sábado, 25 de abril de 2015

Epifanía de fin de la Era parida, después de medio siglo

“La ciudad se derrumba…” 
Y él ahora ya lo sabe… 


Años antes de pasear -aburrido- por Praga, de disfrutar -ansioso- la novedad y el desenfado del DF, de andar el Ámsterdam fugaz, de tocar apenas Frankfurt; antes de sudar en el Azúcar, y singar en las arenas de Cancún, -y otra vez, y otra vez-; tiempo antes de atorarme con el polvo del desierto de Samalayuca, de caminar -como un demente- Madrid; antes de remontar la madrugada en Acapulco, de buscar desayuno a las tres de la mañana en Alicante, y sólo encontrar una congolesa ávida de sexo de la que -confieso sin pena- tuve que huir; antes de Nueva York y Miami, antes de deshidratarme en Chitchen Itza y congelarme en los Tatra, antes del frío y lo limpio, antes de lo gourmet y lo sano, ya la mierda inundaba La Habana, y yo la vadeaba.

Cincuenta años antes de que Silvio decidiera cantarle a la gente correcta, medio siglo antes de ver el documental de sus conciertos en los barrios bajos de mi Habana, yo sabía de qué se trataba, porque yo, insisto, ya estaba allí.

Yo no sé qué ven otros en ese documental.

Quizás vean la poética, el lirismo -¡ah, qué maravilla el lirismo!-, el compromiso de Silvio Rodríguez con las masas, su poder de convocatoria, de cómo logró sumar a la comparsa a Frank Fernández, a los Papines, al inevitable Feliú (el muerto y el vivo, que no es lo mismo, pero es igual); a Amaury el-de-la-voz-temblorosa, y a Rodríguez Rivera (que sigue pegándole la gorra también en el blog, por cierto)

Consideran tal vez interesante ver a Silvio, héroe urbano, empapado de masas peligrosas -lo que se encargan de remarcar una y otra vez en el documental, que hay riesgo ocupacional, que esos barrios son de pinga, oye, reportando desde el Kalahari, subidos a una mata; con el agua al pecho en el Indico sudafricano, tiburones blancos por tos laos…-. Mientras, Silvio, el misericorde, contemplando la miseria inherente a la gestión de sus desgobernantes: Silvio, asombrado de que haya gente, de que esté la gente, tan pero tan jodida.

Yo, bueno, yo tengo quizás cortedad de vista: no me emociona Silvio, ni su gira, ni su asombro a destiempo, ni su compasión; lo que yo veo es un tipo que dice que hay que hacer cambios, así, en general; quizás cambiar el cauce del río de aguas albañales aquí, o el material del techo que no protege de la lluvia, allá. Cambio, dice.

Pero Silvio quiere que si desvían ese desborde de fosa, y si por fin le ponen teja de fribrocemento al techo, que le dejen por favor el machete de Maceo, y sus razones -las de Maceo-; que quiere todo eso, para hacer no sé qué cojones, y entonces el que se asombra soy yo, porque resulta que el machete, las razones, las causas y la mierda de país ya estaban -siempre habían estado allí- cuando él armó su primera tarima de concierto. Ya estaban, inclusive, mucho antes, cuando él era diputado a la Asamblea Nacional del Poder Popular, y le cantaba las mismas cancioncillas épicas a su comandante, en un pulcro e iluminado teatro rebosante de lacayos enguayaberados.

El mea culpa del documental es sua culpa, y también sobre la culpa nostrum; pero, en realidad, de pura casualidad incluye a Silvio, porque es, ante todo, sobre la miseria total de los cubanos; es también sobre el quemante remordimiento que llega con la tercera edad, con el “¿Qué hice, cojones?”, sobre lo que ya estaba antes que “Ojalá”, antes de la flauta, el chelo, la guitarra, la poesía y los poetas. Pero el que espere indignación en los que intervienen, es un iluso; hay sólo resignación, y eso sí, musiquita.

Siempre -desde siempre, para siempre- han existido en La Habana los barrios marginales, las fosas desbordadas, la desesperación nuestra de cada día, el desamparo, el aturdimiento; Silvio, sin embargo, que sólo había atinado a amenazar a aquel que le echó basura imperialista en su verde jardín, exuberante de tanta ideología y panfleto, apenas se espanta -canta- con la noticia de la basura que sus ídolos han dejado acumular durante décadas y que, para colmos, no piensan limpiar.

Es, la verdad, indignante. Pero yo, a pesar de todo, no culpo a Silvio.

(Todavía le preguntaría, sin embargo, qué le parece, a posteriori, la idea de haber arengado a argentinos, chilenos y mexicanos, durante décadas; qué opina de haber estado promoviendo revolución cubana por toda América Latina; si valió la pena estar defendiendo esa cosa que, mientras el cantaba y cantaba, demolía el país y la Ciudad. Todavía le preguntaría, además, cuán necia le parece la idea de ser necio; lo convidaría, incluso, a la mierda correcta. Pero pienso que perdería mí tiempo si lo hiciera)

No lo culpo, insisto entonces, porque dentro del cinismo del lirismo, tiene buenas intenciones; no lo culpo entonces por tener remordimiento.

A Silvio, a todos, se nos derrumbó la ciudad -el país-; mientras los escombros iban cayendo, en silencio, ignorados por la complicidad de un desgobierno que es -hoy ya lo sabemos- lo peor que le ha pasado a la nación cubana, algunos cantaban -cantar draga el alma-; otros, nos íbamos, para no tener que palear más mierda de puerco -la mierda tupe los tragantes-, para no seguir llenando tanques de agua a cubetazos -que eso jode la espalda-

Ver de nuevo lo mismo que vi en La Habana hace un par de décadas, y ver que el desastre es, ya no igual, si no peor, es aplastante. El documental tiene ese mérito: no el relato del safari de Silvio y sus amigos, sino el traer la crónica de La Habana triste, tan lejana del Casco Histórico y el Festival del Habano, como lo está un futuro digno para esa toda gente que vive en el desamparo.

Hay uno que dice que espera que el futuro sea mejor. Hay otro que dice que a él se le acabó el futuro. Hay una joven que ya no dice porque el sollozo la ahoga. Otros –su dios los ampare- dicen que eso, aquello, es lo que quieren. Algunos, le agradecen, coño, gracias por cantarnos. Los más, callan, ríen y hasta gozan; “es que los cubanos somos así, alegres…”, se escucha de repente. Y yo me consumo de tristeza.

La Habana entonces todavía me hace escribir cosas. No lo puedo evitar: ahí está, derrumbándose un poco todos los días; como los sueños de la gente jodida, que Silvio descubrió en su epifanía de fin de Era ya sin el corazón; se desmorona la Ciudad, como lo hacen las cosas abandonadas; se va consumiendo, como mi vieja, cuando iba cediendo ante el Parkinson implacable.

La Habana se muere entonces, y ya no hay nada que yo pueda hacer por ella; La Habana, carajo, mi querida ciudad astrosa, que todavía me hace llorar.

Alec Heny ©

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