Necesito el préstamo, decía, para comentar sobre un asunto sobre el que he leído en estos días: un evento que tiene lugar en La Habana, y que se llama “Primer Taller Nacional de Informatización y Ciberseguridad”. En serio, ese es el nombre del evento, y usaron esa palabra, informatización.
Inevitablemente recordé unos cursos en que tuve la oportunidad de participar allende en los 90, en mi destrozada ciudad natal, y donde nos impartieron conocimientos sobre finanzas, marqueting, negociaciones, costos, y otros instrumentos de uso común en el sistema capitalista; instrumentos que se suponía debíamos aprender a manejar para aplicarlos en nuestro entorno laboral en Cuba. En serio, un par de cursos, y la misión de mejorar lo inmejorable.
Pero yo estaba entusiasmado, debo admitirlo.
Para empezar, teníamos merienda; un pan con una croqueta, barnizado con una somera salsa de tomate, y un vaso de un dulce líquido de color amarillo fosforescente con sabor a mantecado.
Por otra parte estaba lo que estábamos escuchando de boca de aquellos señores –compañeros, debería escribir, si ajustara de nuevo el vocablo a la ocasión- que, armados de dispositivas, parte en inglés, parte en español, - al parecer se las habían pirateado de un curso canadiense para gerentes de nivel medio, según se alcanzaba a leer en una esquina de las láminas- nos llevaban al capitalismo y sus prácticas, terra incognita para nosotros; hablaban, y las ideas que nos mostraban eran música renovadora para mis oídos sucios de doctrina y hollín de guaguas Ikarus.
El sentido común, y la sobriedad que de manera inevitable regresaba cada vez que pasaba mi precaria euforia de aprendiz, hizo que me acercara a uno de los compañeros profesores y que le dijera que me sentía como alguien al que le han obsequiado un auto deportivo en un país que no tenía carreteras.
Me miró con uno de sus ojos extraviados –el otro miraba en una dirección que no logré precisar- y me dijo, con voz firme y algo ronca después de las dos horas de conferencia, que era evidente que me faltaba optimismo, que le parecía mentira ver tamaño pesimismo en un joven como yo. Y dio por terminada la conversación.
Hace veinte años que el optimista profesor terminó con esa tajante respuesta nuestra breve conversación, que me gustaría retomar, por cierto, sólo para explicarle la magnitud y razones de mi pesimismo, pero ya no es posible. La verdad, ni siquiera es ya importante.
Y he aquí que también veinte años después, en ese taller de informatización que tiene lugar en La Habana, y que en serio se llama “Primer Taller Nacional de Informatización y Ciberseguridad”, al parecer se traza política, de la buena, la política de la informatización, del acceso a la informativividad, de cómo se deben informativizar a los cubanos, a los que no tienen acceso a la red, ni a ciber cualquier cosa; a los cubanos que no tienen la computadora para conectarse, ni el dinero para pagar un servicio de Internet, que ni siquiera gozan del derecho a informarse con libertad sobre lo que quieran y que, en lugar de información, tienen informatización. Así de sencillo.
Claro, mucho más sencillo que andar trazando “políticas” sería si hubiera cuatro o cinco proveedores de internet, sin censura, y millones de cubanos con ingresos suficientes que les permitan pagar esos servicios.
También sería mucho más sencilla, por supuesto,otra Cuba, donde el acceso a la información fuera simplemente un derecho, y no una “política”.
Otra Cuba, donde además hubiera por fin carreteras para ideas que necesitan viajar con la velocidad de carros deportivos.
Otra Cuba, sin “informativización”, donde ya no haya profesores ingenuos, ufanos de tanto optimismo cómplice del desastre nacional.
Una Cuba donde se honre, finalmente, el demagogo lema del Ministerio de Comunicaciones, que señorea desde lo alto de un edificio sobre la Avenida Boyeros, allende en mi ciudad en ruinas.
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