El Boli era el tipo de la sonrisa fácil. Lobuna, diría yo, pues el Boli tenía esos colmillos protuberantes que uno asocia con depredadores, vampiros, o con Hilda Rabilero.
El Boli no es muy alto, quizás mida un metro setenta, y siempre miraba a los ojos cuando te hablaba. Y cuando te hablaba, lo hacía como su padre: con dicción clara y un deje algo despectivo, con tono seguro, definitivo, aleccionador, como si estuviera siempre diciendo la esencia de las cosas. El Boli, con 15 años, hablaba como un cuadro dirigente.
Venía frecuentemente por la casa, a visitarnos, manejando el carro de su padre, un Lada rojo. Entraba, los colmillos relucientes, manoseando el mazo de llaves que invariablemente me distraía, pues ni lo colocaba en el bolsillo, ni lo dejaba sobre alguna mesa. Juguetaba con él, nerviosamente, y el tintineo de las llaves, que era la música de fondo del discurso del Boli, podía llegar a ser exasperante.
El padre del Boli era un funcionario que viajaba al extranjero con frecuencia. Tenían una casa amplia en Santos Suárez, de puntal alto, llena de sombras frescas. En la sala, desde encima de un mueble que guardaba copas, vasos con banderas e inscripciones conmemorativas de varios países, e inútiles platos con diseños rococó, destacaban un televisor Sony Trinitron y una videocassetera Betamax, que cubrían con un trapo cuando no los estaban usando. Más arriba, en la pared, colgaba un cuadro oscuro, con una silueta a contraluz de la cara de Fidel, y de una voluta de humo.
El día que el Boli nos anunció que, terminando en la Lenin, se iba a estudiar medicina, estábamos precisamente en la sala de su casa, reunidos para ver una película llamada “La Espada de Gedeón”, en inglés, sin subtítulos, la acaba de traer el viejo de Canadá, nos dijo mientras colocaba el cassette en el aparato de video. Yo me aburría como una ostra, pues no entendía que estaba pasando en la película, cuando el Boli dijo lo de la medicina, y eso dió pie a felicitaciones, conversación, y creo que hasta dejamos de ver la película y jugamos dominó.
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La medicina, pues tiene características únicas. Es la profesión más demandada, más importante, más apreciada, y requiere vocación infinita. Y es, hipocráticamente, altruista y humanitaria en su fundamento.
Es por ello que los médicos, es sabido, son miembros distinguidos y destacados en cualquier sociedad. Nadie les escatima ni cuestiona privilegios ni emolumentos. En los Estados Unidos, por ejemplo, es una profesión que se asocia con el bienestar económico. Mi dentista, por ejemplo, maneja un Masseratti, tiene su yate en la Florida y juega golf en Arizona.
El Boli, por su parte, sin mayores carencias, fue un feliz estudiante de medicina.
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En el año 1992, en una de mis breves visitas al barrio, me encontré al Boli. Vestía uniforme militar que parecía quedarle grande. Estaba muy delgado, algo demacrado, lo cuál por demás era un signo de esos tiempos. Le dí un abrazo, y olía a sudor, a gasolina y a calle recalentada. Su cara estaba oscurecida por el sol y por el hollín que le impregnaba los poros. Ando en una moto que me asignaron, nos dijo en algún momento, ya sabes, en las FAR la cosa es más fácil, tengo jabita, con comida y cosas de aseo personal, y ahí voy tirando.
Y sonrió con timidez, los colmillos apenas asomando.
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Médicos sin Fronteras, por ejemplo, es un gran ejemplo de altruismo. También Orbis International, el avión equipado con un salón de operaciones, esperanza itinerante para los afectados por problemas oculares. O Barrio Adentro, la iniciativa popular soportada por más de 40,000 médicos cubanos y el petróleo venezolano. O los 14,000 médicos cubanos que en Brasil trabajan en zonas marcadas por la pobreza, cobrando solamente una fracción del salario, cuya mayor parte es abonada directamente por el gobierno brasileño al gobierno cubano, lo cuál es un gran ejemplo de altruismo rentable.
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Hace unos días hablaba con un gran amigo. “O mira al Boli”, me dice de repente, “Cardiólogo, cirujano, tú sabes, y está hecho pinga. A la casa se le cayó el portal, y por dentro la tienen toda apuntalada. Allí se quedaron los viejos, él les da una vuelta a cada rato, porque pasan tremendo trabajo con todo. Él está metido en un cuarto por Ayestarán, viviendo solo. El carro ya no funcionaba, lo vendieron porque no podían mantenerlo, y además está pasando las de Caín con tres chamacos, divorciado, ya tú sabes... Dice que lo que está es loco por una misión al extranjero, para cualquier lado, a Papua Guinea, a la Antártida, adonde sea, a ver si se busca unos pesos...”
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Pensé en el Boli cuando vi que estaban enviando médicos cubanos a otra misión altruista, esta vez a combatir el Ébola en Africa. No sé si esa sería la oportunidad que el Boli está buscando, porque él no es epidemiólogo. Pero si no es esta, es la que sigue. O la otra.
Porque mi amigo el Boli, cardiólogo y cirujano, tiene una emergencia.
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“Ah, y se le cayó un colmillo, brother. Ahora tiene una sonrisa extraña, como indefensa, ¿tú sabes?...”