martes, 12 de junio de 2018

Trump, cubanos, y el necesario equilibrio

Ustedes recuerdan al Presidente Obama. Claro que sí.

Obama, que con su política de mano extendida hacia el gobierno de Raúl Castro logró cosas interesantes.

Los cubanos que todavía tenemos que interactuar con Cuba, y los de adentro que viajan, incluyendo a la disidencia que aborrece a Obama por haber estrechando la mano de Raúl Castro, nos beneficiamos grandemente, por ejemlo, cuando las aerolíneas americanas comenzaron a viajar a Cuba, echando con ello abajo el monopolio y la extorsión de las compañías chárter que operaban desde Miami.

En no menor medida disfruté, y conmigo una gran parte de los cubanos, el placer de haber visto y escuchado al presidente de los Estados Unidos, un negro por demás, decirle todas las verdades necesarias en la cara a los desgobernantes cubanos y a sus desesperados lacayos.

Se las espetó en vivo, frente a frente, en el discurso más relevante que se haya pronunciado en Cuba en los últimos sesenta años, conviniendo en que por comparación todas las agobiantes diatribas de Fidel Castro fueron muela, retórica y pienso ideológico para su ganado entusiasta, ese que todavía les llena la plaza los primeros de mayo.

Como si fuera poco, Barack Obama le puso fin a la campaña más machacona, bobalicona e interminable que se haya visto para que sacaran de prisión a unos espías mediocres. Tan solo por eso los cubanos de la isla deberían profesar eterno agradecimiento al presidente Obama, si no fuera por esa decisión de última hora de derogar la ley de pies secos/pies mojados, que los ha dejado encerrados en la maldita isla.

Pero nada de lo que hiciera Obama en su affair con Cuba, por más que haya sido el único presidente americano que desarmó el discurso antiamericano y antediluviano del desgobierno cubano, les pareció bien a esos cubanos de siempre, a nuestros morenazis.

Más democráticos que un ateniense de antaño, más radicales que un Che Guevara, más inclaudicables que vagina de meretriz con telarañas en la despensa, cuando se trata el asunto de juzgar los hechos de un presidente, por supuesto, demócrata.

Obama fue para ellos, y lo sigue siendo, el presidente traidor que estrechó las manos de un dictador; el que entregó todo (¿?) a cambio de nada; el que quebró el sacrosanto paradigma de castristas y morenazis por igual -pues los extremos, como furtivas manos de amantes, se tocan allá en lo oscuro- de que con Cuba es todo o nada; Cuba que, a estas alturas, es más nada que algo.

Es Obama, dicen, además, aquel que violó otro principio, ese esculpido en el basalto que sostiene la dignidad del gobierno de los Estados Unidos: no se pacta con dictadores.

Pero henos aquí, apenas dos años después que Obama tomara La Habana sin disparar un tiro, que el presidente Trump, en necesario y loable afán de evitar una escalada que pudiera terminar en un conflicto nuclear de desastrosas consecuencias, y después de bravatas, insultos y pueriles guaperías, acepta negociar con un dictador, hijo de dictador, nieto de dictador, heredero y continuador de uno de los regímenes más represivos y bestiales del planeta.

Los mismos que querían lapidar, castrar y desmembrar a Obama por un estrechón de manos, ahora se deshacen en loas, laudes, vísperas y patrióticos alaridos porque este su ídolo, el presidente Trump, le ha estrechado la mano a este otro dictador. Como si fuera poco, han conversado cuatro horas, almorzado, reído, y hasta se han palmeado los flancos en súbita camaradería.

Esta vez, parece, todo eso está bien. Parece también estar OK que nuestro presidente diga con entusiasmo, del que antes llamó Rocketman, que es un joven inteligente, amante de su nación y su pueblo. Amante de su nación y su pueblo. Piensen en eso. Piensen también en las hambrunas norcoreanas, los campos de concentración, la población desnutrida al punto de tener menor estatura y complexión comparado con sus homólogos del sur; piensen en los miles de muertos, en los funcionarios volados a cañonazos. Amante de su nación y de su pueblo. Give me a break.

Debía haberse detenido el presidente Trump en su intención de, a cambio de una supuesta y verificable (palabra de orden) desnuclearización, proveer de los medios a Norcorea para que construya carreteras y llene los estantes de los supermercados, y no extenderse en repugnantes elogios a nada menos que el nefasto Kim Jong Un, en un más que obvio intento de hacerle bajar la guardia acariciándole el ego.

A Kim Jong Un, nada menos. ¡Ay, Trump y sus técnicas de negociación 101! Pero ya se sabe que la verborrea es un mal -para sus fines, ha sido un bien- del presidente Trump.

Pero pienso que, obviando por ahora todas las objeciones morales, éticas, la decencia, el compromiso con los valores de los Estados Unidos y el mundo libre, y usando solo el más árido pragmatismo (realpolitik, que le llaman), pienso es prematuro hablar de lo que se haya logrado o no en la reunión entre Donald Trump y Kim Jung Un. Ya veremos.

Regreso entonces al tema de este texto: el equilibrio, o su ausencia. Sería ideal poder mantener un equilibrio necesario so pena de seguir arrastrándonos los cubanos por estos tiempos como al menos dos mitades de un todo disfuncional. Pero sabemos que no será así por mucho más tiempo que el que tenemos disponible.

Sonrójese entonces sin pena cada vez que mencione que Obama fue un traidor y que Trump no lo es. No se va a salvar de la desfachatez y la incongruencia, ni aunque mencione un higher purpose. Admita que es cosa de preferencia política. Que Usted anda por este mundo escorado a la derecha, anclado por la Trumpolitik; que le encantan esas incoherencias, la compulsión, la falta de conocimiento, pericia y oficio. Usted acepta al presidente así, y que le aproveche. Tampoco es mal que dure cien años. Ocho, cuando más.

Tenga decencia. No se engañe ni engañe ni pretenda.

Porque se necesitaría, para ese hipotético equilibrio, de todos. De Usted, cubano extraño, también.

Anthony Bourdain: solitario y unknown



Nunca se veía peor Anthony Bourdain que las pocas veces que sonreía. El rostro se le partía en groseros dobleces, inflamado como una máscara de Botox, los ángulos de su patricia expresión desaparecidos como por arte de un malintencionado sortilegio.

Qué tipo para ser arrogante, pensé una de las primeras veces que vi uno de sus programas, hace ya muchos años en México.

En aquel entonces Bourdain leía cartas de televidentes que le proponían ir a sus países o ciudades a filmar una crónica. Lenguaraz e irreverente, se burlaba de unos, ridiculizaba a otros, hasta que por fin “escogía” un destino que fuera lo suficientemente exótico para su público.

Pero Anthony Bourdain evolucionó. Sin dejar a un lado su sarcástica personalidad y siempre con la lengua suelta y afilada, se fue adentrando en el arte de la crónica de viajes de una forma magistral.

El cocinero se fue tornando en escritor, cronista, antropólogo, a veces sociólogo; inteligente cicerone semanal para nosotros, los que nos pudrimos en el sofá de la casa. Me hice entonces adicto a sus programas.

Bourdain me parecía un hombre fascinante y sombrío, con lo oscuro de la madrugada de las metrópolis, y la brillantez de las noches de Nueva York.

Bohemio y post hippie, era más facil imaginarlo en intensas sesiones de whisky y cocaína, y nunca de esposo amoroso y preocupado, como alguna vez mostró en uno de sus programas –su esposa participaba en una competencia de artes marciales en Brasil.

Bourdain parecía una soccer mom. Debo admitir que fue de las pocas ocasiones en que percibí algo falso en sus presentaciones. Aquel entusiasmo filial no me convenció.

Y es que nunca se notó más solo y fuera de lugar Anthony Bourdain que ese par de veces que permitió atisbar en su vida personal, ya sea como padre, o como efímero esposo de una beldad italiana.

Además, ¿a quién se le ocurre pensar que un tipo como Anthony Bourdain puede ser un feliz hombre de familia?

No era ese nuestro Bourdain; era otro y no el que en nuestro egoísmo e ingenuidad (¿quién realmente sabe qué tormenta asola un alma ajena?) demandábamos ver.

¿A quién le interesaba además saber cómo le iba a su hija en la escuela o a la esposa con sus deportes, cuando Bourdain podía llevarnos hasta una orgía alcohólica en una aldea de las selvas de Malasia o mostrarnos qué se comía en los pantanales de Brasil?

Bourdain era un vagabundo bohemio y genial –vagamundo debería ser palabra– y por ello trascendió el clásico programa culinario de la televisión americana, de cocineros remaquillando recetas trilladas, de comidas asquerosamente pantagruélicas, de competencias anodinas.

Con sus viajes y reportajes dio rienda suelta a su incisiva curiosidad, a su mordaz escepticismo, insuflando una bocanada de buena televisión entre tanta bazofia.

También visitó Cuba. Allí lo vi almorzando comida italiana (?), manoseando la pasta con un apático tenedor y escuchando, aburrido, las respuestas que le daba su acompañante, un americano aplatanado en la Habana.

Parco en elogios, pródigo en preguntas incómodas, sus sobremesas solían ser más interesantes que la comida en sí.

Sus shows “No Reservations” y “Parts Unknown” (el tema musical de este último, minimalista, áspero, elegante, es definitivamente un sonido Bourdain) nos quedan como obra inconclusa de un hombre solitario que, en espantosa decisión, se dejó engullir por su oscuridad.

Anthony Bourdain, chef, escritor, viajero, juglar, se nos ha marchado por la puerta trasera de su bar personal, tambaleante, sin despedirse.

Se fue como probablemente vivió: solitario, de madrugada.

Y ya lo estamos extrañando.

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Artículo publicado originalmente en OnCuba