“Sábanas blancas, cagadas, en los balcones…”
Perdón, Gerardo Alfonso
No es algo que yo me proponga, este asunto de La Habana; ella sigue aquí, enredada entre mis cosas, porque así es, así de simple: ni yo la retengo, ni ella se entromete.
No la invito, no me acosa: pero va conmigo a todas partes.
Decido consultar con otro habanero, uno experto en nostalgias; jalo una silla, y me siento frente a Martí: José -le explico, a trompicones- en esencia, estamos de acuerdo; que mi asunto con La Habana no es el amor ridículo a la tierra, ni a la yerba que pisan nuestras plantas; que en el denso núcleo urbano donde nací, crecí, y comencé a reproducirme, la tierra era escasa: apenas había unos manchones, confinados en descuidados canteros; que era más probable pisar mierda de perro que yerba; que la yerba era para limpiar mis suelas de la mierda; que yerba le decían a la marihuana; que la Patria te la han hecho mierda; que decían que él, José, lo había prometido; que Fidel la había hecho mierda; Fidel, que es una mierda de gobernante, tan pegajosa que no se cae de las plantas de los pies frotando con la yerba; que él, Fidel, sí se cayó: se hizo mierda una rodilla; que ya no procesa los alimentos; que de hablar tanta mierda sus tripas se confundieron para siempre, que perdieron el norte y sur, que ahora van de este a oeste: tiene un ano lateral; que ya no se sabe si habla o caga; que no hay forma, entonces, que me olvide de que la Habana está hecha mierda, llena de mierda de perro, que
Han hecho mal en dejar
los mojones en la acera;
Porque así, llena de mierda artera,
No sé, yo no la quiero pisar
decía, lo cumplió él, Fidel, siguiendo la idea que le achacó a él, a José; que se dice que lo hizo por su condición de biranés, guajirito acomplejado; nunca le gustó habana ni habaneros; que el arique y acento se le vinieron quitar en los 80; que se la está llevando, a La Habana, con él, a la tumba; sin prisa, sin pausa, pero seguro; que en un acto de justicia necesaria lo van a enterrar lejos de la Ciudad; allá, contigo, a tu lado, Maestro José…
Se levantó, pensativo; se marchó, en silencio; levantó un brazo, a manera de despedida, y extendió el dedo de medio. “Eh, conmigo no…”, comencé a decirle, pero se desvaneció, fosca, en una fosa desbordada, el alma trémula y sola.
Me percaté entonces que, al final, ni siquiera le había hecho mi pregunta. No alcancé a contarle tampoco que, para colmo, la Habana que yo extraño, ni siquiera existe; que los que la compartían conmigo también se fueron; que los flacos desgarbados ahora son gordos con calva incipiente y mal aliento a los que no interesa lo que digo; que algunos, inclusive, han muerto; que otros ya no son ellos; que La Habana es un recuerdo que me frustra tanto como no tener dieciocho años de nuevo para esta vez hacerlo todo mejor; para mejor pedir asilo en Gander esta vez; no subir al avión de Cubana, dejarlo que partiera sin mí, que no me llevara de regreso a un rodeo de trece años, una pausa de once más, para al final venir a recalar aquí, a un tiro de piedra de donde todo debió comenzar hace tanto tiempo, tanto, que aun no había celulares, ni Internet; difícil de imaginar, yo sé; difícil de imaginar que, teniendo aquella oportunidad de oro, la cambiara por una de mierda de perro, y hasta pagara por la diferencia.
Difícil, además, de asimilar, yo sé, que, para colmo, después de tanto rodeo, pausas, y atajos mal tomados, venga a estar añorando una ciudad en harapos; tan sucia, tan codiciosa, que se quedó con mi infancia -las cosas sencillas-; y todas las novias, cinco asquerosas posadas de desespero, dos litros de semen, y un malecón; pero no ese -el que vi de madrugada, desde la burbuja fría de un autito alquilado; un muro infeliz, hirviendo, asediado por una horda oscura de mejillones sin esperanzas, buscando el fresco sobre la piedra triste; bebiendo ron, gritándose, simiescos-; es otro malecón el que buscaba, y resulta que ese tampoco existe.
Yo la amputé entonces a La Habana. Me amputé yo. Aun está ahí, sin embargo; ella, que ya es otra, doliendo como un fantasma -¡tan absurdo!-; yo, que tampoco soy el mismo, ando trazando añoranzas con la vehemencia de un rabo de lagartija cercenado.
Como decía: no es algo que yo me proponga, este asunto de La Habana; ella sigue aquí, enredada entre mis cosas, porque así es, así de simple: ni yo la retengo, ni ella se entromete.
No la invito, decía, no me acosa: pero va conmigo a todas partes.