viernes, 21 de abril de 2017

Tres

“¿Qué es eso?”, me pregunta mi hijo que nunca ha visto una letrina.

Una letrina, le digo.

“Pero no hay dónde sentarse para hacer caca...”

Y le explico.

No la parte que no entiendo, o sea por qué no hay muebles de porcelana en estos cagaderos tristes y en su lugar hay letrinas de acero inoxidable, a ras del piso, sobre las que el necesitado debe agacharse, en precario equilibrio, evitando las paredes salpicadas, haciendo malabares con la ropa, heces, orina, colgaduras y la eventualidad (dos veces marca tendencia) de que no haya papel sanitario.

Le explico entonces la teoría del uso para que, en caso de emergencia -¡Fíjate, sólo en emergencia!-, sepa cómo se usa una letrina contemporánea.

Uno nunca sabe cuándo va estar desamparado y en apuros.

Terminamos entonces de orinar, en colectivo, a distancia suficiente para evitar las gotitas que, ágiles, rebotan sobre el metal, y nos vamos tomar al tren que nos llevará a Venecia.


***

Nos toca un día miserable.

Por alguna razón, relacionada a las vacaciones de Semana Santa, hoy Venecia está muy concurrida. Inundada, diría, sino fuera tan cliché. Definitivamente, invadida.

Para colmo es día de venduta y, a cada paso, en la ruta de quienes desandan la Serenísima para llegar por fin a la Plaza San Marcos, destino obligado, hay numerosos kioskos con frutas y baratijas, haciendo más difícil la caminata.

En algunas esquinas hay unos vendedores, con aires del Medio Oriente, o la India, que venden todos el mismo juguete: una masa amorfa, que lanzan contra un cartón colocado en el piso, y la masa, de colores brillantes, se extiende, para después recogerse con lentitud orgánica.

Mi hijo insiste, y le compramos una, y antes de que acabe el día ya habría reventado la cosa azul que vende esa franquicia de señores mediorientales -¿un villareño será medioriental?-, o de la India, y que deja los dedos de mi hijo pegajosos. Debe ser silicona, digo esperanzado, y le prometo no comprarle más mierdas en estas trampas para turistas con hijos antojadizos, por mucho que me ruegue.

***

Pero Venecia es, a pesar de todo, magnífica.

Y osada: se da el lujo de ponerle nombres a pasajes de anchura apenas suficiente para que camine una persona, y los llama calles.

Venecia, genialidad italiana, ha hecho del escombro una atracción singular.

Magnífica, a pesar de bisutería, grafitis, paredes deterioradas con muy buen gusto, y de la turbamulta que, fluyendo de selfie en selfie, viene desde Chitchen Itza, Praga y Times Square, y que va hacia Paris, Florencia, la Estatua de la Libertad, o cualquiera que sea el próximo lugar que se os ocurra visitar.


***

Uno mira la ciudad, y ella te devuelve la mirada: colgando sobre canales opacos, verdosos, mil ventanas vacías -Venecia está perdiendo los ángulos rectos a fuerza de siglos asentándose en el fango de la laguna-, mil ventanas que observan, indiferentes, la estampida que se ha desatado tras la caída de los muros y la recién adquirida opulencia de los chinos.

Venecia merece soledad.

***

“¿Qué tal Venecia?”, me pregunta la señora que nos recibe.

Es alta, de pelo blanco, dientes disparejos, grandes, prominentes, espejuelos elegantes, de marco azul. Viste un jeans algo percudido, y delantal de jardinero. Del bolsillo le asoman unas tijeras de podar.

Es su serenidad la que seduce. Conversamos. Venecia, el viaje, claro, y Trump, y la bomba de dieciseis millones de dólares que se dice mató a treinta y seis mujaidines.

A 450,000 dólares el mujaidin, tax included, y la señora enarca las cejas.

Horrible asunto ese de la ineficiencia en la guerra moderna.

Y nos muestra su jardín.

Explica, sin alarde pero con satisfacción de jardinera, el diseño del rosal, un laberinto circular, que semeja un sol, donde ha sembrado trescientas plantas de rosa búlgara, rojas serán cuando florezcan, antes de ser cosechadas y su esencia extraída, envasada y vendida en una parte de la extensa propiedad que han convertido en emporio y café.

El diminuto negocio lo administra uno de los hermanos de la contessa.

Que son diez, los hermanos que comparten la propiedad, me cuentan, los condes y condesas que heredaron este castello -construido sobre las ruinas de un castrum romano- de sus padres y estos a su vez de matrimonios y alianzas que se extienden hasta más allá del siglo XV, cuando fue adquirido el castillo, por entonces en manos de familias vasallas de los obispos que controlaban la region, por los primeros condes de la dinastía.

Encontramos al hermano de la señora, más alto aun, con aire ausente y sereno -la serenidad parece la marca de familia-, en un pabellón de paredes de piedra y techo de vigas, donde vende frascos con esencia de rosas, pañuelos, y tijeras de podar en estuches de cuero repujado.

La luz de la tarde entra por una puerta que conduce a un jardín privado. Del otro lado, un pasillo, y más allá de dos portones está el café, con apenas cinco mesas y cuidada decoración, donde el amante marroquí del conte nos sirve expresso y dulces sicilianos.


***

La Plaza San Marcos es enorme, pero no cabe un alma. Que digo alma: ni siquiera hay espacio para que se pose una paloma, esas que, por el estereotipo que fotos, películas y documentales me han inculcado, asocio a este lugar.

Exquisitamente bordada con ventanales, santos, leones y mascarones, mil detalles, la plaza hoy está atestada hasta donde alcanza la vista.

La turbamulta entra y sale a borbotones por callejuelas y muelles. El día está fresco, pero se nota el agotamiento. Mi hijo se sienta en un quicio en la losa, a un costado de la Iglesia de San Marcos. Una mujer en uniforme se acerca y le conmina a levantarse.

¿Por qué?, le pregunta nuestra amiga italiana, y nos asombramos con la noticia: si quiere sentarse debe ir a un restaurante y consumir.

"Un cazzo, qué vergüenza!", le espeta nuestra amiga a la mujer policía, que continúa su periplo, imperturbada e imperturbable, instando a la aturdida turbamulta a consumir o caminar.

"Esta gente necesita el dinero desesperadamente; mucha pared hecha mierda necesitando repello...", susurro y mi esposa me pellizca.

Uno de los lugares que disfruta del proteccionismo de la agente del orden nada-de-descanso-gratis está en una esquina de la plaza, del lado de la columna que sostiene una estatua de San Teodoro con un cocodrilo -o un dragón, quizás- sometido a sus pies. Sobre la otra columna se yergue, hermoso, el león alado de San Marcos, jaspeado por cagadas de gaviotas y palomas.

El café, o restaurante, se extiende hacia la plaza, ocupando un área delimitada con postes metálicos y cordones tejidos. Hay un par de decenas de mesas de tersos manteles e impecable presentación, donde apenas un puñado de personas disfruta de alguna bebida y del gentío.

Un cuarteto, apenas acomodado entre dos columnas, del que alcanzo a ver el contrabajo, toca jazz o algo parecido que siento que desentona. Chiacona para violin & continuo in C major, por Antonio Bertali, es el sonido de Italia la luminosa -otro de mis estereotipos, junto con el de las palomas.

"Veinte y chinco euro por un café, ah", comenta nuestra amiga. "Comemierdas", remata en su cantarín español.

Regresamos a la estación de trenes en una lancha que es una suerte de servicio de autobus acuático.

El viaje es hermoso. Venecia es hermosa.

Sobre todo si estuviera vacía. La multitud envilece.

***

“Venecia es maravillosa”, le respondo a la señora de espejuelos azules que, sentada a mi lado en un banco rústico, al borde del rosal, me escucha con atención.

“Demasiadas personas...”, me responde, con una apenas sonrisa, mirando el silencio del jardín.

miércoles, 19 de abril de 2017

Dos


Trieste es eslava, austro húngara e italiana.

Ciudad próspera, rica, capital de la región autónoma de Friuli-Venezia Giulia, fue, junto a Viena, Budapest y Praga, de las cuatro ciudades más grandes del Imperio Austro Húngaro.

Los eslavos, cuya frontera está a escasos dos kilómetros, la llaman con una mínima palabra que apenas necesita de sonido. 

Como vlk (lobo), krk (cuello) o prst (dedo), Trieste es Trst.

Ciudad frontera de imperios, puerto de mar, Trieste reposa en una franja de tierra. Slovenia a las espaldas; al frente, el Adriático, y a todos los atardeceres del tiempo.

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Joyce, adicto al whiskey, al culo de su esposa y a la fragancia de sus pedos, tiene en Trieste, además de estatua en el Ponte Rosso, un museo, una calle, y un puente.

O casi.

En realidad el puente es una pasarela que se extiende sobre el Gran Canal de Trieste y que debió llamarse oficialmente Passaggio Joyce. Pero, puente menor ante la magnificiencia de los puentes Rosso y Verde, ganó un nombre adicional.

Le llaman Puente Corto.

Mi amigo, ciudadano adoptivo de la ciudad -es nacido en Milán, de padres napolitanos- me cuenta la historia y señala, a la entrada norte de la pasarela, el cartel donde ambos nombres conviven.

Una tonadilla de acordión, alegre, inconfundiblemente eslava, entra por una bocacalle y me lleva a las tabernas de mi juventud.

Son dos hombres, sentados en unos escalones, los rostros acalorados por la faena de la música y el vino. Uno toca el acordeón, el otro bate palmas y tararea la canción. En el suelo un maltrecho sombrero de paño se abre, esperanzado.

Mi hijo deja caer un par de monedas dentro. El acordionista le sonríe con dientes manchados por el tabaco, lo saluda con una inclinación de la cabeza, y retoma la melodía, casi polka, casi čardáš.

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La ciudad es dorada

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Tres de las paredes de la sala comedor del apartamento de mis amigos, decorado con muy buen gusto contemporáneo, están cubiertas de libreros que llegan hasta el techo.

Son dos lectores voraces, y me siento doble o triplemente en casa.

Ella políglota, de un humor chispeante. Él, observador, inteligente, italianísimo gourmet que no gusta de la paella.

¿Por qué?, me asombro con discreción, non mi piace, me responde, y yo no insisto. No me corresponde defender a la paella. Pero un día le cocinaré un arroz a la chorrera a este gourmet milanés-napolitano, y retomaremos la conversación.

La sobremesa es larga e interesante. Tanto como el almuerzo, que aun no describo.

Intercambiamos autores y películas. Yo les doy al francés Michel Houellebecq y la macedonia “Antes de la lluvia”, y ellos me cargan con escandinavos, más franceses, y judíos, desconocidos para mí.

Les describo un risotto que cocino y me piace, con porcini, espárragos, ralladura de limón y Grana Padano.

Mi amigo no se ve particularmente impresionado -uno no impresiona a un italiano con comida italiana hecha fuera de Italia- pero me señala y le dice a su esposa, parece napolitano, y yo uso una sonrisa de circunstancias pues no sé si es halago o una de esas palabras que, a la usanza de guajiro, comemierda o maricón, hay que ubicar en contexto para saber si es escarnio o mote amistoso.

Que no hay pasión por la bandera italiana, me explican además. Fue símbolo del fascismo del Mussolini y la gente no olvida, me dicen. La cuenta no me da, me digo, pero me callo.

Italia, no hay que olvidar, es un país jóven, un rompecabezas de regiones, dialectos, aldeas y ciudades-estado, donde han convivido política convulsa, mafia, y terrorismo, de izquierda y derecha a la vez.

Sin que me percate cómo, entonces llega el tema Cuba.

Pero Cuba fue diferente a los de Europa del Este, dice mi amigo en tono triunfal, pro-cubano, pro- aquello. Mi esposa no se percata y sigue explicando que aquello fue y sigue siendo una mierda, y la esposa del amigo, que sí se percata, extiende lentamente la pierna y toca la del marido pro-cubano, en advertencia de la que yo, a mi vez, me percato.

Y propongo irnos a caminar para airear el tema y conocer algo de la ciudad.

Trieste, sépase, tiene calles, más empinadas que las más empinadas de Santos Suarez, que bajamos con alegría y donde dejamos el bofe en la subida. Pero esa historia, la del paseo, ya la conté.

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El almuerzo, cocinado por mi amigo:

Para comenzar, dicen mis anfitriones que la mozzarella, de búfala y con frescura que no rebase las veinticuatro horas.

Entonces, antipasti:

Mejillones, mozzarella, anchoas en aceite, pesto de perejil, pasta de bacalao, ensalada de papas y pulpo.

Y pan.

Primi:

Pasta con almejas al ajo y vino blanco.

Y pan.

Secondi:

Pasta con botarga y perejil.

Y pan.

Dolci:

Gelatto de vainilla, hecho en casa, con fresas naturales.

Vino:

Prosseco, omnipresente.

Hauner, Salina bianco, de las Isole Eolie, islas al norte de Sicilia, vino de las laderas del Stromboli y el Vulcano.

Y grappa.

Y pan.

Con botarga.

Y café expresso, de cápsula.

Y anoto que, después del arroz a la chorrera, de la ensalada y el flan, les haré a mis amigos un expresso con café Indonesia Sumatra, recién molido.


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Dejamos Trieste después de la puesta de sol.

Lo último que vemos, antes de tomar la autoestrada, es un magnífico castillo, el Castello di Miramare que visitamos en la mañana, construido para el Emperador Maximiliano I y su esposa Carlota.

Cualquier semejanza con el Castillo de Miravalle, sede del trono y la corte de dichos emperadores, Maximiliano y Carlota de México, y ahora conocido como Castillo de Chapultepec, es pura coincidencia, aunque no lo parezca.

martes, 18 de abril de 2017

Uno

Aeroporto Marco Polo”, reza un cartel metálico en forma de flecha, azul con letras blancas, con manchas de óxido, clavado en el centro de una pequeña rotonda invadida por la mala hierba.

No es lo que uno espera en Italia la Luminosa, mucho menos en Venecia, La Serenissima, icono del turismo y el refinamiento del deterioro.

O quizás precisamente por eso.

Tal vez se cansaron los venecianos de las hordas que los visitan, y decidieron no cuidar más los jardines del deslucido aeropuerto. ¿Para qué jardines ni flores ni carteles impecables ni cesped recortado con primor italiano?, quizás se pregunten al ver tanto asiático mirando nada y tomándose selfies con cosas cotidianas en el fondo.

Se parece a la desidia de La Habana...”, comento por lo bajo, que no quiero hacer sentir mal a L., que es nuestra amiga y anfitriona, pero por suerte está concentrada en el manejo y no me escucha.

Salimos pronto a la autopista, autostrada se dice aquí, navegando hacia el norte entre ágiles autitos y enormes camiones con registros de Eslovenia, Croacia y Eslovaquia. Europa, globalizada, abraza a su Este, ahora ya en paz, y libre de comunismos.

***

La luz es suave.

No sirve para aguacates, dice nuestra amiga mientras corta rúcula en su huerto, pero es buena para la uva, añade señalando los viñedos todavía sin hojas.

La rúcula fresca, con aceite de oliva, jugo de limón, y prosciutto, en una rebanada de pan crujiente.

Sigue una lasagna clásica, de ragú. No es como las lasañas que he comido antes. Mucho menos como los bloques de pasta, untada con una salsa mezquina, que se comen mis colegas en sus almuerzos de Nueva York.

Es excelente.

Zanahoria, cebolla, apio, pasta de tomate -hecha por mí, a la siciliana, aglio e basilico solamente”, explica, “E pomodoro dolce...”, y presiento que se reserva algun secreto. Cosas que entienden los cocineros. “Pero...”, dice al fin, “para ese sabor, le pones a la carne un culo de prosciutto... el final del jamón”, explica en su florido español.

Y al queso le pones Fontina”, y ahora ya siento que le queda muy poco por revelar de este primer plato, al que siguen unas delgadísimas rebanadas de carne, de sabor fuerte.

Y pan.

Y prosseco

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James Joyce, que vivió la mayoría de su vida adulta en Europa continental, escribió:

"For myself, I always write about Dublin, because if I can get to the heart of Dublin I can get to the heart of all the cities of the world. In the particular is contained the universal."

Recordé, a mala hora, a los que dicen que, si no es en su casa, no pueden escribir. Porque se inhiben, dicen, como Milanés, terrafirmefóbico.

Dice él.

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Los campanarios.

Solitarios, hermosos, separados del templo, custodios de la fé, atalayas, ojo avizor.

El minimalismo italiano es un calmante.

No hay estridencias, la cantidad de detalles es la justa. Los pueblos se suceden, limpios, de terciopelo, unidos por carreteras también mínimas, como hechas a la medida de los autos que veo. O viceversa.

Ventanas, contraventanas, balcones. Restaurantes, cafés, mesas, expresso. La gasolina a más de cinco dólares el galón. Joder. De vez en cuando el nombre en inglés de algun negocio o lugar desentona, de la misma manera que acá, cerca de la casa, un restaurante se llama Café Formaggio.

Le cuento a L., y hace un gesto de asco.

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El agua del Adriático de Trieste es transparente. No hay olas. “Es como un lago”, me dice mi anfitrión.

Es un lago, me digo, que no parece estar en el mismo planeta que el océano oscuro del primigenio Atlántico Norte que nos acecha a dos cuadras de mi casa.

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Un amigo, que en paz descanse, tenía el “Ulyses” de James Joyce como libro de cabecera. “Leer esa mierda una vez basta. Y tú la relees...”.

Cuando mi amigo reía parecía un anciano pícaro de veinte años de edad.

Los labios le cubrían los dientes, como si estuviera desdentado. Los ojos se le perdían en las patas-de-gallina que les crecían en las comisuras, y las pupilas le brillaban con las luces de la locura que, ni él, ni yo, ni nadie, imaginaba que cuatro años después lo llevaría de la mano al suicidio.

“Es que tú no entiendes a Ulyses...”, me decía, “¿Ya leiste a Updike? Al menos lee eso y no jodas más...”, y se reía con el resuello de los asmáticos.

Cuando mi esposa y yo nos tropezamos, casi literalmente, con una estatua de bronce de tamaño natural de Joyce, justo a la entrada de un puente que cruza el Gran Canal de Trieste, casi le tiro el brazo por encima de los hombros al fantasma de mi amigo, el loco genial. “Dale, háblale, que aunque no sepas una palabra de inglés ustedes se entienden”, le susurré.

Y le tome una foto a la estatua, pues uno nunca sabe cuando un muerto querido está escuchando.