Hace un par de días,
y otros también, injuriaba, ya más por hábito
que por otra cosa, a ese al cual le debo mi prosperidad y mi blog.
Ese hombre al que le
debo, además, haber relanzado mi carrera profesional, tener una vida
plena, menos carencias para mi familia, haber conocido países y
regiones increíbles, y el vinagre balsámico.
Le debo, debo decir,
tener acceso ilimitado a Internet, y este asco de teléfono
inteligente que me esclaviza con ese acceso constante a noticias,
correo, mensajes y aplicaciones que de van de lo útil a lo absurdo.
Gracias a él he
conocido con sorpresa que la mierda de perro no tiene que cubrir las aceras; como si fuera poco, aprendí a
manejar, y a ser un consumista que ayuda a prosperar la economía,
comprando lo que me hace falta, y lo que me gusta.
Le agradezco
especialmente esa increíble oportunidad de que mis padres hayan
conocido, entre otros, la Sierra Madre, aquella a la que Humphrey
Bogart fue a por un tesoro. Y que mi madre, niña de nuevo entre
pinos y robles, se lo recordase a quién quisiera escucharla.
Que tipo ese,
caramba, que, con metódico argumento, me proporcionó toda la terrible
referencia de un país arruinado y en ruinas, para que yo pudiera
apreciar como nadie la delicia del inmenso discurso de una calle limpia y una
pared pintada.
Debo mostrar,
entonces, que he aprendido a ser agradecido.
Debo desearle, junto con el 20% de los cubanos del planeta que viven
felizmente fuera de Cuba (no vaya a ser que se nos muera en la víspera), una larga y triste vejez a Fidel Castro.
Amen.
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