No es una tarea fácil, ni agradable, advierto. Tampoco es amena, ni visualmente placentera; es, en todo caso, agobiante; apesta, además, a lugar en ruinas, habitado por polvo viejo, orinado por gatos, cagado por perros. Pero no hay que desanimarse, insisto: es necesario que se vea y escuche al delfín cubano, a Alejandro Castro Espín.
Hay que hacerlo, y no porque lo que dice el delfín valga la pena. De hecho, es como escuchar a un guapo de barrio detenido en una esquina tratando de convencer a los transeúntes que su guapería es universal, y no de poca monta.
Si quisiera resumir mi impresión, al verlo/escucharlo en la entrevista que le realiza el periodista Iazonas Pipinis Velasco nada menos que al pie del Parthenon, en Grecia, diría que el delfín es un angustioso deja vu.
Habla, habla, habla. Compulsivo, invasivo. Enronquece mientras inunda al infeliz que lo escucha –que, como yo, no tiene la maravillosa posibilidad de pulsar la pausa, de prisa, y tomar un respiro–, lo inunda, decía, con una verborrea de medio siglo de espesor; histérica, fluida, inflamada de dogmas, apuntalada por falacias enclenques, salpicada con citas, nombres, cifras, personajes, clichés, como moteado está un esputo con mala sangre.
Los ojos del delfín no se ven: están ocultos tras oscuros cristales polarizados de espejuelos que recuerdan a los de su padre; su nariz es roma, corta, mientras el bigotillo y la rala perilla le confieren un nostálgico aire de decimonónico revolucionario ruso, o de izquierdista trasnochado, de esos de la América de ellos. La boca, entreabierta entre frase y frase, es clara en su intención, que no se admiten interrupciones: “Aquí el que habla soy yo”, es el mensaje y la idea tras el gesto. O, como le dice en algún momento al pobre periodista, “pérate, déjame terminar, que es una idea importante”, y sigue hablando mierda. A borbotones.
El delfín se deleita escuchándose y haciéndose escuchar. Se siente político, historiador, experto. Desbarra en un español de acento gutural, barriobajero, ceceante por momentos. No responde, divaga en grande. Chapotea, más bien, con la elocuencia y argumentos de instructor de marxismo para adolescentes; la verdad, hasta parece estar convencido de la porquería que dice.
De repente se hace evidente que su tío, el mesiánico, está a su lado, detrás, dentro de él. Lo posee. El discurso es tan manido, tan agotado, tan anacrónico, tan absurdo, que por momentos pareciera que el anciano, como a un mal actor, le estuviera dictando al oído el parlamento.
Imperio, imperialista, enemigo, Estados Unidos, capitalismo, capital, gran capital, despiadado, brutal, nuestros logros, nuestra determinación, el pueblo, campesino, obrero, el pueblo que sabe, que conoce, que sufre, que ha sufrido, que no volverá a sufrir, nosotros, los pobres, los valientes, democracia representativa burguesa, democracia participativa, ¡la buena, la democrática, la cubana, cógela aquí!, y el imperio, más imperio, elite de poder imperial, la cámara de los lores británicos representa a la nobleza, la crisis, la de allá afuera, y nosotros ahí seguimos, sin problemas, solidaridad, y el pueblo, otra vez. O todavía. Esa es su arenga. Eso es lo que hay. Delfín chillón, muelero y hablador de cáscara.
El delfín Castro es el heraldo de su mediocre dinastía de guajiros biranenses devenidos dictadores; es su Hombre Nuevo. Ha sido encargado de vigilar a todos menos a su padre, y de llevar en brazos el cadáver de la Involución; de tal manera, los ayudó, al padre y al cadáver, a vadear el 17D, y los está depositando, hediendo e intactos, un día más allá, dejando claro al que esté prestando atención que no valen ni Obama, ni conversaciones, ni buenas voluntades: que allí, y que se entienda de una vez, no ha pasado nada.
El delfín es entonces otro Castro, la continuidad de la dictadura, la misma cosa. Es, aun siendo notoriamente mediocre, el heredero.
Hay días, los mejores, en que el destino de la nación cubana parece no poder empeorar. En otros, los días peores, pues aparece gente oscura. Como este neo Castro, o sus amanuenses, que por ahí andan, recordatorios todos de que, si bien se puede ser optimista con el futuro de Cuba, la realidad no tiene nada que ver con el optimismo.
La realidad, que es este legado del general presidente: el delfín, y la neurosis de sus chillidos.
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