viernes, 8 de noviembre de 2013

La Ciudad Oscura

La primera vez que visité Cuba, después de haber emigrado, el impacto fue tal que casi me deprimí.

Al regreso de la visita, pues esta fue la primera vez que me senté a escribir, pues de alguna manera tenía que hacer catarsis, y hablar no me bastaba. Fue antes del blog, antes de Facebook, de Twitter; los blogs ni siquieran eran relevantes por esa época, o no existían, no sé. Debe haber sido por el año 2001.

En fin, esto fue lo que escribí:

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Bienvenido, entonces, a la Ciudad Oscura.

Lóbrega y opresiva de noche, deprimente en el día.

El auto que manejo, a escasos 40 km/hora, se sacude y hace sonar todas sus junturas y tornillos que se van aflojando al son de los baches. Hay muchos baches en la Ciudad Oscura. Tantos, que no entiendo porque tanta insistencia en regular la velocidad del tránsito; los baches se encargan de ello con amplia ventaja sobre los numerosos policías. Y hay muchos policías, pero hay más baches, y algunos merecen nombre, los baches, quiero decir. Este, seco,  parece un cráter, mientras que el que sigue, inundado de agua, semeja una laguna en la cual se podría perder un estrambótico Fiat Polaco.

Bordeo entonces las traicioneras fosas, subiendo el carro a la acera, entre las protestas de la torturada suspensión y las increpaciones de unos adolescentes que ven interrumpido su juego con trompos. Lo que me gritan es casi ininteligible, un argot contemporáneo pronunciado con el acento de un español habanero que involuciona inexorablemente, pero puedo inferir de que se trata. Los saludo con un apresurado ademán, mientras regreso el auto a la maltrecha calle, con el cuidado de un anciano que baja una escalera. Al pasar por encima del contén escucho un chirrido metálico. Un pequeño tributo que le cobra al chasis del auto la Ciudad Oscura por andar esquivando sus  baches.

Hay humo, mucho humo en las calles. Me sigo moviendo, casi a trompicones, cuando de pronto el frente del carro estalla en luz. Está cayendo el sol, con ese amarillo quemante de la tarde del trópico. Y entre el humo, y el sol en los ojos, adivino la calle que no veo para no terminar empotrado en un portal de alguna ya de por sí ruinosa casa.

Y hoy, además, es día de elecciones de diputados a la Asamblea Nacional.

Del radio salen constantemente reportes acerca de lo exitoso del proceso electoral, porcentajes de asistencia por encima del 99% , masividad, el pueblo en pleno, qué entusiasmo. Los reportajes son interrumpidos a ratos por spots alegóricos, instando a votar temprano. Uno de ellos llama particularmente mi atención.

Un locutor de Radio Rebelde, con una voz exaltada, pero que guarda un toque de solemnidad, declama sobre un fondo de música triunfalista: “Todos a votar por el futuro de la Patria y de la Humanidad”.

Inevitablemente pienso, por vez enésima, que los cubanos somos geocéntricos desde nuestras más remotas raíces. Basta con, digamos, Martí. “Un error en Cuba, un error en América, es un error en la Humanidad entera”. Pero a Martí se le perdona. Martí, además de tremendista y dramático, era romántico y valiente. Pero la frase del locutor de Radio Rebelde hace que, perplejo, mientras sorteo bicicletas, baches y transeúntes, me rasque la frente.

Porque, si bien me queda claro que el futuro de la Patria se vislumbra desastroso, me resulta difícil imaginar a una Humanidad que, aguantando la respiración, emocionada, espere el ridículamente predecible resultado de la votación en Cuba.

De repente, una musiquita trepidante se deja escuchar en el radio. “Allá va eso, la Mesa Redonda…”, dice mi acompañante. De eso había oído hablar, pero aun no me había tocado en vivo y en directo. Sin embargo, inmediatamente, con facilidad, se le toma el pulso al programa.

El tema del programa no es lo fundamental, sino el tono: aleccionador, seguro, definitivo.
La conversación, que por momentos parece monólogo, está salpicada de términos de moda, probablemente enigmáticos para el cubano de a pie: neoliberalismo, globalización, FMI, Banco Mundial.

Llueven los razonamientos sólidos, las frases precisas y conocedoras. De pronto, me percato de que esta gente parece tener diagnosticados todos los problemas, y elaboradas las correspondientes soluciones. Parecería que entonces el meollo del asunto sólo está en aplicar esas soluciones, una vez estén dadas las condiciones objetivas, y bajo control las subjetivas, para finalmente entonces convertir a Cuba, de una vez y por todas, en el país más próspero del planeta que haya existido desde el inicio de los tiempos, por siempre y para siempre. Como no.

El Noticiero Nacional de Televisión me sorprende en medio de mi visita a unos amigos. Me sorprende más que los anfitriones revisan de reojo, de soslayo, lo que sucede en el televisor, y eso me hace sentir un poco incómodo, inoportuno. Para atenuar el impacto, decido entonces sumarme a la contemplación  del NTV.

Este es sencillo.

Fidel, en no sé que acto político, y la verborrea de turno, lo cual me hace cerrar los ojos con resignación y suspirar discretamente. Le sigue un fragmento de un discurso de Hugo Chávez al final del cual el locutor del noticiero nos comunica con entusiasmo que el discurso completo del Presidente de la República Bolivariana de Venezuela, Hugo Chávez, será trasmitido a las seis de la tarde al día siguiente. A estas alturas ya tengo los ojos abiertos como platos y, con cierta incredulidad, señalando hacia el televisor, le pregunto al anfitrión: “Oye, ¿ese hombre dijo que van a poner el discurso de Chávez?... “, “Ah, sí… a cada rato ponen uno…”, me responden y en ese momento, sin que me de tiempo para decir lo que se me agolpa en la garganta, aparece el tercer tema de esa noche en el NTV: Lula en no se qué evento izquierdista en Brasil; unos cubanos despotricando acerca de la globalización en el mismo evento, y le siguen las noticias internacionales: revueltas, protestas, catástrofes sociales y hecatombes económicas en todo el mundo, que evidentemente está jodidísimo, coño, que suerte la de vivir en Cuba, parece ser el mensaje explícito.

Misericordiosamente, aparece finalmente el reporte sobre el estado del tiempo el cual, como es sabido, es tema de preocupación nacional. Y en eso se acabó el noticiero. Me despido, me subo al carro y empiezo a hablar sólo, ahuyentando el mal sabor con elaboradas imprecaciones y malas palabras que se me han ido acumulando.

Ya cayó la noche y los portales, desdibujados, sólo se adivinan. Sombras en ellos, gente que va a quién sabe adonde. La desesperanza se puede agarrar con la mano. El Parque de la Fraternidad me recibe con más tinieblas de las que una ciudad debe soportar. En medio de esa oscuridad, casi sólida, se mueven autos, cocotaxis, almendrones, y hasta algún que otro ciclista suicida. Sigue la Calzada de Monte, un túnel de miserias, de paredes tristes, grises, negras, heridas por guardavecinos herrumbrosos y precarios balcones en ruinas.

Belascoaín, es una ruta tortuosa y maltrecha.

Iluminado apenas por la luz malicienta de un esporádico farol, un anciano camina por la acera que bordea el Mercado de Cuatro Caminos. Viste una camisa de color indefinible y unos pantalones beige, en los que destaca un remiendo oscuro en el muslo. Los pantalones  apenas le llegan al tobillo, dejándo ver la delgada pierna. Sin medias, calza unos tenis remendados y manchados. De su mano derecha cuelga una jaba, de nailon tejido y con asas de una tela a cuadros.

Avanza despacio, abandonando por momentos la seguridad de la acera que, en ese lugar, además de ser muy estrecha, se ve interrumpida por un poste de electricidad. El anciano baja a la calle con descuido, no parece importarle la amenaza de un auto o bicicleta. Arrastra ligeramente los pies y su mirada, a tono con su espalda encorvada, mira hacia el suelo un par de metros por delante. Después de avanzar un corto tramo regresa a la acera, y entonces es casi derribado por dos hombres que vienen conversando a gritos, interrumpiéndose mutuamente, gesticulando con amplios ademanes.

Uno de ellos tropieza con el frágil cuerpo, percatándose apenas de la presencia del anciano, al que mira de lado, burlón, mientras le grita, “Oye puro, mire por donde camina, consorte…”, y se apresura a alcanzar a su compañero, retomando la gritería casi sin pausas. El anciano sigue su camino, arrastrando los pies, en silencio.

De nuevo llego a otra encrucijada de tinieblas, Vía Blanca y 10 de Octubre.

La mortecina luz roja del semáforo me detiene. Alguien en la mañana (tan lejana parece a esta hora de desolación) me comentó que habían cambiado las bombillas de los semáforos por otras de menor potencia. Para ahorrar energía, me dijo. El resultado es una señal lumínica agonizante que en la noche trata de abrirse paso entre toda esa oscuridad oscuridad y que, por el día, simplemente no se ve. Tremenda mierda.

Sigo a lo largo de Vía Blanca, sorteando en la oscuridad los mismos baches, humeantes camiones y asmáticos carros rusos, cuando me sorprende un manchón de luz a mi izquierda. Atisbo a duras penas, en el borde del oasis de luz, un letrero que anuncia un Rápido, y una tienda Panamericana. “Coño, tengo que comprar cigarros…”, me acuerdo en ese momento, y me permito una infracción que a nadie molesta en la calle semidesierta. Doy vuelta en U, y entro a una cochambrosa calle lateral que da acceso al lugar.

Parqueo el carro al lado de unos maltrechos y hediondos tanques de basura. A mi izquierda, ya afuera del alcance de la luz, vociferan unos muchachos, casi todos en shorts, camisetas y descomunales zapatos deportivos de pésimo gusto. Un par de hombres, recostados en la cerca de mallas que circunda el lugar, beben cervezas y me observan con indiferencia. Otros, mas allá, me miran, me valoran, aquilatando a ese tipo blancuzo, que a las diez de la noche anda por la Ciudad Oscura, en bermudas de mezclilla, un par de tenis “que-se-ve-que-son-de-afuera”, como dijera una vecina, y con una discreta pero brillante cadena de oro y en fin, con tipo-de-yuma (la vecina de nuevo), manejando un carrito de turistas, y que se baja en aquel tugurio, ubicado en el borde del otrora bello y ahora demacrado barrio de Santos Suárez.

Una edificación de planchas metálicas da cobijo a una especie de cafetería de estos tiempos. Una sudorosa mujer, embutida en una blusa blanca con sobacos amarillentos, se ve atareada detrás de un estrecho mostrador. A su espalda un refrigerador deja ver a través de la puerta transparente cervezas y refrescos de un par de marcas nacionales.

Hay unas seis o siete mesas, con cuatro sillas cada una, de plástico blanco, manchadas por el uso y el maltrato. Algunas están ocupadas; una pareja de ojos cansados, tres hombres que conversan en inusual voz baja, y que beben cerveza con manos que brillan por la grasa de los pollos fritos.

En una mesa más alejada se sienta un hombre de mediana edad, apoltronado en su silla, y con aspecto de estar muy satisfecho de sí mismo. Hace unas señas a un muchacho, que es a todas luces retrasado mental, y le entrega dinero para que le traiga una cerveza. La encargada del lugar levanta la vista brevemente, inquisitiva, en dirección al hombre satisfecho. Este le responde con un gesto que pretende ser magnánimo, y la mujer le entrega al muchacho una cerveza Cristal sin darle el vuelto.

El muchacho corre torpemente hacia la mesa del hombre satisfecho, y le coloca la cerveza enfrente. El hombre satisfecho le da un billete de un dólar, y el muchacho mira el dinero con la boca entreabierta, mientras esboza un rictus que quiere ser una sonrisa, y una espesa gota de saliva le asoma a la comisura de los labios.

Entonces el hombre satisfecho hace girar la lata de cerveza entre sus dedos, sin levantarla de la mesa, en gesto maquinal, y pasea la mirada por el lugar, como buscando el eco de la impresión que su proceder generoso debió dejar en los demás parroquianos. Pero nadie le está prestando atención.

El lugar está iluminado por unas cuantas lámparas de luz fría. La más alejada del mostrador, defectuosa, parpadea con regularidad.

Todas las lámparas tienen algo en común: están cubiertas por moscas, que a esas horas de la noche están ahítas. En los espacios que no ocupan las moscas se advierten las numerosas cagadas con que han tapizado los focos, antes blancos y transparentes, y que nadie se ha preocupado en limpiar, quizás nunca. La luz que se logra filtrar a través de toda esa mugre ilumina un piso de cemento sin pulir, cubierto de colillas de cigarros, papeles, bandejas y cubiertos de plástico y algún que otro vaso. Todo ello pisoteado y amalgamado con el polvo gris plomo de la Ciudad Oscura.

La encargada del lugar termina de atender a la persona que había llegado antes que yo. Me aproximo para realizar mi pedido, cuando el muchacho retrasado irrumpe por mi lado, mientras se limpia la baba que le corre por el mentón con el dorso de la mano derecha. Al bajar el brazo, con un movimiento brusco, hace que su húmeda mano pase rozando la mía, muy cerca. O al menos lo suficientemente cerca como para dejar un frío y viscoso hilo de saliva enredado en los vellos de mi brazo. Mientras que aguanto la respiración y miro con cierta incredulidad el trazo brilloso que ahora ostento, el muchacho deja caer los brazos en el mostrador, la boca entreabierta y la cabeza balanceándose con cierta cadencia. Pide con frases entrecortadas algo de tomar y comer, mientras yo pregunto por un baño. La mujer, sin pronunciar palabra, me señala con un movimiento del mentón hacia algún lugar a su izquierda.

Lo encuentro en la penumbra, adonde me conduce el inconfundible hedor amoniacal. Como puedo me limpio el brazo, y regreso al mostrador. Pido los cigarros, y unas maltas. La mujer escucha sin levantar la vista de un dinero que está contando.

De pronto, alarga la mano, toma una caja de cigarros, la tira en el mostrador con gesto habitual y, mientras me las ingenio para interceptarla en su trayectoria y evitar que siga resbalando y caiga al piso, me dice: ” ¿Cuantas maltas, mijito? , “Seis, por favor…”. La mujer abre una de las neveras, saca las maltas y las coloca delante de mi.

Entonces, apoyando ambas manos en el borde del mostrador, me dice el precio. Le doy el dinero, y le pregunto que si por favor no tendrá una bolsa de plástico para meter las maltas. Ella, que ya de nuevo está manipulando el dinero, levanta la vista brevemente y dice “Una qué..?”, y por su expresión parecería que le pedí los aretes que le faltan a la Luna. “Una jabita…”, le digo, y ella mete la mano debajo del mostrador, y saca una caja de cartón y la pone junto a las maltas.

Acomodo las latas en la caja, tomo el vuelto, agradezco con una sonrisa, y camino hacia la salida. Lo último que veo es la mesa del hombre satisfecho, al cual en el ínterín se unió un tipo de ojos enrojecidos, que viste un short sucio, un pulóver con algún letrero en ingles, y unas chancletas plásticas, de las que asoman unos dedos percudidos.

En la mesa aledaña, el muchacho retrasado devora un perro caliente, que acompaña con un refresco. Fragmentos informes de comida masticada escapan de su boca, mientras ríe desaforadamente de los comentarios de contenido sexual que hacen el hombre satisfecho y el de los ojos rojos.

Noche ésta de un día largo. Cansado, transito lentamente por calles que parecen acabadas de bombardear. Llego a mi casa y, mientras cierro el carro, veo por el rabillo del ojo una figura que sale furtivamente de un zaguán en penumbras. El hombre trae la mano derecha oculta bajo la chaqueta gris que viste, y con la mano izquierda aparta la solapa con sigilo: ”Dime Flaco, carne de res, a dos dólares la libra…”, dice mientras me muestra lo que trae bajo la chaqueta: una pieza de carne colgada de un gancho.

Cojones compadre, no hagas más eso, que me va a dar un infarto…”, le digo aliviado a este amigo con el que jugaba en mi infancia, y que ahora trabaja en un frigorífico, “Entra pa´la casa, a ver como es la cosa”. Termino la transacción, despido al amigo que de niño traficaba bolas de vidrio y que ahora lo hace con carne robada, me dejo caer en una butaca, y logro sonreí a mis padres, que han observado en silencio todo ese tiempo.

Baño tibio, y esa comida de sabor tan especial, y entonces mi hermano me pregunta, mirándome fijamente: “Oye, ¿tú no sientes la sensación esa de los cubanos que viven en el extranjero y vienen de visita, de que están locos por volverse a ir…?” Suspiro disimuladamente, y lo miro a los ojos mientras le digo, intentando una sonrisa: “No brother, aquí está mi familia, esta es mi casa…”


Enciendo un cigarro, mientras cambio la vista y miro más allá de la terraza, hacia la Ciudad Oscura y, sintiéndome culpable por mentirle a mi hermano, cuento mentalmente cuantos días me faltan para regresar a la Luz.  

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