Puesto a pensar en el
inmenso fenómeno de las redes sociales, el hecho de que alguien
encuentre amigos que no ha visto en 20 ó 30 años, o que reciba
información de todo tipo, con mucha frecuencia más rápido que
usando las agencias de noticias (y el que no lo crea, que pruebe
Twitter) o que tenga un lugar propio donde escribir lo que le venga
en ganas y sin censuras, vamos, todas esas se bastarían solas como
razones para la existencia y persistencia de las redes sociales.
Tiene todo el asunto el
encanto de poder participar desde cualquier lugar, desde el más
glamoroso hasta el más miserable. Nadie sabe si eres tartamudo o si
escupes al hablar. La laptop sobre el regazo o la computadora sobre
una mesa desvencijada, da igual. Nadie te mira, nadie se asombra de
las paredes despintadas o de la vista al mar, o del calor o del frio.
Nadie te huele, nadie te escucha. Sólo te leen, sólo ven lo que
quieres que veas.
Pero la maravilla suprema
es que es voluntario y espontáneo, es opcional, nadie te obliga: es
el non plus ultra del ejercicio de la libertad.
Sin embargo, la gran razón
que ahora sostiene las redes sociales es, en realidad, el narcisismo.
Y no es malo, no hay que
alarmarse. Es, al cabo, el mismo narcisismo que nos compulsa a hablar
y querer ser escuchados, o a vestir a nuestro gusto o estilo, o a
invitar al amigo al mejor restaurant de la ciudad, o quizá del
mundo, o a lucir una mujer deseable y hermosa, o a ofender el olfato
ajeno con una colonia de olor penetrante.
Es, en definitiva, la cosa
humana.
Después, clara y
dolorosamente, está Cuba.
Cuba, donde lo espontáneo,
voluntario y libre necesita de interpretaciones, intermediarios y profundo análisis; donde para asimilar la avalancha se precisa de asociaciones, foros, grupos,
seminarios, censores, copistas, escribas y defensores.
La cosa cubana. Cuba, que,
por todas esas razones que sobran, da pena.
Razón de más para que no
me la pueda sacar de la cabeza.
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