Él era un hombre que, por personalidad y por la naturaleza de sus actividades cuasi delictivas, gustaba de mantener un perfil bajo; ella era una mujer, digamos extrovertida, que ponía especial cuidado en no dejar la menor duda acerca de sus sentimientos.
De tal manera, cada vez que esa pareja discutía por algo, en el momento más álgido del conflicto, ella abría la puerta de la calle, salía al portal, caminaba hasta la acera, bajaba a la calle, y allí se paraba entonces, los brazos en jarras, encarando al esposo que la observaba, en silencio, a través de una de las ventanas de la sala.
Seguidamente, a la usanza de orilla barriobajera, vulgar y ordinaria, le gritaba con voz desgarrada:
“¡Tú lo que eres es un maricóoooon!“
Y la gente, pues se divertía con esos infelices que no sabían, no ya resolver sus problemas, sino siquiera mantenerlos en casa.
Ayer, me acordé de ellos.
Me resulta familiar la imagen, muy familiar...
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