martes, 27 de septiembre de 2016

Votando en gris

Después de la prolongada, y ciertamente agobiante, campaña electoral para la presidencia de los Estados Unidos, quedaron tendidos en el camino más de una docena de anodinos candidatos republicanos en una rebatiña tan atestada como aburrida, mientras que, por su parte, el proceso electoral demócrata estuvo tan desangelado que incluyó a un desconocido, y hasta a un socialista.

Nos ha dejado, entonces, la campaña electoral, con lo que se supone es la crema y nata de las opciones presidenciales del país: Donald Trump (R) y Hillary Clinton (D).

Trump, el candidato imposible, que se abrió espacio a codazos con una retórica agresiva, brutal por momentos, agitando espantajos. Como el beodo soez que grita medias verdades en la penumbra de una cantina, divirtiendo a los parroquianos, Donald Trump se ha dedicado a despotricar, a decir lo que una parte del asustado electorado conservador gusta escuchar.

En un país donde el racismo está a flor de piel, donde la violencia y las masacres insensatas son lo de cada día, donde los dementes armados causan más daño que los terroristas islámicos; donde la brutalidad policial, sazonada con el prejuicio racial, asesina negros de manera preventiva; en un país donde el costo de la vivienda es absurdo, donde el precio de la atención médica es astronómico, donde estudiar una carrera universitaria es una inversión comparable al absurdo de la vivienda, en este país, a esa gente, Donald Trump le balbucea al oido que los inmigrantes tienen la culpa de todos los males, que él sabe arreglar -sin que todavía le haya dicho a nadie cómo piensa hacerlo- economía, política internacional, energía, sociedad, America y el resto del planeta; que él, por cierto, va a hacer a America great again, sin explicar qué es great, por qué no es great, o cuándo dejó serlo, según su visión; todo expuesto con abundancia de histrionismo, bravuconería, con derroche de incoherencia, y sus seguidores le creen a pies juntillas.

Un charlatán, un oportunista, ególatra autoritario con sentido del espectáculo: esa es una de nuestras opciones presidenciales.

Hillary Clinton, la candidata del sistema, es la otra.

Pero Hillary miente.

Nada es tan importante, ni el espectro de Benghazi, ni la rémora de malas decisiones en las que la Secretaria de Estado Clinton estuvo involucrada -al cabo, errare humanum est (…); ni siquiera el asunto del mal uso de servers privados para correos electrónicos confidenciales es fundamental: nada es tan importante, insisto, como mentir.

Sobre todo, porque aun no se sabe a ciencia cierta por qué miente Hillary, qué se oculta detrás de tanta obstinación en no abordar, de una sola vez y por todas, con imprescindible transparencia, lo que estuvo mal en el manejo de los correos electrónicos, y cuál ha sido, o pudo ser, el alcance de tal negligencia. Y, como si no bastara con tanta incertidumbre, Hillary Clinton ha evitado ofrecer conferencias de prensa en los últimos meses.

¿A qué le temen Clinton y su equipo de campaña?

Recientemente un juez federal ordenó que la mayoría de los correos electrónicos no fuera hecha pública hasta después del día de las elecciones presidenciales. ¿Coincidencia? No lo sé. Pero de no serlo, ¿por qué?: ¿qué se está tratando de ocultar?, ¿qué verdad es esa que necesitaría una demora para que no interfiriera en la posible elección de Hillary Clinton?

(…) sed in errare perseverare diabolicum, “pero perseverar en el error es diabólico”, es la segunda parte del latinajo que habla acerca de que es humano cometer errores. Y Clinton y sus asesores perseveran.

Hillary Clinton está blindada por el poderoso establishment demócrata, como se demostró durante la Convención de ese partido: mientras Trump entró a la Convención Republicana aclamado como un mesías, Clinton necesitó prácticamente tres días de discursos, arengas y performances de artistas, personalidades y políticos, incluyendo al presidente Obama, para exorcisar obstáculos, para silenciar a la disidencia de izquierda, para confirmar una nominación que, si bien era lo que se esperaba, estaba amenazada por la acometida de Bernie Sanders y sus Berniebros, y, en no menor medida, por la propia antipatía que acompaña a Hillary como un mal olor.

Ayer en la noche entonces, al fin, tras todos estos meses electoreros, se vieron las caras Trump y Clinton en el primer debate presidencial.

Casi todo lo que he leído esta mañana -incluyendo medios conservadores- dan por ganadora del debate a Hillary Clinton. Yo no esperaba menos: aun sin tomar en cuenta la obvia ineptitud de Trump para el oficio presidencial, sus “propuestas” se basan en wishful thinking; promete fabricar el perpetuum mobile, pero no dice cómo lo va a hacer. Todo lo que necesita Clinton entonces es atenerse al sentido común, a propuestas concretas, a un plan de acción presidencial realizable.

Y así, hasta el día de las elecciones.

Ese día pienso usar mi voto como diminuto ladrillo en el dique de contención que debe contener a un mal mayor.

Ese día, por cierto, yo no voy votar por Hillary Clinton. El 8 de Noviembre yo voy a votar en gris, en contra de Donald Trump.

La elección presidencial, mi primer Presidente en los Estados Unidos: una elección que nos deja el sabor terrible de una nación condenada a malas opciones.

jueves, 22 de septiembre de 2016

OCD

No todas las mañanas tomo la cámara cuando salgo para el trabajo. Por supuesto, después lo lamento porque siempre hay algo interesante que fotografiar.

Pero, cuando la llevo conmigo, es una carrera contra la luz. Me desespero al ver como se esfuma el sol que apenas alumbra, como se queman los dorados irreales, como se hace añicos la suavidad irrepetible de los amaneceres del otoño.

Siento que pierdo la competencia todos los dias; el fin de semana te levantas a las seis de la mañana, me digo, te vas a esa costa rocosa, y haces quinientas fotos de la luz sobre al agua, en el agua, a ras, a lo lejos, de muy cerca.

O te vas a la playa. O a la calle; en todas partes hay algo irrepetible que espera por mí unos segundos y después se marcha para siempre.

Pero no me levanto.

En las tardes también se me olvida la cita, en medio del fragor de la casa y la cosa familiar. Tal es así que, también esta vez, pasé por alto ese par de días cuando la caida del sol se alinea con mi calle -mi callehenge-, y un tunel de luz amarilla, repleta de magnífico polen, se extiende hasta perderse de vista.

Y a pesar de la desidia, para mi asombro, se me acumulan las imágenes. Las manipulo con avara fruición; borro, inmisericorde, chapucerías y abortos -tomar doscientas fotos y que ninguna sirva es lo mejor que le pueda pasar a un fotógrafo-; clasifico entonces, trato de poner orden en la compulsión, muestro algunas.

Lei alguna vez que Jimmy Hendrix se frustraba porque tenía sonidos en su cabeza que no podía reproducir. Asusta saber que aun el talento de un genio tiene límites. Yo, atado por la mediocridad de mis manos, no sé pintar, no sé dibujar más allá que un rostro de payaso para hacer sonreir a mi hijo. Pero tengo imágenes que me acosan y, para mi sorpresa, he encontrado algunas en la fotografía.

Sigo, entonces, compilando. Placer. Diversión. Terapia.

OCD

jueves, 8 de septiembre de 2016

Red social

De tanto ir y venir, ya la familia no necesita casi nada de los enseres básicos, mucho menos de los superfluos.

Le regalamos entonces por su cumpleaños al suegro, hombre anti tecnología por crianza, indiferencia y simpleza, un teléfono celular: un Blu, desbloqueado, que se dice diseñado en Miami, fabricado en China, destinado al mercado latinoamericano, y que va a ser usado en lo adelante para breves conversaciones entre Cuba y Nueva York.

Y resulta que, como si fuera poco el adelanto, este teléfono Blu (Bold Like Us, dice que significa el acrónimo) es uno de estos aparatos llamados “inteligentes”.

Aún no tiene asignado un número -de eso se encargará ETECSA que, a cambio de moderada suma, le suministrará además un miserable plan de llamadas- pero el WiFi de nuestra casa ya le permite conectarse al mundo virtual cuya existencia, hasta ahora, mi suegro ignoraba.

Es decir que, mucho antes de marcar su primer número en su flamante teléfono, el suegro ya puede navegar por internet, hacer videollamadas por Skype, enviar/recibir mensajes, ver fotos de niños con cáncer, manipular aplicaciones tan inútiles como entretenidas, asombrarse de toda la irreverencia que hay más allá del NTV y el Granma. Ya inclina la cabeza hacia la pantalla esclavizante, como hacemos todos, hacia lo que ofrece la red: porno, noticias, deporte, política; el mundo ilustrado, explicado, a gritos y en colores; la libertad en la palma de la mano, el planeta bajo la yema del dedo.

Facebook también, por supuesto.

Inmediatamente después que el eficiente servicio de Amazon entregara el paquete en nuestra casa, mi esposa inició a mi suegro en la red social. Le creó una cuenta; le explicó, grosso modo, de qué se trataba el asunto. “La gente en comunicación, papá”, le dijo, “Gratis, rápido: ¡la modernidá!”, sonrió mientras mi suegro la miraba con velada perplejidá.

Pero, contra todo pronóstico, el hombre se apropió agilmente de la novedad; no en balde las redes sociales tienen diseños que apelan a la intuición. Está el suegro, entonces, en la red, y en Facebook.

“Oye, esta gente está loca...”, me dice ayer, y me muestra un video que un sobrino ha colgado, video que evito mirar, y donde una mujer le propina garrotazos a otra que está postrada en una silla de ruedas. “Y ayer puso otro, mira, esta mujer, pegándole a un niño...”, añade y me mira, con expresión casi culpable, asombrado. “Esta gente está loca pa´ la pinga...”, concluye, con un muy inusual exabrupto en un hombre que destaca por su decencia.

La gente loca a la que se refiere no son solo los protagonistas de los videos: aunque no lo diga explícitamente, aunque no lo admita en voz alta, los locos son también sus recién adquiridos contactos virtuales: la familia y los amigos con los que se ha tratado toda la vida y a los que, en el mundo virtual, ahora apenas reconoce.

Son la gente de siempre, que de repente parece preferir el morbo, la invocación religiosa, las cadenas de información falsa e insensata, los desastres de todo tipo, los clichés, los chistes de mal gusto, los memes más pedestres. “No escriben nada, solo ponen esas cosas...”, se asombra el suegro, y mira de nuevo a la pantalla, como dudando si esos nombres que ve en el pequeño rectángulo del teléfono, nombres tan familiares, sean realmente las personas que él conoce, y no unos impostores.

***

Mi Facebook sintético me salva de buena parte de ese fenómeno. Vamos: puedo con total tranquilidad eliminar de mis contactos, sin que ello represente una ruptura familiar o una amistad quebrantada, a quien publique algo que no me agrade. Ya lo he hecho, y se siente como librarse de un estreñimiento.

Por otra parte, me doy el lujo de leer a personas interesantes, de hacer nuevas amistades, muchas de ellas ratificadas en el mundo exterior, y tan solo por ello valen la pena Facebook y mi duplicidad.

Facebook, que en su sugerencia explícita de aceptar o no a alguien en nuestro entorno virtual, nos da la solución: a la familia uno no la escoge, pero a los amigos sí. De tal manera mi suegro, y la mayoría de las personas que conozco, están condenadas a seguir en la red social una versión gráfica de su vida cotidiana. Yo, privilegiado, instalado en el ser o no ser, me procuro voluntariamente un status de fantasía para que mi vida real, la otra, no sea tan cotidiana.

***

Así es entonces que, gracias al regalo recibido, nuestro nuevo elemento en la rutina diaria, además de tomar café recién colado a las cuatro, o sentarnos a la sombra, en el patio, a repetirnos historias, es la pregunta, siempre esperanzada de buenas noticias, con la que me recibe el suegro en las tardes: “Y entonces, ¿qué se dice en las redes?”

Yo, pues le cuento; él, deslumbrado y triste, atrapado por la impericia en la navegación digital, me muestra en su Facebook videos de venezolanos asaltando supermercados vacíos, disidentes protestando en La Habana, y un meme que se burla de Raúl Castro.

Nos va a extrañar el suegro cuando regrese a su vida habanera. Va a extrañar al nieto, sus tardes en el parque, y el café de las cuatro. También es posible que ahora, con más información, mire con otros ojos a sus amigos y familiares que tan extraño se comportan en el mundo virtual. Tal vez hasta intente deslumbrarlos, contándoles todas esas historias censuradas y nunca vistas en Cuba.

Sin embargo, a fuerza de repetirlas, la indiferencia terminará por tomar por asalto al asombro. Condenado entonces otra vez a Granma y NTV, solo le quedará a mi suegro la nostalgia por la familia lejana, un teléfono ciego, y una nueva carencia: la red social.  

martes, 6 de septiembre de 2016

Atraco

No es que yo piense que las cosas deban ser gratis.

Vamos: yo sé, nosotros los cubanos sabemos, que lo gratis no funciona.

Un auto, una casa, una chuleta, me las venden porque quieren mi dinero. Eso está bien. Eso es intercambio, de mi dinero por algo de calidad, que eleva mi nivel de vida, y viceversa. Incluso, a veces solo es algo Made in China, adocenado, barato, pero al final uno paga por ello un precio razonable y el comerciante, y el fabricante, y sus empleados se hacen con una parte de mi dinero. Y eso, insisto, está bien.

También pienso que el que estudió universidad en Cuba debe pagar por recibir las notas y el plan de estudio para ser usados en el extranjero. ¿Por qué no? Es un servicio más por el que hay que pagar.

Tomo como ejemplo que, en fecha reciente, mi alma mater, allende en Europa del Este, me envió a Nueva York mi plan de estudios y notas, un par de papeles que me sirvieron para validar mi ingeniería, y hasta una maestría adicional a la que ya tenía, todo por apenas cuarenta euros, envío incluido.

Pero Cuba, por su parte, con la misma indecencia que propone un carro de segunda, y de uso, en cientos de miles de dólares, vende el mismo trozo de papel con información que, por demás, nos pertenece, y lo hace a un precio exorbitante.

Cuba, a sus nacionales los despoja, los atraca a pleno sol, con esa estafa que arma el desgobierno cubano a través de esa cosa llamada consultoría jurídica, cosa de nombre rimbombante en paisito mierdero, y que no es más que otro pedazo de la fachada del conglomerado de instituciones y regulaciones que no tienen otro propósito que esquilmar a los cubanos exiliados que aun tienen a su familia como rehén en Cuba.

Casi seiscientos dólares ($600) por sus notas y plan de estudio, por un par de cuartillas de papel, ha tenido que pagar mi hija allá en Cuba. No me jodan.

No digo nada nuevo al recordar aquí que el desgobierno cubano es escandalosamente incapaz de hacer funcionar algun tipo de economía. Muy al contrario, ha demolido las infraestructuras, ha aniquilado la voluntad individual; se ha dedicado, como puta venida a menos, a ser el mantenido del mecenas de turno.

Tal parece que lo que sí se le da a ese bodrio es la esterilización de tierras; tal parece que por allá las lluvias siempre hacen daño, que el clima siempre es adverso, que las semillas no germinan, que los animales no copulan, que los peces también han huido a otros lugares, donde los saben pescar.

Entonces, aplastado por su descomunal ineptitud, el desgobierno, en su desesperada búsqueda de dinero ajeno, nos explota a los que hemos tenido la oportunidad para rehacer nuestras vidas, y el talento para ganar el dinero necesario, lejos de toda aquella porquería de país, pero que aun, por desgracia, tenemos allá a alguien que nos necesita

Mi buena noticia es que cada vez me queda menos tiempo para cerrar, de una vez y por todas, ese capítulo. Mis hijas vienen en camino y, el día que por fin lleguen a los Estados Unidos, el desgobierno cubano perderá a este vasallo y su diezmo.

Mientras, me resingo en la madre de todos ellos.

viernes, 2 de septiembre de 2016

Historias de Gretel

Tengo algunas historias sobre alguien a quien llamo Gretel. Algunas ya hasta tienen final escrito; otras están a menos de medio escribir.

En lo que decido qué hacer con ellas, he aquí algo al respecto:

***

Gretel regresó a Cuba a exorcisar un par de sombras y a desenterrar a sus muertos.

A su madre, pasada de coqueta, rallana en puta, y diabética; muerta por demasiado ron, aun más cigarrillos, sobrepeso de grasa de cerdo y fritanga de viandas.

A su padre, alcohólico, pendenciero, abusador, ahogado por un enfisema.

Gretel regresó a Cuba y dejó las sombras intactas, en sus rincones. Los huesos de sus padres, guardados en una funda de almohada que se robó del hotel, los tiró en una loma de basura que supuraba un caldo negro y fétido de tres semanas de fermentación.

Esa misma tarde, mientras la muchacha alistaba sus maletas, un destartalado camión cargó con la podredumbre y los huesos. El taxi que llevaba a Gretel al aeropuerto cruzó por debajo de puente de 100 y Boyeros justo cuando el camión descargaba su inmundicia en el basurero de 100.

Gretel murmuró unas gracias apresuradas, le regaló veinte dólares al taxista, y se alistó para irse de nuevo, y por última vez, de Cuba.

Un hombre, en camisa de mangas largas, nariz y boca cubiertas con un pañuelo sucio, la cabeza cubierta por un sombrero astroso y los pies por unas botas raídas y sin cordones, hurgaba en la basura y encontró la funda.

Cuatro horas después, mientras Gretel subía a otro taxi en el aeropuerto Benito Juárez del DF, el hombre, sentado a la vera de unos matorrales, revolvía un caldo hirviente, la cena de esa noche.