No es tarea corta,
ni sencilla, desmontar una nación.
No es simple asunto deshacer un intrincado tejido social, fabricado
durante generaciones, y convertirlo en lamentables pingajos. No lo
es.
Pero se logra.
Quizás la manera
más simple y rápida de lograrlo sea un holocausto nuclear; barrer
con fuego y muerte y dejar un páramo donde nada vivirá en milenios.
Se borra, simplemente.
Pero hay, por
supuesto, maneras más largas y complejas de llegar a los desastres.
Esas maneras transitan, paradójicamente, a través del pensamiento;
pero del pensamiento obtuso, el mesianismo, y las tiranías.
En los lugares donde
hubo, y hay, mentes preclaras, si bien pueden ser impotentes para
detener una eventual castástrofe nuclear, al menos se han asegurado
de mantener a los dictadores lejos del poder. De esa manera, todos
los poderes, en particular el ejecutivo, tienen que ser electos
periódicamente, y pueden ejercer solamente por un tiempo
razonablemente limitado. Leyes que, a la usanza de los telómeros y
las Parcas, acotan el poder y la vida política de los hombres.
Pero en los lugares
infelices donde se instaló la sinrazón, no hay leyes que valgan: la
nación se pudre. Casa grande, abandonada por la buena suerte, se
cubre de moho, se llena de fisuras, y la apuntalan con consignas.
El verdadero reto
comienza, entonces, al tratar de reconstruir. Pensando diferente, que
es la única manera de hacerlo. Es en ese proceso cuando surgen
opositores, pocos y valientes, que se enfrentan abiertamente al
desastre, y quieren cambiar el status quo. O también aparecen quienes, pactando con la
tiranía, juegan a ser contestatarios, y se quedan dando tristes
vueltas al poste mental al que los tienen atados.

Triste Cuba, tristes
tiempos, donde las opciones son tan escasas como pobres.
Tal parece
entonces que ni adentro, ni afuera, ni en un lado, ni en otro, están ya listos aquellos que, alzando los brazos, pudieran armar, de nuevo, a la
quebrada nación cubana.
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