miércoles, 13 de febrero de 2019

El sabueso de la continuidad



“En esta disputa
llegando los perros,
pillan descuidados
a mis dos conejos.”


1.


Déjeme lo digo antes de que Usted, ciudadano de Internet, lector privilegiado de la prensa libre, se aburra y se marche a ver que sucede en Twitter o Instagram:

Da igual que Cuba tenga esa constitución que el General apadrina, o aquella la que nos endosó el hermano allá en los años 70 del siglo pasado, mientras la era de la música disco y Star Wars sucedían y en Cuba no nos enterábamos.

Ambos documentos son aburridas declaraciones de tiranía, decretos de absolutismo; compendio vil de ridículos artículos que perpetúan esa antigualla llamada socialismo y, como si fuera poco, informan al que se arriesgue a leer que el partido comunista es el que dirige esa sociedad.

(Dirige, dice. En serio. Con ese desparpajo que otorga la impunidad.)

Por otra parte, el Canelato -que a punto de terminar la segunda década del siglo XXI ha comenzado a utilizar la res social en uno de los países menos conectados del planeta-, ha adoptado un hashtag, no incluido en ninguna de las dos constituciones, ni en la vigente, ni en esta de la que ya asegura el sucesor devenido profeta que será aprobada este mes de febrero, hashtag que anuncia que ellos, los que desgobiernan, son continuidad. De desgobierno, por supuesto.

O sea, dicen que son, estos engendros remanentes del castrismo tardío, a la vez herederos y ejecutivos del desastre nacional y, la verdad, yo les creo. ¿Y cómo no creerles? ¿Qué otra cosa pudiera ser esa gente, que está vendiendo una constitución obsoleta y disfuncional como si fuera mozuela?

El tema dilema, shakesperiano si no fuera tan isleño, de votar o no votar, ha generado un debate -llamémoslo así- en la res social que no se hizo esperar y que ha dividido, de nuevo, a los cubanos que militan y habitan Internet, en tres nuevos grupos: Yo voto sí, Yo no voto, Yo voto no.


El gran debate nacional de internet, y ahí andamos, como perros persiguiéndose la cola, discutiendo sobre si debemos dejar lo que existe, que es ridículo, sustituirlo con otra cosa, que es absurda, o simplemente ignorar el proceso, tres opciones que llevan al mismo resultado.

Tenemos el extraño privilegio de ser la nación que se apasiona, discute, y se va a las greñas, y no por un cambio, mientras soslaya la naturaleza perenne del régimen que los sodomiza: constitución mediocre o o constitución mediocre, galgo o podenco, dicen, en el diferendo más estrafalario de los últimos sesenta años, y mira que de cosas raras no hemos carecido.

Al final, este asunto de la constitución raulista se trata precisamente de eso: es un encargo del general a su heredero. Una tarea de choque, vaya, porque les hace falta otra de esas votaciones unánimes, multitudinarias, como muestra de apoyo a la nueva satrapía.

Como aval de la continuidad, pues.

Por tanto, Canel tiene en sus manos una tarea asignada por sus superiores en el comité de base. Y un (improbable) resultado negativo en esa votación quizás determinaría la continuidad o no, pero solo del canelato, no de la dictadura, que es eterna según ambas constituciones.

¿Y sabe qué? Nada de eso importa: ni una u otra constitución, ni Díaz-Canel, tan desangelado, ni el achacoso general que observa desde las sombras: lo que importa en todo este asunto es ese lema que anuncia la continuidad. Tal parece que nadie le presta atención a tamaña infamia, a ese nuevo Patria o Muerte, ni aquí en lo virtual y mucho menos en la sala de la casa donde el non plus ultra de la disidencia política es un chascarrillo de Pánfilo sobre la carencia de turno.

Un sabueso acosa a los cubanos en esa persecución que ya dura sesenta años, y a los pocos que le preocupa, le preocupa cómo llamar a esa bestia.

Así les va. Así les irá.


2.

“Los que por cuestiones
de poco momento
dejan lo que importa,

llévense este ejemplo”

martes, 2 de octubre de 2018

El presidente que baila

“El país se derrumba y él bailando”
Silvio Rodríguez, con una pizca de decencia.

Y que toca la tumbadora, el mandatario mandamenos.

Me recordó a Abdala Bucaram, aquel rumbero que fue presidente de Ecuador por un año escaso y que salió defenestrado pues aparentemente lo suyo era la pachanga y no la presidencia, LQQD.

Pero este presidente monigote cubano de esta casi poscastrista era no va a durar solo un año. Qué va. Que en Cuba se gastan presidentes hasta que se gastan y terminan arrugados como pasas, meándose en un sillón de ruedas. Pulverizados, pues.

No se irá pronto entonces Canel. Y eso, a pesar de que como presidente no valga un nabo pues, de lo que ha dicho, y de lo que se ha visto, es más de lo mismo pero vestido de civil. Vamos, ni siquiera baila bien.

Sin embargo, nada de eso opacó el entusiasmo de la masa afecta al dinosauriato.

Un entusiasmo extraordinario se desplegó porque, en un vídeo de unos segundos de duración, el presidente y su rolliza esposa echan ese pasillito, en un aquelarre de aparatchiks, espías, gurrupiés y advenedizos.

“¡Mira, el presidente bailando!”, clamó el hato, en orgásmico y revolucionario regodeo, como si aquello ya lo ungiera y calificara, al bailador, para hacer algo por el país que se le sigue deshaciendo entre los dedos.

Se conforman con poco los cubanos de hoy día. Contentos están con sus aprendices de dictadores, sus presidentes hereditarios, ah, pero eso sí: que, si baila, qué maravilla de cubanía, porque cada cubano debe saber bailar y bailar bien.

Y tenemos entonces que, después de esta inútil y costosa visita a la ciudad de Nueva York, lo más relevante ha sido el bailecito, la tumbadora, y que Robert de Niro reveló una extraña preferencia por tiranuelos anodinos.

¿Les digo algo?

Yo preferiría un presidente basurero.

En la esquina de la cuadra donde vive mi padre en Santos Suárez la basura se acumula durante semanas y los enjambres de moscas se encargan de hacerle compañía a los ancianos.

Se necesita un presidente que, con la manga al codo, recoja la basura. Que sea también el estibador que abastezca los mercados con suficiencia y oportunidad, para que mi padre no tenga que madrugar para poder comprar un trozo de carne de cerdo antes de que, como siempre ocurre en Cuba, se acabe.

O puede el presidente ayudar a arreglar las aceras, para que no se trabe en tanta grieta el bastón de mi viejo.

Me gustaría poder admirar al presidente de turno por cosas como esas, y por las otras tantas que urge hacer para que el país sea funcional y lógico. Eso me gustaría.

Porque lo que se necesita es un presidente que haga su trabajo, y no que venga a Nueva York a perder el tiempo.


O a bailar, pues.

martes, 28 de agosto de 2018

Vicente

Vicente viste chaqueta gris, de lana, sobre un chaleco de paño oscuro; la camisa de franela, a cuadros, abotonada hasta el cuello.

Lleva el Fedora ladeado, unos plumones de faisán en banda. Los ojos observan inmensos a través de los gruesos lentes de sus gafas, la mirada inquisitiva, con el aire de desamparo que comparten niños y ancianos.

Calza zapatos de fieltro negro, cómodos, de pisada segura. Pero no deja nada a la casualidad: se apoya en un bastón de caña de roble y contera de goma tosca. Arrastra un poco los pies al caminar. Avanza con pasos breves desde la puerta que nos ha abierto hasta la butaca más cercana. Tantea con el brazo izquierdo el aire de la habitación buscando algo que no está, un hombro ausente quizás.

La casa huele a especias y ungüentos.

Ni siquiera ya sentado deja a un lado el bastón; lo coloca entre las piernas, ambas manos sobre la empuñadura. Lo blande cuando afirma, golpea el piso cuando reafirma, el bastón en la mano aun recia, nudosa, veteada con venas azules, hinchadas por el trabajo y el tiempo. No sé qué edad tenía Vicente por ese entonces. Eso sí, era viejo. Desde mis diecinueve años era un hombre muy viejo. De Valencia, España.

Su respiración es entrecortada. Un silbido de fuelle maltrecho en la garganta que le roba el aire. Pero Vicente habla como solo lo hacen los que lidian con la soledad. Ni siquiera le interesa que alguien escuche. Solo quiere decir, escuchar su voz tal vez, contar sus historias, aunque la frente se le perle de sudor en la pelea con el aliento escaso, que insiste en escapársele.

“Es un pendón…”, dice a ratos, cada vez que su mirada cae sobre la única muchacha del grupo. Todos decimos que está enamorado de ella. Ella dice que le recuerda a una nieta, una que vive en Francia con el hijo de Vicente, el hijo que allá quedó cuando el viejo, entonces joven, se alistó en la Legión Extranjera y se fue a Argelia a combatir a Ben Bella. Allá en el Magreb cambió de bando. O más bien regresó al suyo, el del jovenzuelo comunista que combatió a los fascistas en la Guerra Civil española.

“Yo ayudé a desembarcar las armas del barco cubano que nos mandó Fidel.”, cuenta entre resuellos, “Con ellas le dimos por el culo a los marroquíes”, añade, y yo no tenía la menor idea de qué guerra ni de qué barco me hablaba: en realidad solo tenía ojos y narices para la enorme fuente de arroz amarillo con escargots que humeaba sobre la mesa. “Los caracoles, de mi cosecha personal, del Jardín…” comenta Vicente, que es retirado del Jardín Botánico. Allí había trabajado desde que llegó como asilado político a Checoslovaquia. A Francia no podía regresar, y a España tampoco, pero nunca nos contó por qué.

“Es un pendón…”, murmura de nuevo. Solo yo, sentado a su lado, lo alcanzo a escuchar, mientras devoramos el arroz y le pasamos los caracoles a Paco, el único con estómago para chupar los caparazones y comerse la carne negra y retorcida.

La sobremesa es bulliciosa. Vicente trata de decir algo que se pierde en el cruce alocado de las conversaciones. Lo veo hurgar en una cartera de cuero y extraer de ella un pedazo de papel. Un recorte de periódico, alcanzo a ver. “La Reacción es criminal…”, y yo detecto la mayúscula; ya sé, hablará de la Guerra Civil, o de Argelia. Pero yo estaba equivocado.

“Aquí no olvidaron que los soviéticos llegaron a rescatar a este país de la Reacción…”, dice con voz apagada. “Los odiaron y los odian…”, añade con voz queda. Entonces levanta la mirada, los ojos desamparados, y nos extiende el papel que sostiene en la mano. “Desde mi ventana yo los vi cómo marchaban, a los reaccionarios. Llevaban a esa mujer, la esposa de un teniente que colaboró con los soviéticos. La llevaban desnuda, el cuerpo pintado con pintarrajas rojas…”.

Se detiene y toma aire. El silbido asmático de sus pulmones perfora el silencio en el diminuto apartamento mientras nos pasamos de mano en mano el recorte amarillento donde Valentina Belasová, la esposa rusa del teniente eslovaco, la madre desnuda de dos hijos pequeños, parece caminar con serenidad en el calor de agosto de 1968, como si la ropa más fina la cubriera y los hombres que la rodean la estuvieran cortejando, cuidando que no pisara en falso, indicándole amables que avanzara rauda, que se saliera de esa foto infamante y regresara de una vez a su casa, a cuidar de su familia y sus niños, de su esposo traidor.

Vicente murió y no supe cuando. Se escribían cartas él y mi madre; ella que le agradecía que cuidara que mí, de nosotros; él quizás contando esas mismas historias que apenas le escuchábamos en las sobremesas. Nunca leí las cartas.

No supe conversar ni tuve la paciencia de escuchar, una y otra vez, a Vicente, testigo excepcional del siglo XX de la preguerra y la postguerra. De haberlo hecho ahora tal vez pudiera intentar escribir narraciones fabulosas, las de Vicente, de primera mano.

Pero en este agosto terrible de Nueva York, a cincuenta años de distancia de Vicente mirando desde su ventana la marcha de la más mezquina venganza, solo puedo evocar este recuerdo en el que se arremolinan la Guerra Fría, mi juventud, muertos, invasiones y amigos que ya no he vuelto a ver.

Y una foto que creí perdida, con anotaciones que la convierten a la vez en documento, denuncia y delación.

domingo, 22 de julio de 2018

El fantasma del socialismo recorre el Partido Demócrata

Pienso que Donald Trump es culpa de Hillary Clinton, de la política del Partido Demócrata en la administración de Obama, y de Obama.

Toda aquella retórica y reclamo acerca de las minorías, los derechos de las minorías, la existencia de las minorías, asunto del que el 73% de la población de los Estados Unidos, los blancos no hispanos, era sistemáticamente excluido, entre otras cosas le abrió el camino a la presidencia a Donald Trump.

Uno pensaría que los demócratas han tenido tiempo de rumiar su derrota, que se auto diagnosticaron, y que vendrían con algo fresco, inteligente, ganador. Pero, para mi sorpresa y decepción, ese mismo discurso sigue siendo uno de los pilares del Partido Demócrata (PD), inflamado aun más ahora por la política anti migración del presidente Trump.

Eso por si solo sería alarmante, pero ni remotamente es lo más grave dentro de lo que presenta el PD a la sociedad americana: como si fuera poco su desconecte con la mitad de los americanos, ahora hay una corriente francamente de izquierda ganando fuerza dentro de las filas de ese partido.

Izquierda que dice que la dirigencia del Partido Demócrata debe despertar y prestar atención a lo que realmente quiere el pueblo. Ese tipo de cosas dice. Y yo sé adónde se va a parar cuando alguien piensa que sabe “lo que quiere el pueblo”; sobre todo cuando se trata, en el mejor de los casos, de un puñado de pueblo. Ni siquiera de la mitad, la que vota demócrata.

Izquierda que, además, a estas alturas, en los Estados Unidos de América, se confiesa socialista.

Son gente joven. Nacida cuando aun no se enfriaba el cuerpo insepulto del campo socialista. Gente que nunca conoció el desastre de la utopía comunista, para la cual la guerra fría es un acontecimiento con misiles y uno de los Kennedy, perdido en la bruma del siglo XX; gente para la que Cuba es un destino turístico exótico, una suerte de museo del automovilismo americano, donde hay salud gratis y las personas son aceptablemente felices gracias al socialismo, y no un país bajo una dictadura que ya tiene la misma edad que los padres de estos neo izquierdistas.

Gente a la que solo le quedaría como referencia de lo que es el socialismo esa propia Cuba, Corea del Norte, la izquierdosidad latinoamericana y lo que les cuente Bernie Sanders.

Gente que, al hablar de socialismo, no tiene la menor idea de lo que habla.

Pero, mire Usted, les doy el beneficio de la duda. Quizás se estén refiriendo cuando hablan de socialismo a los estados de bienestar que existen en Europa, particularmente en Escandinavia, o al sistema de salud pública canadiense. Bienestar que incluiría también educación superior pagable, incluso gratis, y otras reformas sociales que harían menos agobiante el rat race americano.

La idea no suena mal, ¿verdad? Al cabo, ¿quién no quisiera tener atención médica de primera y gratuita, o poder enviar a un hijo, o tres, a una prestigiosa universidad sin tener que dejar empeñados los riñones en un banco?

Pero las cosas, déjeme le digo, no son tan simples. Nunca lo son.

Pues ante tanta iniciativa se impone una pregunta: quién va a pagar, y, sobre todo, ¿cómo se va a pagar la cuenta del proyecto de los neo socialistas?

Veamos.

***


Para mantener a los Estados Unidos como ese rompehielos que abre camino en la industria farmacéutica, biotecnológica, de salud, en la academia, la investigación, la innovación tecnológica constante, entre otras tantas, se necesita dinero. Muchísimo dinero.

Tenemos por ejemplo la industria del seguro médico, que es uno de los financiadores de esa maravilla que llamamos quality of life. La cuenta es simple: el que desarrolló el medicamento que le controla a Usted el colesterol, la diabetes, la taquicardia, o la hemofilia, le pone un precio a su producto. El que le de la gana. Y lo hace así el productor porque tiene que cubrir lo que invirtió en investigación, pruebas clínicas, científicos, abogados, publicidad, los costos en general, y tener además una ganancia.

Cuando un especialista, doctor en medicina, que pagó (y probablemente aún está pagando) el medio millón de dólares que le costó la carrera, le prescribe a Usted ese eficaz medicamento de última generación, Usted le pasa esa cuenta al seguro médico.

También lo hace el doctor, que tiene que cobrar por sus servicios, cubrir sus costos, tener una ganancia, y pagarle a las universidades y hospitales donde estudió que a su vez tienen costos que cubrir, los salarios de los académicos, los administrativos, etc., y también tener ganancia.

Y el seguro médico cubre esos costos.

Lo hace porque Usted le paga a su vez al seguro médico una prima mensual con dinero de su salario. Así, el doctor, el hospital, la clínica, los académicos, los laboratorios, los investigadores farmacéuticos pueden seguir haciendo lo que mejor saben hacer: aumentándole a Usted la calidad y expectativa de vida mientras Usted sigue comiendo verduras pensando que eso es lo que lo va a hacer vivir 90 años, y no la medicina moderna que ha sustituido a la selección natural.

Y entonces, en medio de todo eso, llegan los demócratas con esas ideas de socialismo tardío. Quieren, en primer lugar, gratuidades. Nada de seguros médicos, por ejemplo. OK. Yo también quiero cosas “gratis”.

Pero alguien tiene que pagar. Alguien tiene que cubrir los costos del bienestar o nuestra intención de vivir hasta los 90 se va a bolina. Y si no son las relaciones de mercado, las instituciones financieras, el mercado feroz y eficiente los que paguen esas cuentas, entonces tendría que ser el gobierno.


El gobierno, que a todos los niveles -federal, estatal- se haría cargo de sufragar esos enormes gastos. Y son realmente astronómicos esos números. Pero el dinero del gobierno sale de los impuestos. De los impuestos que Usted paga.

O sea que, para disfrutar de un estado de bienestar donde Usted no dependa de un seguro médico, pero donde le destupan las arterias, le controlen la glucosa, reparen sus caderas, le prescriban medicamentos de ultima generación y pueda Usted retirarse a tiempo para vivir con vida prestada hasta los 90 años, pues Usted tendría que pagar más impuestos. Muchísimo, pero muchísimo más de los que paga ahora.

Y si Usted paga esos impuestos, digamos el 60 o 70% de sus ingresos, para sufragar el estado de bienestar, ¿cómo va Usted a comprar esa casa de $400,000, y esos carros, y tomar vacaciones, con el dinero que le va a quedar disponible? Ni mencionar por supuesto la posibilidad de ahorrar algo.

¿A qué nivel se iría entonces el proverbial consumismo americano, que mantiene vital y vibrante al mercado? ¿Qué sucedería con las tiendas departamentales, la industria automotriz, los mercados abarrotados de comida y bienes de todo tipo? ¿Qué ocurriría con el mercado de bienes raíces, de la construcción, de los proveedores de todo tipo de materiales?

¿Qué pasaría con este capitalismo feroz, eficiente y creador de todo lo que disfrutamos?

Esas, y otras que sería muy extenso de exponer aquí, serían mis preguntas para los neo socialistas que, tradicionalmente, son muy, pero que muy malos para la economía. Digo más: jamás ponga la economía en manos de un socialista. Porque el socialismo, y la izquierda en general, y está más que comprobado, solo sobreviven en la sociedad capitalista manejada por capitalistas.

Y es que el socialismo, Ustedes lo saben, es muy caro.

***

Decía entonces que Trump es culpa de los demócratas. A su vez, pienso que esa radicalización política e ideológica hacia la izquierda que se está viendo en el Partido Demócrata es culpa de Trump. Es la ancestral acción y reacción funcionando a todo tren.

En ese contexto la idea de un capitalismo a la europea ni remotamente va a fructificar en los Estados Unidos. Vamos, a la primera mención de algo parecido quizás una parte de los millenials va a danzar al son de la música demócrata, pero el resto de la sociedad le va a dar la espalda y va a buscar a un candidato conservador que preserve el estatus quo de la sociedad americana. De nuevo la acción-reacción, tratando de encontrar la justa medida.

Si los demócratas se dejan conquistar por esa facción socialista que está asomando aquí y allá, creo que van camino de otra derrota electoral, y esta vez no por estrecho margen.