Al regreso de la visita, pues esta fue la primera vez que me senté a escribir, pues de alguna manera tenía que hacer catarsis, y hablar no me bastaba. Fue antes del blog, antes de Facebook, de Twitter; los blogs ni siquieran eran relevantes por esa época, o no existían, no sé. Debe haber sido por el año 2001.
En fin, esto fue lo que escribí:
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Bienvenido,
entonces, a la Ciudad Oscura.
Lóbrega y opresiva
de noche, deprimente en el día.
El auto que manejo,
a escasos 40 km/hora, se sacude y hace sonar todas sus junturas y
tornillos que se van aflojando al son de los baches. Hay muchos
baches en la Ciudad Oscura. Tantos, que no entiendo porque tanta
insistencia en regular la velocidad del tránsito; los baches se
encargan de ello con amplia ventaja sobre los numerosos policías. Y
hay muchos policías, pero hay más baches, y algunos merecen nombre,
los baches, quiero decir. Este, seco,
parece un cráter, mientras que el que sigue, inundado de agua,
semeja una laguna en la cual se podría perder un estrambótico Fiat
Polaco.
Bordeo entonces las
traicioneras fosas, subiendo el carro a la acera, entre las protestas
de la torturada suspensión y las increpaciones de unos adolescentes
que ven interrumpido su juego con trompos. Lo que me gritan es casi
ininteligible, un argot contemporáneo pronunciado con el acento de
un español habanero que involuciona inexorablemente, pero puedo
inferir de que se trata. Los saludo con un apresurado ademán,
mientras regreso el auto a la maltrecha calle, con el cuidado de un
anciano que baja una escalera. Al pasar por encima del contén
escucho un chirrido metálico. Un pequeño tributo que le cobra al
chasis del auto la Ciudad Oscura por andar esquivando sus baches.
Hay humo, mucho humo
en las calles. Me sigo moviendo, casi a trompicones, cuando de pronto
el frente del carro estalla en luz. Está cayendo el sol, con ese
amarillo quemante de la tarde del trópico. Y entre el humo, y el sol
en los ojos, adivino la calle que no veo
para no terminar empotrado en un portal de alguna
ya de por sí ruinosa casa.
Y hoy, además,
es día de elecciones de diputados a la Asamblea Nacional.
Del radio salen
constantemente reportes acerca de lo exitoso del proceso electoral,
porcentajes de asistencia por encima del 99% , masividad,
el pueblo en pleno, qué entusiasmo. Los reportajes son
interrumpidos a ratos por spots alegóricos, instando a votar
temprano. Uno de ellos llama particularmente mi atención.
Un locutor de Radio
Rebelde, con una voz exaltada, pero que guarda un toque de
solemnidad, declama sobre un fondo de música triunfalista: “Todos
a votar por el futuro de la Patria y de la Humanidad”.
Inevitablemente
pienso, por vez enésima, que los cubanos
somos geocéntricos desde nuestras más remotas raíces. Basta
con, digamos, Martí. “Un error en Cuba, un error en
América, es un error en la Humanidad entera”. Pero a Martí se le
perdona. Martí, además de tremendista y
dramático, era romántico y valiente. Pero
la frase del locutor de Radio Rebelde hace que, perplejo,
mientras sorteo bicicletas, baches y transeúntes,
me rasque la frente.
Porque,
si bien me queda claro que el futuro de la Patria se vislumbra
desastroso, me resulta difícil imaginar a una
Humanidad que, aguantando la respiración,
emocionada, espere el ridículamente
predecible resultado de la votación en Cuba.
De
repente, una musiquita trepidante se
deja escuchar en el radio. “Allá va eso, la Mesa Redonda…”,
dice mi acompañante. De eso había
oído hablar, pero aun no me
había tocado en vivo y en directo. Sin
embargo, inmediatamente, con facilidad, se le toma el pulso al
programa.
El tema del
programa no es lo fundamental, sino el tono: aleccionador,
seguro, definitivo.
La conversación, que por momentos parece monólogo, está salpicada de términos de moda, probablemente enigmáticos para el cubano de a pie: neoliberalismo, globalización, FMI, Banco Mundial.
La conversación, que por momentos parece monólogo, está salpicada de términos de moda, probablemente enigmáticos para el cubano de a pie: neoliberalismo, globalización, FMI, Banco Mundial.
Llueven los
razonamientos sólidos, las frases precisas y conocedoras. De pronto,
me percato de que
esta gente parece tener diagnosticados todos los problemas, y
elaboradas las correspondientes soluciones. Parecería
que entonces el meollo del asunto sólo está
en aplicar esas soluciones, una vez estén dadas las condiciones
objetivas, y bajo control las subjetivas, para
finalmente entonces convertir a Cuba, de una vez y por todas,
en el país más próspero del planeta que haya existido desde el
inicio de los tiempos, por siempre y para siempre. Como
no.
El Noticiero
Nacional de Televisión me sorprende en
medio de mi visita a unos amigos. Me
sorprende más que los anfitriones revisan de reojo, de soslayo, lo
que sucede en el televisor, y eso me hace
sentir un poco incómodo, inoportuno. Para
atenuar el impacto, decido entonces
sumarme a la contemplación del NTV.
Este es sencillo.
Fidel, en no sé que
acto político, y la verborrea de turno, lo cual me
hace cerrar los ojos con resignación y suspirar discretamente. Le
sigue un fragmento de un discurso de Hugo Chávez al final del cual
el locutor del noticiero nos comunica con entusiasmo que el discurso
completo del Presidente de la República
Bolivariana de Venezuela, Hugo Chávez, será trasmitido a las seis
de la tarde al día siguiente. A estas alturas ya
tengo los ojos abiertos como platos y, con cierta
incredulidad, señalando hacia el televisor, le pregunto
al anfitrión: “Oye, ¿ese hombre dijo que van a poner el discurso
de Chávez?... “, “Ah, sí… a cada rato ponen uno…”, me
responden y en ese momento, sin que me de tiempo
para decir lo que se me agolpa en la
garganta, aparece el tercer tema de esa noche en el NTV: Lula en no
se qué evento izquierdista en Brasil; unos cubanos despotricando
acerca de la globalización en el mismo evento, y le siguen las
noticias internacionales: revueltas, protestas, catástrofes sociales
y hecatombes económicas en todo el mundo, que evidentemente está
jodidísimo, coño, que suerte la de vivir
en Cuba, parece ser el mensaje explícito.
Misericordiosamente,
aparece finalmente el reporte sobre el estado del tiempo el
cual, como es sabido, es tema de
preocupación nacional. Y en eso se acabó
el noticiero. Me despido,
me subo al carro
y empiezo a hablar sólo, ahuyentando
el mal sabor con elaboradas imprecaciones y malas palabras que
se me han ido acumulando.
Ya cayó la noche y
los portales, desdibujados, sólo se adivinan. Sombras en ellos,
gente que va a quién sabe adonde. La
desesperanza se puede agarrar con la mano. El Parque de la
Fraternidad me recibe con más tinieblas de
las que una ciudad debe soportar. En medio de esa oscuridad, casi
sólida, se mueven autos, cocotaxis, almendrones, y hasta
algún que otro ciclista suicida. Sigue
la Calzada de Monte, un túnel de miserias, de paredes
tristes, grises, negras, heridas por guardavecinos herrumbrosos y
precarios balcones en ruinas.
Belascoaín, es una
ruta tortuosa y maltrecha.
Iluminado apenas por
la luz malicienta de un esporádico farol, un anciano camina por la
acera que bordea el Mercado de Cuatro Caminos. Viste una camisa de
color indefinible y unos pantalones beige, en los que destaca un
remiendo oscuro en el muslo. Los pantalones
apenas le llegan al tobillo, dejándo
ver la delgada pierna. Sin medias, calza unos tenis remendados y
manchados. De su mano derecha cuelga una jaba, de nailon tejido y con
asas de una tela a cuadros.
Avanza despacio,
abandonando por momentos la seguridad de la acera que, en ese lugar,
además de ser muy estrecha, se
ve interrumpida por un poste de
electricidad. El anciano baja a la calle con descuido, no
parece importarle la amenaza de un auto o bicicleta. Arrastra
ligeramente los pies y su mirada, a tono con su
espalda encorvada, mira hacia el suelo un par de metros por
delante. Después de avanzar un corto tramo regresa a la acera, y
entonces es casi derribado por dos hombres que vienen conversando a
gritos, interrumpiéndose mutuamente, gesticulando con amplios
ademanes.
Uno de ellos
tropieza con el frágil cuerpo,
percatándose apenas de la presencia del
anciano, al que mira de lado, burlón, mientras le grita, “Oye
puro, mire por donde camina, consorte…”,
y se apresura a alcanzar a su compañero,
retomando la gritería casi sin pausas. El anciano
sigue su camino, arrastrando los pies, en silencio.
De nuevo llego
a otra encrucijada de tinieblas, Vía Blanca y 10 de Octubre.
La mortecina luz
roja del semáforo me detiene. Alguien en
la mañana (tan lejana parece a esta hora de desolación) me
comentó que habían cambiado las bombillas de
los semáforos por otras de menor potencia.
Para ahorrar energía, me dijo. El
resultado es una señal lumínica
agonizante que en la noche trata de abrirse paso entre toda
esa oscuridad oscuridad y que, por
el día, simplemente no se ve. Tremenda mierda.
Sigo
a lo largo de Vía Blanca, sorteando en la oscuridad los
mismos baches, humeantes camiones y asmáticos carros rusos,
cuando me sorprende un manchón de luz a mi
izquierda. Atisbo a
duras penas, en el borde del oasis de luz, un letrero que
anuncia un Rápido, y una tienda Panamericana. “Coño, tengo que
comprar cigarros…”, me acuerdo
en ese momento, y me permito
una infracción que a nadie molesta en la calle
semidesierta. Doy vuelta en U, y
entro a una
cochambrosa calle lateral que da acceso al lugar.
Parqueo
el carro al lado de unos maltrechos y hediondos tanques de
basura. A mi izquierda, ya afuera del
alcance de la luz, vociferan unos muchachos, casi todos en shorts,
camisetas y descomunales zapatos deportivos de pésimo gusto. Un par
de hombres, recostados en la cerca de mallas que circunda el lugar,
beben cervezas y me observan con
indiferencia. Otros, mas allá, me
miran, me valoran, aquilatando a ese tipo
blancuzo, que a las diez de la noche anda por la Ciudad Oscura, en
bermudas de mezclilla, un par de tenis “que-se-ve-que-son-de-afuera”,
como dijera una vecina, y con una discreta
pero brillante cadena de oro y en fin, con tipo-de-yuma (la vecina de
nuevo), manejando un carrito de turistas, y
que se baja en aquel tugurio, ubicado en el borde del otrora bello y
ahora demacrado barrio de Santos Suárez.
Una edificación de
planchas metálicas da cobijo a una especie de cafetería de estos
tiempos. Una sudorosa mujer, embutida en una blusa
blanca con sobacos amarillentos, se ve atareada detrás de un
estrecho mostrador. A su espalda un refrigerador deja
ver a través de la puerta transparente cervezas y refrescos
de un par de marcas nacionales.
Hay unas seis o
siete mesas, con cuatro sillas cada una, de plástico blanco,
manchadas por el uso y el maltrato. Algunas están ocupadas; una
pareja de ojos cansados, tres hombres que conversan en inusual voz
baja, y que beben cerveza con manos que brillan por la grasa de los
pollos fritos.
En
una mesa más alejada se sienta un
hombre de mediana edad, apoltronado en su silla, y con aspecto de
estar muy satisfecho de sí mismo. Hace unas señas
a un muchacho, que es a todas luces
retrasado mental, y le entrega dinero para
que le traiga una cerveza. La encargada del lugar levanta la vista
brevemente, inquisitiva, en dirección al hombre satisfecho. Este le
responde con un gesto que pretende ser
magnánimo, y la mujer le entrega al muchacho una cerveza Cristal sin
darle el vuelto.
El muchacho corre
torpemente hacia la mesa del hombre satisfecho, y le
coloca la cerveza enfrente. El hombre satisfecho le da un
billete de un dólar, y el muchacho mira el dinero con la boca
entreabierta, mientras esboza un rictus que quiere ser una sonrisa,
y una espesa gota de saliva le asoma a la comisura de los labios.
Entonces el hombre
satisfecho hace girar la lata de cerveza entre sus dedos, sin
levantarla de la mesa, en gesto maquinal, y pasea la mirada por el
lugar, como buscando el eco de
la impresión que su proceder generoso
debió dejar en los demás
parroquianos. Pero nadie le está prestando atención.
El lugar está
iluminado por unas cuantas lámparas de luz fría. La más alejada
del mostrador, defectuosa, parpadea con
regularidad.
Todas las lámparas
tienen algo en común: están cubiertas por moscas, que a esas horas
de la noche están ahítas. En los espacios que no ocupan las moscas
se advierten las numerosas cagadas con que han tapizado los focos,
antes blancos y transparentes, y que nadie se ha preocupado en
limpiar, quizás nunca. La luz que se logra
filtrar a través de toda esa mugre ilumina
un piso de cemento sin pulir, cubierto de colillas de cigarros,
papeles, bandejas y cubiertos de plástico y algún que otro vaso.
Todo ello pisoteado y amalgamado con el polvo gris plomo
de la Ciudad Oscura.
La encargada del
lugar termina de atender a la persona que había llegado antes que
yo. Me aproximo
para realizar mi pedido, cuando el muchacho
retrasado irrumpe por mi lado, mientras se
limpia la baba que le corre por el mentón con el dorso de la mano
derecha. Al bajar el brazo, con un movimiento brusco, hace que su
húmeda mano pase rozando la mía, muy cerca. O al
menos lo suficientemente cerca como para dejar un frío y
viscoso hilo de saliva enredado en los vellos de mi
brazo. Mientras que aguanto la
respiración y miro con cierta incredulidad
el trazo brilloso que ahora ostento, el
muchacho deja caer los brazos en el mostrador, la boca entreabierta y
la cabeza balanceándose con cierta cadencia. Pide con frases
entrecortadas algo de tomar y comer, mientras yo
pregunto por un baño. La mujer, sin
pronunciar palabra, me señala con
un movimiento del mentón hacia algún lugar a su izquierda.
Lo encuentro
en la penumbra, adonde me conduce el
inconfundible hedor amoniacal. Como puedo
me limpio el brazo, y regreso
al mostrador. Pido los cigarros, y unas
maltas. La mujer escucha sin levantar la vista de un dinero que está
contando.
De pronto, alarga la
mano, toma una caja de cigarros, la tira en el mostrador con gesto
habitual y, mientras me las ingenio
para interceptarla en su trayectoria y evitar que siga resbalando y
caiga al piso, me dice: ” ¿Cuantas
maltas, mijito? , “Seis, por favor…”. La mujer abre una de las
neveras, saca las maltas y las coloca delante de mi.
Entonces, apoyando
ambas manos en el borde del mostrador, me
dice el precio. Le doy el dinero, y le
pregunto que si por favor no tendrá una
bolsa de plástico para meter las maltas. Ella, que ya
de nuevo está manipulando el dinero, levanta la vista
brevemente y dice “Una qué..?”, y por su expresión parecería
que le pedí los aretes que le faltan a la
Luna. “Una jabita…”, le digo, y ella
mete la mano debajo del mostrador, y saca una caja
de cartón y la pone junto a las
maltas.
Acomodo
las latas en la caja, tomo
el vuelto, agradezco con una sonrisa, y
camino hacia la salida. Lo último que veo
es la mesa del hombre satisfecho, al cual en el ínterín
se unió un tipo de ojos enrojecidos, que viste un short sucio, un
pulóver con algún letrero en ingles, y unas chancletas plásticas,
de las que asoman unos dedos percudidos.
En la mesa aledaña,
el muchacho retrasado devora un perro caliente, que acompaña con un
refresco. Fragmentos informes de comida
masticada escapan de su boca, mientras ríe desaforadamente de los
comentarios de contenido sexual que hacen el hombre satisfecho y el
de los ojos rojos.
Noche
ésta de un día largo. Cansado, transito
lentamente por calles que parecen acabadas
de bombardear. Llego a mi casa y,
mientras cierro el carro, veo
por el rabillo del ojo una figura que sale furtivamente de un zaguán
en penumbras. El hombre trae la mano derecha oculta
bajo la chaqueta gris que viste, y con la mano izquierda
aparta la solapa con sigilo: ”Dime Flaco, carne de res, a dos
dólares la libra…”, dice mientras me
muestra lo que trae bajo la chaqueta: una pieza de carne colgada de
un gancho.
“Cojones
compadre, no hagas más eso, que me va a dar un infarto…”, le
digo aliviado a este
amigo con el que jugaba en mi infancia, y
que ahora trabaja en un frigorífico, “Entra pa´la casa, a ver
como es la cosa”. Termino la transacción,
despido al amigo que de niño traficaba
bolas de vidrio y que ahora lo hace con
carne robada, me dejo
caer en una butaca, y logro sonreí a mis
padres, que han observado en silencio todo ese
tiempo.
Baño tibio, y esa comida de sabor tan especial, y entonces mi hermano me pregunta, mirándome fijamente: “Oye, ¿tú no sientes la sensación esa de los cubanos que viven en el extranjero y vienen de visita, de que están locos por volverse a ir…?” Suspiro disimuladamente, y lo miro a los ojos mientras le digo, intentando una sonrisa: “No brother, aquí está mi familia, esta es mi casa…”
Enciendo
un cigarro, mientras cambio la vista y miro
más allá de la terraza, hacia la Ciudad Oscura y, sintiéndome
culpable por mentirle a mi hermano, cuento
mentalmente cuantos días me faltan para
regresar a la Luz.
conozco ese sentimiento
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