Entro a la carnicería más pequeña del mundo.
El espacio para los
clientes es una estrecha franja, de apenas 6 metros de largo por 2 de
ancho. Justo al lado de la puerta, que se abre directamente a la
acera, hay tres hombres y una mujer. Estimo que todos están por
encima de los 6 pies de estatura, buen indicio, que habla acerca de
los beneficios de la carne de cerdo. Conversan en voz demasiado alta,
en algo que puede ser croata, o algún otro dialecto eslavo. De vez
en vez, una palabra salpica, y la entiendo.
Uno de ellos me mira y me
dice, en esa bendita lengua cargada de acentos y entonaciones
exóticas, donde las palabras se dicen como se leen, sin el tedioso
tono nasal ni los confusos blendings, y que es el inglés de los que
no hablan inglés, y que tan bien se entiende, me dice, adelante,
sigue, y cuando griten, tú gritas, y entonces te atienden, así es
aquí, y todos ríen con desenfado de pueblo pequeño.
Adelante entonces, adonde
otras seis o siete personas esperan su turno. Aquí no cabe más
nadie, pienso, y entran entonces dos personas más. Ahora todos estamos muy
cerca unos de otros, a una distancia no americana, sólo que aquí no
hay americanos. Me coloco justo detrás de una muchacha diminuta que
habla por teléfono, en rumano, y a un lado de una mujer a la que
acompañan dos niños. Uno de ellos llora de manera intermitente, y
la señora le dice ¿Chto, Chto?, pero no suena a ruso. Aquí no hay rusos, que andan por Brighton Beach, al suroeste, justo al lado de Coney Island.
A mis espaldas, unos
estantes que cubren toda la pared y donde hay pan fresco, sazones, patés, salsas, y otros que no
logro identificar.
A mi otro lado se coloca
otra señora, de baja estatura, pelo negro, y con ese tipo de facciones que
yo sé que no voy a reconocer si la veo de nuevo. Aprieta contra su
pecho una bolsa con una hogaza de pan, y en la otra mano sostiene un
frasco con lo que parece ser harina de maíz. Me observa, lenta y
cuidadosamente, con desfachatada curiosidad, de abajo hacia arriba, tratando de ubicarme, quizás,
en este barrio multiétnico. Cuando su mirada llega por fin a mi cara
le digo, “Hello...” , y ella, sin responder, cambia la vista y
mira al mostrador.
El inmenso mostrador es el
límite y la meta. Está cubierto, lleno y rodeado por carne de cerdo
y cordero, en todas las variaciones de jamones, embutidos y ahumados.
Hay salamis, salchichones, tocinos, salchichas, klobasa, kalbasá, o
kielbasa, y como sea que lo pronuncian los húngaros, en su delicioso
lenguaje repleto de vocales impronunciables. Las carnes están sobre
el mostrador, en el mostrador, en las vitrinas, colgadas del techo,
apiladas, mostradas en un exquisito alarde de abundancia y variedad
casi obsceno. Nombres exóticos, que van desde el búlgaro hasta el
albanés.
Unos platos, colocados justo
en el borde del mostrador, como ofrenda a los clientes, con una muestra de algunas de esas cosas
repletas de grasa, ajo, pimentones, sal y nitritos, sabores y texturas que hacen
que las omnipresentes salchichas italianas de Nueva York parezcan
envoltorios de aserrín con sabor a hinojo.
Es el colesterol en su expresión mas
deliciosa, la apoteosis de lo tóxico y, si uno se va a joder, al
menos debe hacerlo con clase, me digo mientras tomo una delicada
lasca de un tocino que se llama tocino de Istra, según me dice uno
de los ágiles y amables carniceros, pero también we have tarska,
slanina, pancetta,
rolled bacon of
the garlic and paprika
varieties, paprika
bacon, chicken
bacon, and garlic bacon, mangalitsa style, hace un gesto de chuparse
los dedos, y sonríe.
Salgo con dos
klobasas húngaras, libra y media tocino “for cooking”, una libra
de tocino curado con ajo y paprika, para comer crudo, dos libras de
salchichón “neparovaná”, y un cartuchito con chicharrones, para
el camino.
Y comiendo, por supuesto, chicharrones.
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