Termina Marzo, y es lunes, y es un momento tan bueno como cualquier otro para escuchar buena música (¿hay otra?)
Y debo decir, entonces, que hay un hechizo hinóptico en el
obstinato barroco: el sublime de los mantras, y el mundano de los
estribillos. Toman mi mente, y
todas, y la colocan en un delicioso fraseo monótono, que causa
placer y acrecenta el disfrute.
Es por esa razón quizás que, después que alguien redescubriera el Canon de Pachebel, este se ha vuelto inmensamente popular, y la oportunidad de escuchar esta maravillosa pieza está en cada boda cursi, y cada vez que se pide sopa.
Pero, si el Canon es reclinarse, cerrar los ojos, y sonreirle a la amable penumbra, he aquí otra oportunidad, algo que escapó apenas de la Edad
Media, y que evoca doncellas, danza, buen vino y luz dorada. Y, como
el Canon, cada versión es un espectáculo per se. Disfrutad, entonces, la Ciaccona, de Antonio Bertali, en dos versiones, y es imposible decir que una sea mejor que la otra.
Y no confundais el
chicharrón con la carne, porque luego hay cada gente por ahí que
da espanto: si deciden buscar música divina, y se encuentran en el
camino a Fidelio, del sordo Bethoven, sepan que eso no tiene nada que
ver con el esperpento caribeño, que con ese sólo pegan las marchas,
y Silvio Rodríguez.
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