Fidel Castro tenía el gatillo alegre.
Quería que corriera la sangre, ajena sobre todo. Quería, como todos los dictadores, tener un enemigo grande, y mientras más grande, mejor.
Quería jugar a ser David, y meterle una pedrada en la frente al otro; meterle dos o seis misiles nucleares al
territorio de los Estados Unidos, matar uno, dos, tres millones de americanos. Eso, muertos, muchos americanos muertos.
Y que comenzara con ello una guerra nuclear global. Y si Cuba se convertía en un desierto contaminado, y todos los cubanos desaparecían del planeta, vaporizados a golpe de ojivas nucleares, ¿qué importa? No iba a quedar nadie para contar la historia que lo absolvería.
Pero, cuando 50 años después el periodista Jeffrey Goldberg en esta entrevista le dice:
“At a certain point it seemed logical for you to recommend that the Soviets bomb the U.S. Does what you recommended still seem logical now?"
Él, sabio anciano en camisita a cuadros, responde:
"After I've seen what I've seen, and knowing what I know now, it wasn't worth it all.”
Qué clase de demente, neurótico, maniático hijo de puta.
Debería vivir para siempre para que viera todo lo que viene, y se retorciera en la impotencia y la rabia de los olvidados.
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