantele el sistema político, y adopte la democracia electoral pluripartidista, y no por mejorar relaciones con Estados Unidos, no por un aplauso internacional, sino porque eso es lo que decencia demanda.

Y si así no lo hiciera el desgobierno –y no lo va a hacer-, entonces los cubanos deben hacer esa sola cosa que les corresponde: sacar a patadas por el culo a esa gente del poder.

Sin embargo, me temo, tampoco los cubanos van a llevar a término tamaña hombrada, por lo que sólo les quedaría, para su consuelo, “5 cosas que Cuba puede hacer para acelerar la normalización de las relaciones con EEUU”

Pensándolo mejor, quizás el autor del artículo no es tan ingenuo nada…

martes, 10 de marzo de 2015

Digresión en tiempo de (no) afiliación

Súmate, a mi actividad…
Juan Formell

Affiliare, afiliarse.

Alinearse, adoptar, asumir, tragárselo, hacerlo tuyo, pintarse de gris.

Afiliarse.

La paradoja más insensata, que habla de abrazar, cuando, en realidad, se trata de renunciar a la mayoría de las cosas.

Se afilia alguien; se mutila, se saca un ojo, pierde el sentido de la profundidad.

Se afilia alguien; se une al rebaño, a regocijarse del pasto uniforme.

Se afilia alguien; destruye la brújula, que no la necesita para caminar en línea recta.

Se afilia alguien; monocromático, renuncia a los sabores, y decide ser predecible.

Sin embargo, nos afiliamos; hay una necesidad humana de pertenecer. Al grupo, a la tribu, a la secta, al partido. Es algo que muchos padecen pero, afiliarse, digo, es aburrido.

Al feminismo, por ejemplo. Una unilateralidad tan absurda como el machismo; preferencia neurótica por la preponderancia de las mujeres, pero no porque sean la mitad que son de la humanidad, ni como la pareja, madre, amiga, la amante. No es el caso.

Se trata de otra cosa, algo que se recrea en la idea del matriarcado; una ideología arropada en un sexismo agudizado –que tampoco se refiere al sexo sabroso que une, sino a una extraña etiqueta que separa-. Es casi un culto de odio al pene, inclusive al erecto, donde la castración pareciera ser un acto de justicia.

O considérese la afiliación a la causa gay, que viene a ser lo mismo que la causa heterosexual, si es que existiera tal cosa; es decir, grupos de humanos reclamando que es un portento tener las preferencias sexuales que tienen, y no las otras.

La afiliación puede deslizarse con facilidad hacia algún extremo. Véase, por ejemplo, que puede suceder de confluir feminismo, matriarcado y causa gay. La primera consecuencia de dicha comunión es colocar una X para sustituir la letra que denota el género en los nombres y adjetivos. Las segundas, terceras, y las que siguen, pues pueden parecerle descabelladas a un no afiliado.

Una simbiosis como esa implica de cierta manera suscribirse a una hipotética sociedad andrógina, basada en un reclamo de igualdad que termina en discriminación de todo el que no pueda pasar por debajo de la X; una filosofía animada por desfiles de autoafirmación, donde la humanidad casi estaría abocada a la extinción si no fuera por la existencia de la inseminación artificial.

Digo yo, que las afiliaciones pueden llegar a ser un caso de estudio.

Como el vegetarianismo que, en cierta forma, es una involución.

Entre las particularidades que nos trajeron a los humanos a ser –aunque cada vez parezca más increíble- la especie dominante y de mayor desarrollo intelectual, la que señorea en la cima de la cadena alimenticia, está nuestra capacidad omnívora.

Tenemos un sistema digestivo que es una prodigiosa procesadora de productos bioquímicos; sin dudas, la más compleja y versátil maquinaria de su tipo. Tal es así que podemos ingerir prácticamente cualquier cosa, descomponerla en moléculas, convertirla en energía, almacenarla y utilizarla para vivir por varias decenas de años; tan consistente y eficiente es nuestro cuerpo que además convierte lo que no utiliza - y en menos de tres horas- en mierda biocompatible.

Creo que sólo los puercos pueden emular esa virtuosa omnivoracidad. Pero la evolución nos otorgó, además, pulgares opuestos en lugar de pezuñas, y la capacidad para hacer preguntas; por eso los puercos son nuestra comida, y no nosotros la de ellos.

Renunciar entonces a usar herramientas con destreza, a pensar con sentido común, y a comer de todo - y con medida-, no parece ser una buena idea.

El ambientalismo también es otra de las afiliaciones de moda. En ese modus vivendi se incluye, desde la loable preocupación por no derrochar agua, por ahorrar electricidad, por reciclar la basura, o disminuir la “huella del carbono”, hasta el agresivo discurso y acto a la Green Peace.

Por cierto, por esas incompatibilidades implícitas en las afiliaciones, un vegetariano no pudiera ser un ambientalista cabal, pues la composición de sus pedos los coloca, junto a otros herbívoros y rumiantes, entre los mayores emisores de gases de invernadero.

El atrincheramiento étnico es otra de las afiliaciones la mar de complicadas.

Quizás su consecuencia más simple e irrelevante sea vivir en un gueto –físico y mental- donde se acabe vestido como un mamarracho, mascullando jerigonza y escuchando pésima música; la más seria, puede ser detonarse con una bomba en medio de un mercado repleto de mujeres y niños.

Es terrible la fatal facilidad con que se puede pasar de afiliación a militancia, el caso patológico del alineamiento.

Demócratas, republicanos, comunistas, jihadistas, Opus Dei, políticos, budistas, animistas, idólatras, monjes, sacerdotes, cientólogos, mormones, santeros, fundamentalistas, la poderosa curia, la grey obediente, los extremos, el centro, los No Alineados; anarquistas, filósofos, PETA, fanáticos, aficionados y diletantes; los que sienten que acaparan la verdad, privilegiados oráculos en un universo que, sienten, no los merece.

Los que propugnan el igualitarismo, y una demagoga pasión por una supuesta austeridad, como si tuviéramos segundas oportunidades para vivir bien.

Los que blanden personas alfa, dinero, xenofobia, nacionalismo a ultranza, la gran minoría.

Los indignados, los progres, que despotrican contra el capital y sus males, mientras se dan el lujo de acampar por semanas en lugares públicos, sin trabajar ni ganar el sustento, dejando tras ellos montones de basura y un parque cagado.

Los ateos, que creen en que no creen, y se lo creen tan en serio, que parecen estar llenos de dudas.

Los religiosos, creyendo que alguien está a cargo de sus causas y soluciones; que condenan las prácticas homosexuales y los abortos feministas por principio, y el reclamo de los ambientalistas por blasfemos, pues a qué preocuparse por el destino, si los caminos del señor son inescrutables. Y rectos.

Las afiliaciones son muchas. Nos rodean, nos retan, nos tientan a levantar la mano y la voz, nos conminan a vestir un uniforme, a sumarnos a una idea, y restarnos de todas las demás.

Sin embargo, para nuestra suerte, no todo es turba, grisura y bandera.

Existe también la gran alternativa de preservar la individualidad, esa que hace grandes a las sociedades más exitosas; se puede cultivar la independencia, tan inherente a nuestra naturaleza de animales autónomos.

Si se tiene la libertad de hacerlo, existe esa opción maravillosa de no afiliarse a nada, a nadie, la que propicia que uno se encuentre, al final del día, a la hora del recuento, a solas consigo mismo.

Y si fuera esa su elección, como lo es la mía, créame que va a necesitar mucha buena suerte.

Y que Dios, entonces, se apiade de Usted.

domingo, 8 de marzo de 2015

Una consideración sobre una no-respuesta a una no-pregunta

Hace unos días escribí una opinión, que titulé “La fusta, la bota y la mala idea”, sobre un artículo llamado “Cinco horas y 73 días después” que publicó Jorge de Armas en “Progreso Semanal”.

La escribí, esa opinión, y la publiqué, al calor de la lectura de ese artículo de JdA que me pareció –y me sigue pareciendo- lamentable. Sin embargo, a posteriori, pensé que no debí yo haber publicado ese texto, pues cuando se escribe juzgando con rigor una opinión ajena, se debe mirar a la cara a esa persona, y mostrar la propia.

Pero para ese momento en que decidí que la publicación de mi texto no había sido una buena idea, ya no había remedio: mi artículo ya había sido difundido y comentado en varios lugares, y no había manera de darle vuelta atrás.

Le escribí entonces un mensaje privado a Jorge de Armas, donde le expliqué mi pena por lo sucedido, aunque no por lo escrito:

“Jorge,

Quiero decirte que lamento haber publicado mi artículo sin poder firmarlo con mi nombre real porque, si se va a hablar de alguien, hay que hacerlo así, de cara a cara. Estoy apenado por ello. No lo pensé a priori, y ahora pues ya no puedo darle atrás. Entiendo que no respondas y lo respeto, por eso te digo esto por privado, y aprovecho para decirte que no creo que seas un mal tipo; en mi opinión sólo estás con malas ideas detrás de una causa confusa, y quizás escuchando a las personas equivocadas. Suscribo entonces lo que escribí, y espero poder firmar eso y todo lo demás con mi nombre cuando mis asuntos personales en Cuba terminen. De paso te digo que por supuesto no tengo nada que ver con las opiniones que están escribiendo en mis posts personas que dicen te conocieron en Cuba.”


Envié ese mensaje, e incluí en él, de manera explícita que no esperaba respuesta, la cual, efectivamente, no recibí. Pero eso no era lo importante; sólo sentí que debía poner las cosas en la –según yo- justa medida.

Había dado por terminado el incidente, cuando leo entonces hoy, precisamente en el post de Facebook que me llevó en primer lugar al artículo de Jorge de Armas, un comentario hecho por este, respondiendo a una pioneril observación escrita por Arturo López Levy que, en un arranque de elocuencia, se aventuró inclusive en una segunda intervención. Los tres comentarios, relacionados al tema de mi artículo, se pueden leer a continuación en la captura de pantalla.



Debo decir, y es obvio para el que preste atención, que yo no escribo para ofender. Yo opino. Si a alguien molesta mi opinión, le ofrezco, aunque no vea la necesidad de hacerlo, una disculpa, y mi más sincera recomendación para que se atienda ese problema con un especialista.

Y no uso ofensas porque lo que escribo se vale por sí solo. No ofendo, además, pues es de pésimo gusto, de muy poca clase, decirle a alguien que es un tipejo, o un mediocre, aun cuando eso sea verdad. No lo hago. No es necesario hacerlo, de veras. No entiendo entonces por qué Jorge de Armas siente que lo ofendí, y no que argumenté.

Por otra parte JdA tiene toda la libertad, de estar interesado en hacerlo, en comentar en lo que escribo; no ya responder, por cierto, puesto que yo, en realidad, no le he preguntado nada.

Y si no comenta porque no le interesa hacerlo, pues no faltaba más, que no lo haga; no pasa nada. Se sabe que la realidad no se altera sólo por ignorarla.

Sin embargo, me resisto a creer que la razón para no comentar sea otra que la falta de argumentos, mucho menos esa pobre idea de que el uso de un seudónimo, que mantengo por razones personales que no viene al caso mencionar - y porque, en última instancia, así se me antoja- invalide en lo más mínimo lo que escribo.

Mi discurso y mis argumentos no van a cambiar un ápice el día –que va a llegar- que firme ese texto que escribí, y todo lo demás que he escrito y seguiré escribiendo, con mi nombre.

Mientras, a pesar de los pesares –ajenos- voy a seguir diciendo lo que puedo y quiero decir, y si alguien considera que lo importante es mi cara, y no mi letra, pues le enviaré una foto autobiografiada en su momento, si, por supuesto, paga por el envío.

Le mencionaba a Jorge de Armas en el mensaje privado, ahora público, que en mi opinión está escuchando a las personas equivocadas.

Bueno, pues admito que quizás me haya equivocado un tanto en esa afirmación: si necesitara Jorge asesorarse en perros y miedos, pues ya tiene al parecer a un experto segundón que le aconseje con conocimiento de causa: que para algo debe servir haber trabajado como sabueso del MININT, digo yo.

viernes, 6 de marzo de 2015

Conan en Cuba

Es un tipo ingenioso Conan O'Brian.

Fue a Cuba a hacer su show, e hizo lo que sabe hacer muy bien: burlarse de sí mismo, pero no del absurdo que lo rodeaba. Tuvo momentos de genial ironía, como preguntarle a un infeliz empleado,  que le pidió no filmar en un patético mercado, donde un interminable estante solo mostraba botellas de Vino seco El Mundo, donde podía conseguir vino seco El Mundo :)

Tambien tuvo momentos menos felices, por supuesto, pero lo interesante es que no fue a Cuba a juzgar... Aunque lo hizo.

Al despedir el programa no escatimó elogios hacia la gente, hacia los cubanos, pero no dijo una sola palabra acerca del entorno ni el país.

Nosotros, pues nos reimos, lo disfrutamos, y al final nos quedamos con esa terrible sensación de haber visto el desastre cubano, esta vez en HD. 

Cuba tiene la terrible virtud de ser siempre la misma...

jueves, 5 de marzo de 2015

La fusta, la bota y la mala idea

“La Primera Enmienda a la Constitución de los Estados Unidos prohíbe la creación de cualquier ley (…) que reduzca la libertad de expresión, o que vulnere la libertad de prensa (…)”
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Soy -me honro siéndolo- de los que disfruta las libertades tanto como de un buen jamón curado con un tinto del Rioja y una buena hembra para compartirlo.

Soy también - y feliz por serlo- de los que les deseo a todos la libertad para disfrutar de las libertades, y también que tengan la pitanza que les apetezca, la bebida que prefieran y la pareja que toleren.

Hago esta escuálida declaración de principios porque, haciendo uso de mi preciada libertad, me voy a ensañar en la libertad ajena.

En realidad, no tenía siquiera intención de hacer mención del asunto. Fue algo que leí, de pasada, y seguí mi deambular por estos lares de la virtualidad, sin prestarle mayor atención; al cabo ya anda uno acostumbrado al estrambótico discurso de grupos, personeros y amanuenses afines al gobierno cubano, y debe quedar muy poco que me pueda sorprender. De hecho, ese texto que leí tampoco es algo excepcional; si en algo es notable, es por el Síndrome de Estocolmo que transpira, por esa inexplicable añoranza por la fusta y la bota que algunos aquende padecen.

Y entonces, después pensarlo de nuevo, regresé.

Regresé a decir mi parecer sobre un artículo publicado en Progreso Semanal, firmado por Jorge de Armas, titulado “Cinco horas y 73 días después

Mucho antes de que una amiga, asombrada por su lectura, me dijera, “Ni en Cuba escriben así…”, ya andaba yo manoseando un término para poder describir, con breve contundencia, este peculiar fenómeno que parece estar proliferando al amparo de la maravillosa Primera Enmienda de la Constitución de los Estados Unidos. Hoy, pues me parece un buen día para estrenar este mi neologismo: he aquí, entonces, la Granmatización.

Y esta es una buena ocasión para el estreno porque no había leído yo un texto, escrito en el extranjero, en los Estados Unidos, por un cubano residente acá que goza de los beneficios de haber sido recibido como asilado político por ser una supuesta víctima del desgobierno cubano, un texto, decía, que se pareciera más a los bodrios de Granma. No había leído yo, insisto, un texto tan lamentablemente granmatizado.

No me voy a extender sobre lo que ahí se escribe.

No voy a describir el arrobamiento del autor por el balbuceo del tirano, ni su idea de que –horrores se verán- el delfín que chilla es portador del proceso de transición, ni su manifiesta admiración por ver tanto anacronismo reunido en un solo lugar, ni la descabellada sugerencia de que esos espías mediocres pudieran ser el desangelado futuro político de una Cuba de pesadilla. Si alguien tiene suficiente interés y paciencia, puede intentar leer el artículo de marras y enterarse de los detalles.

Sólo diré que las celadas que tiende la nostalgia pueden oscilar entre el ingenuo clamor por carne de puerco con sabor a berrenchín y esmirriados ajos criollos, y el reclamo impúdico por la fusta y la bota.

Digo, además, que se puede andar por esta vida granmatizando -¿por qué no?-; al cabo vivimos en los Estados Unidos y tenemos, había ya dicho, la protección de la Primera Enmienda.

Pero lo que no se puede hacer, lo realmente inconcebible, es abusar de la generosidad de este país, donde se disfruta de una vida plena, con toda la dignidad posible; que inclusive se jure lealtad a los Estados Unidos de América a cambio de una ciudadanía de primera, y que todavía se tenga la procacidad de apoyar y elogiar a espías que trabajaron precisamente en contra de este gobierno al que se juró lealtad, y a favor del gobierno del que supuestamente el autor tuvo que huir.

Lo que no se entiende, insisto, es que se tenga la mala idea de besar la mano, acariciar la fusta y lustrar la bota porque, si se escoge escribir sin sonrojos, con la libertad que garantiza una enmienda, también es recomendable, y decente, honrar las lealtades que reclama un juramento.

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"Juramento de Lealtad a Los Estados Unidos de América”
“Por este medio, declaro bajo juramento, que renuncio absolutamente y por completo y abjuro toda lealtad y fidelidad a cualquier príncipe, potentado, estado o soberanía extranjera, de quien o del cual haya sido sujeto o ciudadano antes de esto; que apoyaré y defenderé a la Constitución y las leyes de los Estados Unidos de América contra todo enemigo, extranjero y nacional; que profesare fe y lealtad reales hacia el mismo (…) que asumo esta obligación libremente, sin ninguna reserva mental ni intención de evasión (…)”

lunes, 2 de marzo de 2015

Un anciano que me mira desde una foto

No logro, por más que quisiera, mofarme y cubrir de escarnio a ese anciano de la foto.

No puedo hacerlo; además, no me molesta que así sea. Resulta que ese de la foto no es el hombre que merece mi burla.

Me cago en el otro, en el que ya no está. Ni en la foto ni fuera de ella. Me molesta aquel, como mismo me duele Cuba, la que ya no existe, la que me sé de memoria, la que pudiera dibujar, y hasta cantarle su canción, si yo supiera cantar, si yo supiera cuál canción.

Estos de ahora, anciano y país, son otra cosa: aquí, en la foto, un viejecillo desvalido, viviendo en los vapores de su gloria, ex-comandante tolerado por la misericordia de los que lo han sobrevivido; allá, un país que ya no conozco, que me cuentan, que supongo, que me cuesta trabajo imaginar, que ya ni siquiera es el mío.

Al tipo que recuerdo es al guapetón del discurso; el que dijo que ya el mundo no era lo que fue, que ya no teníamos amigos -ni subsidios masivos para seguir dilapidando, que no lo dijo, pero estaba implícito-, que ya no más Unión Soviética, ni guaguas Ikarus, ni latas de carne rusa, ni rusos; que ya no quedaba nadie allá afuera, que éramos nosotros allí adentro, solos, es decir, él solo, contra su Imperio favorito. Era el año 1990, y fueron tres horas más de bravatas, insultos, golpes de pecho, sin que nadie sospechara que ya el país iba en picada hacia el abismo por el que hoy todavía deambula.

Este senil señor de ojos de niño asustado, que en la foto mira a algo que está lejos -si acaso está-, no tiene nada que ver con el hombre que le dijo a una legión de voraces empresarios, allá en la Madre Patria, sin que la voz le temblara, con la mirada chispeante y, para colmo, sonriendo, que los españoles no habían maltratado a los indios, no señor: que se habían mezclado con ellos, les dijo sin sonrojarse. Que bienvenidos entonces, a invertir en Cuba, hermosa tierra para saquear otra vez, ofrecida al mejor postor a cambio de que se insuflara un hálito de supervivencia a su moribunda Involución de mierda.

Al que yo desprecio, insisto, es al sujeto que tuvo la impudicia de decir que Cuba exportaba alimentos para 50 millones de personas; al guajiro acomplejado que dejó que La Habana, mi Habana, se desmoronara en la desidia y el abandono de medio siglo; al que quebrantó a la nación, fragmentó a las familias, lanzó anatemas que aún se leen en las pancartas de mi ciudad; el que primero gusanizó a los exiliados, para después recaudar su dinero con descarada avaricia. Ese tipo fue el que manipuló, mintió, decomisó, desmontó la economía del país en un frenesí de locura mesiánica; el que condenó a niños a hacer trabajo de adultos, en nombre de una oscura frase de Martí, ese que de tanto usarlo se ha vuelto yeso y hojarasca. De ese es sobre el que a veces escribo.

Sin embargo, no es ese el pobre hombre que, en la foto, rodeado de sus espías regordetes y mal vestidos, parece mirar con asombro pueril al proverbial pajarito. Este está lejos de ser aquel que nos dijo, cada vez que tuvo oportunidad, que lo que había, en primer lugar, era la Patria, o la Muerte; que las demás opciones eran, de nuevo, patria, pero esta vez con revolución, socialismo y, por supuesto, más muerte; fue el mismo tipo que desfachatadamente nos remachó en la frente que venceríamos en sus guerras particulares, sin que sepamos a ciencia cierta, hasta el día de hoy, cuáles eran, o son, las sacrosantas y puñeteras causas en nombre de las cuales valió la pena que esa nación disfuncional y anacrónica sólo haya conocido de penurias, desastre y convocatorias apocalípticas -ya se sabe- a la muerte.

Decía, entonces, que es difícil volver a escribir sobre él; me resulta imposible decir que es un viejo infame, cagalitroso, que ni siquiera tiene la decencia de morirse para que podamos comenzar a olvidarlo de una vez. No puedo ya reírme de él, ni de sus desvaríos de moringa y catastrofismo. Ya está a salvo de mí.

Se lo debe, y nunca lo sabrá, a la que, cuando de pasada lo veía en la pantalla del televisor, extendía su brazo en un ingenuo detente, y cubría la imagen con la palma de la mano, para no verlo. “Ah, no lo soporto…”, decía la vieja, y seguía su camino.

Mi madre, como el resto de la Era, como Cuba toda, murió, mientras el viejito de la foto aún vive. El mal de Parkinson la desgastó, la fue apagando, hasta que sólo quedó la suavidad de sus manos tibias y la inocencia en sus ojos azules.

Por eso no quiero ver a Fidel en la foto. Como me jode, cojones, pero tengo que admitir que tienen la misma mirada. Mi madre. Y ese anciano, Fidel, que, en un postrero acto de hijo de puta redomado, parece haber aprendido a mirar como lo hacen los viejos niños que ya van a morir.

Está, entonces, lo reafirmo, a salvo de mí; no logro mofarme, me niego a cubrir de escarnio a ese viejito de la foto, que hoy es pálida sombra del otro, que ya murió.

No voy, entonces, a seguir escribiendo sobre este anciano, ni sobre sus invitados, ni sobre su mujer que se posa como un rebullón sobre el hombro de un espía que sonríe.

No lo haré más; o al menos, no mientras ese anciano me mire de esa manera.