De tal manera, comenzó a mediados del siglo veinte una Era de corta duración –ahora así parece, corta-, época de roces y tensión global, que alguien llamó con mucho acierto Guerra Fría.
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Digresión necesaria:
Guerra Fría que pobló tierras, aguas y aire, de nuestro ya de por sí frágil planeta, con bombas, misiles de cualquier alcance y ojivas nucleares, capaces de convertir -con eficiencia de matarife que pocos alcanzaron a imaginar- este desafío a la entropía que llamamos La Tierra, en otra roca más que girara sin propósito alrededor de un Sol que no alumbraría nada que valiera la pena; Guerra Fría, decía entonces, que se extraña.
Se extraña, porque fue la última época de la Humanidad donde los adversarios lucieron divisas que los distinguían sin lugar a equívocos, a la usanza de los caballeros que, adarga en brazo y pica en ristre, se placían en destripar a un semejante para mayor gloria de su dama y su blasón; divisas ideológicas, tatuajes de alianza, que permitían señalarlos y exclamar, “Ajá, ahí va un amigo, pero aquel de más allá es un hijo de puta”; que podía ser comunista o capitalista, daba igual, pero que estaban contenidos por fronteras, agrupados de tal manera que era posible decorar los mapas con colores que los diferenciaban: azul para los buenos, rojo para los malos, color mierda para el resto.
Y que, en caso de aquel hipotético Armagedón que nos iba a pulverizar -a algunos-, a incinerar -a otros- a exterminar -a todos-, pues cada parte sabía, con error de un par de metros si acaso, donde debían caer sus cabezas nucleares para acabar de una vez con nuestros pesares.
La Guerra Fría, que se marchó -la ingrata-, y nos dejó a merced de su sucesora, la Era del terrorismo musulmán y su dios de odio; metástasis esta que ha desbordado las fronteras, antes tan bien guardadas; que ha añadido colores difíciles de describir a los nuevos mapas, donde las siluetas de amigos y aliados cambian bajo la presión de hordas de fanáticos; nueva Era en la que ya no es posible decapitar al enemigo, con un bombardeo atómico de adecuada intensidad, que deje páramos de pesadilla donde ahora mora la pesadilla del terrorismo.
Fin de la necesaria digresión
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Los protagonistas de la Guerra Fría fueron, por una parte, el bloque de países capitalistas con desarrollo industrial, tecnológico y humano, aliados a los Estados Unidos de América; de la otra, estaba el nuevo grupo de países llamados socialistas, aliados -vasallos sería un mejor término- de la Unión Soviética.
Los locuaces politólogos y analistas de toda laya hicieron entonces gala de un poder de síntesis poco usual, y bautizaron a esos dos grupos de naciones como el Primer Mundo y el Segundo Mundo, respectivamente. Cuestión de ahorrarse un párrafo, supongo, al momento de describir dichas coaliciones en monografías y charlas.
Hicieron también en esa ocasión derroche de tacto -tacto ese precursor de la idea de lo correcto a la hora de hacer política, concepto este donde hay más exotismo que astucia, pues la política es el arte de hacer lo incorrecto con tal sagacidad que un hijo de puta pase por líder-; tacto entonces, decía, que denominó a los países pobres, que no pertenecían ni al primer ni al segundo grupo, y que solo tenían para ofrecer en esa contienda de titanes, en el mejor de los casos, culturas ancestrales, materia prima y olas de emigrantes, como Tercer Mundo.
El Segundo Mundo, y el socialismo como sistema social, han sido -felizmente- de los períodos de menor duración en la Historia conocida; su desaparición hizo obsoletos todos esos conceptos creados para la Guerra Fría; su legado, si de algo sirvió, fue para dejar un mensaje en la Historia advirtiendo qué no hacer, qué es lo que hay que evitar a toda costa.
Fueron, sin duda, los grandes perdedores del siglo XX –y si alguien piensa que fue Alemania, con su fracaso en dos guerras mundiales, o Italia, o Japón, inclusive si alguien piensa que fue el fascismo, pues piénselo de nuevo…-
La efímera existencia del Segundo Mundo mostró además que el socialismo, como variante extrema de lo que aun llaman izquierdismo, es solo un atajo escabroso e innecesario entre capitalismos; fue, con su doctrina anticapital, sus “medios de producción colectivos”, con su aplastamiento de la creatividad del individuo, la paradójica prueba de que cualquier tendencia ideológica necesita para sobrevivir, como condición imprescindible –aunque no suficiente-, del capitalismo y su feroz capacidad para producir riqueza.
Los primeros en adoptar e imponer el socialismo -a la fuerza y sin sentido común-, hace más de dos décadas que renunciaron a esa pesadilla; ya ni siquiera la Unión Soviética existe, desintegrada al disolverse la mano de hierro que mantenía unidos retazos tan dispares que hoy son naciones independientes -y hasta en pie de guerra entre ellas-.
Sobreviven a esa lamentable aventura histórica tan solo un par de países: Corea del Norte, -de nuevo, el que piense que China es socialista y que fue el socialismo el que la ha traído a ser casi la primera potencia económica mundial, por favor, siga pensando- y Cuba; dos reliquias de la Guerra Fría, malas mutaciones del izquierdismo, donde los ciudadanos son víctimas de la hideputada de sus desgobiernos -que ya saben de sobra que esa cosa no funciona- que siguen en esa inercia de los tiranos, que es conservar el poder a como dé lugar.
El segundón y su fracaso son entonces una alerta a la que hay que prestar atención; son un “No pase” que se debe respetar a ultranza. Su memoria se irá diluyendo en la distancia de los años; irá a parar quizás a un capítulo en algún libro aburrido, que colocarán en el último anaquel de la biblioteca más modesta.
Al final, pues ya no quedará nadie que siquiera los recuerde; y será así porque es sabido que, de los segundos, a la hora de las cosas importantes, nadie se acuerda.
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