“Are you all right?”, me pregunta el dentista, con esa frase que se sabe que por estos lugares usan lo mismo con alguien que llora o con alguien que yace reventado en el concreto porque se lanzó de un décimo piso. “Si, como no”, y siento que ya debo ir pensando en otra respuesta.
“Ok, there we go…” Y me inyecta en la encía con una jeringuilla metálica, que ya es hora de que no usen más jeringuillas metálicas, coño, que son aterradoras, tanto como las demás herramientas de tortura que he estado observando en la bandeja que está a mi derecha y entre las que hay una caja con barrenas y otra con limas.
“And one more, in the inner side… three seconds, two, one. Done! You are doing very well” Este hombre conoce a sus parroquianos, y sabe cómo ir derribando la incertidumbre que provoca el pánico. “Ahora regreso…”, me dice y sale del cubículo, mientras yo paso mi lengua por los alrededores de la muela, para comprobar que ya no siento nada.
Tengo una idea aproximada de lo que va a suceder. El dentista va a destruir, a extirpar los nervios que están dentro de las raíces de la muela y la va a dejar capada, insensible al dolor. Esa es la versión corta. La versión larga en realidad dura entre treinta y cuarenta minutos. Y eso no es una idea aproximada. Es un hecho, que me lo dijo el dentista. Cuarenta minutos, le ronca, pienso mientras siento una ligera taquicardia, las manos que casi me sudan y una incipiente claustrofobia comienza a inquietarme. ¿Me taparán la cara? Porque ahí sí que no, que me ahogo, que yo…
“¿How are we doing?” Regresó el dentista. “Feeling all right?”, me dice amable. “Sí, como no”, le digo. “OK then. I am gonna put this ring…” Y comienza a describir lo que hace, yo se lo agradezco, la verdad, su intención es que yo me relaje, no es su culpa que no logre. Ahora tengo una cosa metálica alrededor de la muela y además un terso trozo de latex que va evitar que el escombro de mi muela caiga hacia mi garganta, provocándome unos deseos irresistibles de toser para no tragarme los trozos de hueso con peste a quemado, en fin, que me gusta la forma en que piensa este mecánico dental. Porque la verdad, dentista, doctor, y todo lo demás, es un eufemismo para nombrar a estos acaudalados mecánicos dentales. Este, por ejemplo, maneja una SUV Mercedez Benz, de las grandes.
“Gimme number…”, y así, de repente, comienza un diálogo entre el dentista y la asistente que consiste en él pidiendo cosas que son números y colores, y ella alcanzándole delgadas barrenas, que deben ser de acero al manganeso o al tungsteno, para un taladro de alta velocidad que abre el hueso y deja expuesta la carne, y seguidamente otras barrenas, de amplias espiras, que se usan a baja velocidad, y que entran suavemente en los canales de las raíces de la muela y salen arrastrando una pulpa rosácea que sospecho era el nervio.
Yo sé todo eso porque estoy viendo lo que está sucediendo en el reflejo del lente de un aparato que ahora flota sobre mi cara y que debe ser una suerte de microscopio, y hasta me está resultando entretenido, inclusive me relajé bastante, debo admitirlo. “Ud tiene tres raíces en las muelas, sabía? Más trabajo para mí…”, me dice el doctor que también parece divertido, y por un breve instante me siento mutante del circo particular de los dentistas. Y entonces arremete y comienza a raspar el interior de los canales, con unas delgadísimas limas que alcanzo a ver y que me aterra pensar que se pudieran partir y quedar atrapadas en los canales de mi muela, y que en lo adelante cada vez que pase por el chequeo de seguridad de un aeropuerto suene la alarma y Homeland Security me ponga en la no-fly list, y que…
“Nos quedan unos diez minutos…”, me interrumpe el hombre, y comienza a recitar las precauciones que debo tener, que debo y que no debo hacer, mientras va colocando unas barritas blancas dentro de los canales, “You´ll feel now some pressure and there is going to be some smoke…”, y así es, la presión es insignificante, pero veo una ligerísima voluta de humo salir de mi boca, y la peste a goma quemada me inunda la nariz, mientras el doctor sigue recitándome con voz monótona los síes y noes, y ya está, otra radiografía, just to check my work, y en la pantalla se ve una imagen de una masa oscura de la que parten tres largas raíces, y que puede pasar por un tubérculo.
El regreso a casa es sabroso, alegre, la luz brilla más, hay mejores colores y el tráfico no me molesta. Debo estar inundado de adrenalina, endorfinas y quién sabe qué más, y todavía tengo dos horas de anestesia. Buenas noticias por doquier.
Sin embargo, no dejo de pensar en lo último que me dijo el mecánico dental:
“La otra muela, la hacemos en una semana…”
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