martes, 19 de noviembre de 2013

Queens state of mind

Entro a la carnicería más pequeña del mundo.

El espacio para los clientes es una estrecha franja, de apenas 6 metros de largo por 2 de ancho. Justo al lado de la puerta, que se abre directamente a la acera, hay tres hombres y una mujer. Estimo que todos están por encima de los 6 pies de estatura, buen indicio, que habla acerca de los beneficios de la carne de cerdo. Conversan en voz demasiado alta, en algo que puede ser croata, o algún otro dialecto eslavo. De vez en vez, una palabra salpica, y la entiendo.

Uno de ellos me mira y me dice, en esa bendita lengua cargada de acentos y entonaciones exóticas, donde las palabras se dicen como se leen, sin el tedioso tono nasal ni los confusos blendings, y que es el inglés de los que no hablan inglés, y que tan bien se entiende, me dice, adelante, sigue, y cuando griten, tú gritas, y entonces te atienden, así es aquí, y todos ríen con desenfado de pueblo pequeño.

Adelante entonces, adonde otras seis o siete personas esperan su turno. Aquí no cabe más nadie, pienso, y entran entonces dos personas más. Ahora todos estamos muy cerca unos de otros, a una distancia no americana, sólo que aquí no hay americanos. Me coloco justo detrás de una muchacha diminuta que habla por teléfono, en rumano, y a un lado de una mujer a la que acompañan dos niños. Uno de ellos llora de manera intermitente, y la señora le dice ¿Chto, Chto?, pero no suena a ruso. Aquí no hay rusos, que andan por Brighton Beach, al suroeste, justo al lado de Coney Island.

A mis espaldas, unos estantes que cubren toda la pared y donde hay pan fresco, sazones, patés, salsas, y otros que no logro identificar.

A mi otro lado se coloca otra señora, de baja estatura, pelo negro, y con ese tipo de facciones que yo sé que no voy a reconocer si la veo de nuevo. Aprieta contra su pecho una bolsa con una hogaza de pan, y en la otra mano sostiene un frasco con lo que parece ser harina de maíz. Me observa, lenta y cuidadosamente, con desfachatada curiosidad,  de abajo hacia arriba, tratando de ubicarme, quizás, en este barrio multiétnico. Cuando su mirada llega por fin a mi cara le digo, “Hello...” , y ella, sin responder, cambia la vista y mira al mostrador.

El inmenso mostrador es el límite y la meta. Está cubierto, lleno y rodeado por carne de cerdo y cordero, en todas las variaciones de jamones, embutidos y ahumados. Hay salamis, salchichones, tocinos, salchichas, klobasa, kalbasá, o kielbasa, y como sea que lo pronuncian los húngaros, en su delicioso lenguaje repleto de vocales impronunciables. Las carnes están sobre el mostrador, en el mostrador, en las vitrinas, colgadas del techo, apiladas, mostradas en un exquisito alarde de abundancia y variedad casi obsceno. Nombres exóticos, que van desde el búlgaro hasta el albanés.

Unos platos, colocados justo en el borde del mostrador, como ofrenda a los clientes, con una muestra de algunas de esas cosas repletas de grasa, ajo, pimentones, sal y nitritos, sabores y texturas que hacen que las omnipresentes salchichas italianas de Nueva York parezcan envoltorios de aserrín con sabor a hinojo. 

Es el colesterol en su expresión mas deliciosa, la apoteosis de lo tóxico y, si uno se va a joder, al menos debe hacerlo con clase, me digo mientras tomo una delicada lasca de un tocino que se llama tocino de Istra, según me dice uno de los ágiles y amables carniceros, pero también we have tarska, slanina, pancetta, rolled bacon of the garlic and paprika varieties, paprika bacon, chicken bacon, and garlic bacon, mangalitsa style, hace un gesto de chuparse los dedos, y sonríe. 

Salgo con dos klobasas húngaras, libra y media tocino “for cooking”, una libra de tocino curado con ajo y paprika, para comer crudo, dos libras de salchichón “neparovaná”, y un cartuchito con chicharrones, para el camino.

Menos mal que vivimos lejos de aquí...”, me dice mi esposa, filosófica y meditabunda, mientras navegamos por las atestadas calles, buscando un parkway. 

Y comiendo, por supuesto, chicharrones.

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