sábado, 21 de abril de 2018

Miguel Díaz-Canel: el hombre en la encrucijada.


Bururú, barará, ¿adónde va Miguel?



Me tomó tres intentos, hasta que por fin escribí este texto. 

Lo comencé cuando todavía era presidente Raúl Castro, y lo termino ahora que sigue siendo el presidente desde la sombra escarlata del Partido Comunista de Cuba.

Mientras, Miguel Díaz-Canel fue ungido como presidente nominal de la República de Cuba. Y me decidí a escribir porque me sedujo especular sobre el enigma que este flamante presidente presenta en el futuro mediato. 

Al menos dos particularidades distinguen a este funcionario. La primera, pues es protagonista de un indiscutible hecho histórico: alguien que no tiene el apellido Castro es presidente de Cuba después de más de medio siglo de dictadura familiar. 

Por mucho que ese título de presidente sea hereditario, y no democráticamente constituido, esta ocasión es un jalón que debe marcar un antes y después; un mojón que indica que, después de sesenta años, por fin, quizás, comenzó el tiempo de comenzar a olvidar a los nefastos hermanos que desbarataron la isla y deshicieron la nación.

Raúl Castro y sus acólitos creen saber quién es y hacia dónde va Díaz-Canel. Por eso lo hicieron uno de los suyos, y le legaron la presidencia; el general le alzó el brazo en victorioso gesto, tomándolo por el antebrazo y no por la muñeca, como tradicionalmente se hace, pues Raúl Castro, visto está, es de escasa estatura. Nada que hacer ahí.

Sin embargo, y a pesar de su lamentable discurso inaugural, donde no dijo nada interesante ni nuevo ni que valiera la pena, y en el cual lo más relevante fue su humillante juramento de vasallaje a su mentor, aún así, digo, yo no estoy seguro de quién es, o más bien, quién será Miguel Díaz-Canel.

El segundo asunto que me llama la atención es que, después de tantos años de verde olivo, y más recientemente de guayabera blanca -eso sí no se los perdono, pues ahora no puede uno vestir una guayabera blanca sin parecer uno de esos mamertos-, es, insisto, después de toda esa eternidad, interesante ver que el nuevo presidente cubano viste vaqueros y calza zapatos deportivos.

Casi que uno siente que el hombre es one of us. Pero, advierto a los optimistas, solo casi.

Ese desenfado al vestir no parece por el momento extenderse a su manera de pensar. Al contrario, todo lo que he escuchado y leído que el nuevo presidente haya dicho, incluyendo el ya mencionado discurso, está en perfecta alineación con el castrismo más rancio. 

Y, como si no bastara con la arenga vacía y con tufo a lo mismo, la palabra socialismo, que había perdido peso debido al coqueteo con martianismo y fidelismo como doctrinas más ad hoc con lo que ha estado sucediendo en Cuba en los últimos sesenta años, ha regresado al discurso oficial, haciéndolo, cuando ya no parecía posible, más absurdo aún.


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La pregunta que muchos se hacen entonces, unos esperanzados, otros escépticos, los de más allá por puro morbo forense, es si este hombre, que era un bebé de apenas un año cuando Fidel Castro declaró el carácter socialista de la revolución cubana, será un reformador o un continuador del castrismo.

Los defensores de la esperanza lo equiparan a Mijail Gorbachov. 

Recuerdan que este llegó al poder también por la vía biológica, tras la muerte en serie de los tres ancianos que le precedían en la fila para convertirse en el hombre más poderoso de la antigua Unión Soviética, el Primer Secretario del PCUS. Argumentan, además, que Gorbachov nunca habló de perestroika mientras fue un funcionario de tercera. Que, con eslava calma, esperó su turno y cambió la historia del planeta.

De ser la comparación certera, Miguel Díaz-Canel sería entonces alguien que ha estado aguardando su oportunidad, con sagacidad y paciencia, para desencadenar la reforma necesaria que sacaría a Cuba del atasco fidelo-raulista, que la traería por fin al siglo XXI y a la prosperidad que los cubanos, por muy sumisos y atontados que estén, merecen.

¿Será en realidad un reformista agazapado, esperando a que desaparezca el puñado de ancianos radicales que velan porque no se desplome el esqueleto de su estancada revolución, o será alguien adoctrinado, tan increíblemente adoctrinado a pesar de su apariencia y relativa juventud, que no moverá un dedo por nada que huela a cambio? 

Lo cierto es que no es un Castro. Eso ya marca una enorme diferencia. Es, además, un sobreviviente, y eso dice mucho, o bien de su astucia, o bien de una sumisión tan absoluta que ni siquiera necesita de ese apellido para darle continuidad al desastre cubano. 

Pero si inquietante es la idea de un presidente anodino, plegado, sumiso e insignificante, un vistazo a su equipo de gobierno, al Consejo de Estado, es aun más sobrecogedor: es un grupo de aparatchiks - en el mejor de los casos - que se abrió camino en la burocracia comunista, promovidos por su fidelidad, ortodoxia y melanina o género, rara vez por el talento, notables por su mediocridad. 

Aún permanecen en la nómina gubernamental personajes como Ramiro Valdés y Guillermo García, ancianísimos comandantes de la moribunda involución. Ataduras al poder tradicional, se desempeñan como temblorosos pilares del estatus quo. Pero, de la mano de próstatas inflamadas y arterias endurecidas, esos últimos vestigios del reino de los comandantes deben desaparecer a corto plazo.

Lo que queda, sin embargo, no es mejor. Un grupo de improvisados, sin particular inteligencia ni habilidades, soldados en butacas de generales, ineptos dando tumbos en un país al que le urge pragmatismo, inversión, legislación, una Constitución, mercado, libertades, democracia, vivienda, infraestructura, educación - ¡y cuanta! -, un programa de gobierno que reconstruya sobre el ruinoso legado de los Castros.

En pocas palabras, una profunda reforma socioeconómica, urgente y radical.


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Miguel Díaz-Canel, de rostro tosco e inexpresivo, con un cierto aire ochentero, carece del gravitas y aura intelectual de un Carlos Lage, que en su momento se perfilaba como el ganador de la carrera post castrista. Tampoco tiene la frescura de Robertico Robaina, otro guajiro que llegó a oscilar entre el tercero y cuarto lugar en la línea de sucesión. De escaso carisma, no parece ser un orador excepcional, ni despierta particular empatía, lo cual en un político es la mitad de la pelea ganada. 

En su gestión va a ser observado, fiscalizado y manipulado por los mandarines del PCC, encabezados por Raúl Castro y el abominable Machado Ventura, a los que se apresuró a jurar fidelidad.

Por otra parte, es difícil aquilatar su nivel de popularidad entre militares, dirigentes del partido comunista, intelectuales, o simplemente entre los cubanos, lo cual calificaría su efectividad como futuro líder, ya que no como gobernante de atrezo.

Su actitud ante la disidencia o pensamiento alternativo parece coincidir con la de sus antecesores, que durante 60 años alimentaron la fobia y la intransigencia ante cualquier oposición política lo cual, más recientemente, ha llegado al punto de enviar chusmas de fanáticos al extranjero para intentar acallar las voces cubanas que se levantan a favor de la democracia y el cambio. 

Sin embargo, y a pesar de lo anterior, guste o no, Díaz-Canel es la nueva, única por el momento, esperanza cubana. Sea títere o astuto político, reformador o senescal, el nuevo presidente tiene ante sí además la excepcional oportunidad de hacer Historia.

La respuesta al enigma Díaz-Canel va a depender entonces del camino que tome su gobierno en esta encrucijada a la que han arribado, después de más de medio siglo de inmovilismo, Cuba y los cubanos.

Ya veremos.