jueves, 25 de junio de 2015

Otra bandera, el mismo barco

Caricatura por Garrincha, para Yahoo News
Arriar una bandera no cambia nada.

Esa es más o menos la idea que asocio al asunto de la bandera confederada, ese símbolo multifacético que puede representar orgullo sureño, sedición, traición, racismo, supremacía blanca: depende quién la ondee, y quién la mire ondear. En todo caso, fue el emblema de un ejército que perdió una guerra por una mala causa: seis estados (once, para cuando la guerra terminó) pretendían separarse de la Unión Americana y mantener la esclavitud, base de su economía algodonera.

Abraham Lincoln, presidente republicano, racista y antiesclavista, derrotó a esa confederación, firmó el Acta de Emancipación y abolió de manera oficial la esclavitud en los Estados Unidos. Sin embargo, cien años más tarde, en los años 60 del siglo XX, todavía fue necesario regresar al racismo omnipresente y tratar de enmendarlo: fue la lucha por los derechos civiles y el final -de nuevo oficial- de la segregación de los negros en el Sur.

Hoy, a ciento cincuenta años de Lincoln y Appomattox, a cincuenta del asesinato de Martin Luther King, sigue intacto el odio racial, el atrincheramiento étnico en barrios y guetos, el auge de los grupos de supremacía blanca, la cultura excluyente y violenta del rap, los asesinatos raciales. Si se presta atención - no requiere un gran esfuerzo- todo indica que la Guerra Civil aún no ha terminado.

Hay un DeBlasio que quiere sustituir retratos de blancos por retratos de negros; hay supremacistas blancos; hay un Caucus Negro en el Congreso; hay KKK; hay Al Sharpton, Rush Limbaugh, Ann Coulter; hay un Donald Trump que dice que la violencia llega acá con los emigrantes; hay asesinos que balean congregaciones religiosas negras; hay policías racistas; hay negros que se amotinan y destruyen sus ciudades; hay quien cree que, por arriar una bandera, por limitar su uso en placas de autos, porque Walmart, Sears, Ebay y Amazon han dejado de vender esos símbolos de la Confederación, la Guerra Civil va a terminar y los Derechos civiles van a imperar en la Unión Americana.

“I will say then that I am not, nor ever have been, in favor of bringing about in any way the social and political equality of the white and black race”, declaró Abraham Lincoln, políticamente incorrecto de acuerdo a la usanza del siglo XXI, durante un debate por un puesto en el Senado unos años antes del comienzo de la Guerra Civil.

Hace unos días un joven sureño en Carolina del Sur asesinó a nueve personas de raza negra que estudiaban la Biblia en una iglesia. En esencia, sus argumentos de racista y supremacista blanco son esos mismos de Lincoln, de hace más de ciento cincuenta años. Argumentos que están, palabras más, palabras menos, intrincadamente tejidos en nutridos y oscuros estratos de la sociedad norteamericana.

A raíz de la masacre en Carolina del Sur se ha hablado de nuevo de control de armas, y ahora se ha adicionado ese debate acerca de la prohibición de la bandera confederada. Como si las armas se dispararan por sí mismas, como si la sociedad fragmentada en etnias y odios fuera a sanar sólo porque la bandera confederada no será izada en lugares públicos.

Si todo fuera tan simple, la proscripción de la cruz gamada resolvería el neonacismo, la defenestración de la K eliminaría el KKK, quemar el Corán desmantelaría el terrorismo, o prohibir tatuarse la cara controlaría a la MaraSalvatrucha.

Los símbolos son importantes. Hay miles de millones de personas venerando cruces y la media luna; hace apenas unos años buena parte del mundo marchaba tras la hoz y el martillo. Los símbolos surgen, cambian, desaparecen; pero al final es la gente lo que en realidad cuenta. Una bandera más o menos no va a detener la Guerra Civil del racismo en los Estados Unidos. Si acaso, la proscripción de ese símbolo va a exacerbar una radicalización en ese conflicto eterno en el que pelean fundamentalistas, víctimas y victimarios de cualquier color.

Arriar la bandera entonces es como esconder la basura debajo de la alfombra: el problema sigue ahí; al final de la jornada, lo único que se va a lograr con esa prohibición es que aumente el precio de la bandera confederada en los comercios minoristas.

martes, 23 de junio de 2015

La marcha - Tramo cero

El día 15 de junio del 2015, día en que tuve la entrevista para obtener la ciudadanía estadounidense, hube de manejar un par de horas.

Llovía esa mañana; lluvia intensa, tráfico lento. En el camino de regreso a la casa, después de la entrevista, relajado, contento, como corresponde a una ocasión tan significativa, me acordaba de esto y aquello. En algún momento, entre pausa y avance por la autopista repleta de autos, marchando lentos, torpes, me dije, filosofando en baja, “Como una cabrona marcha, esto de la vida…”. Cuando llegué a casa ese día, comencé entonces a escribir algo que he llamado “La marcha”.

Y como toda marcha que se respete, tiene tramos. No sé cuántos más escriba. Ni siquiera sé si escriba alguno más: depende de cómo esté el nivel de la vagancia y la disponibilidad de tiempo. Pero, por el momento, aquí dejo el Tramo Cero…


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La marcha


“Marchando, vamos hacia un ideal…”
Himno del 26 de Julio

Tramo cero



Las cosas no tenían sentido.

Alrededor, eran cinturas, cintos, bolsillos. Arriba, un trozo de cielo azul gris, un sol intruso, demasiado sol, que parecía estar en todos lados. Debajo, asfalto; ardiente, blando, pegajoso, moteado de colillas, sucio. El resto eran los olores -uno solo en realidad, como supe tiempo después-; olores que no entendía: rancios, fermentados, recalentados por la caminata, pastosos, asfixiantes, aderezados por el mediodía. Me llevaría tiempo descifrarlos, cuando aprendiera a enlazar olores imágenes ideas: café-mañana, chocolate-papá, ajo-mamá, agua de colonia-barbero, cebolla-sudor, agua de mar-bollo húmedo. Pero eso sería después, mucho después de la marcha.

Ahora era mediodía. Ahora solo era marchar. Caminar. Personas acaloradas, transpirando, estirando los cuellos, mirando ansiosas por encima de las cabezas de los demás, avizorando nada; avanzar, avanzar, eso era todo, porque nada más pasa en una marcha política que no sea avanzar, gritar y apestar; “¡Nixon no tiene madre porque lo parió una mona!”, marcaban la conga con palmadas en claves 2-3 los de mejor oído; los peores, en 3-2; los demás, avanzaban.

Olor a quemado, también; incineraban una bandera americana; desgarraban la bandera, antes de quemarla; decapitaban una efigie caricaturizada de Richard Nixon: una descomunal nariz roja, un diminuto cuerpo simiesco, el pelo engominado, bien peinado estaba Nixon hasta en el dibujo; un círculo se improvisaba en la turba, caen al piso los jirones de tela, los trozos de cartón -¡qué buenos están para dibujar!, ¿dónde se podrá conseguir ese cartón?-; los pisoteaban, los pisoteaba, yo, mis hermanas, que reían de algo, sin soltarme de la mano, mano sudada, cálida, pastosa, como el bolloque aún no conocía, respirando el hedor que adornaba mi mediodía habanero de caminata grito histeria sin que yo supiera por qué, qué pasa, por qué esa mujer gritaba, posesa, ¡son unos singaos!, ¡ahhh!, ¡Nixon, singao, el coñotumadre, maricoooón!, dos hombres la sostienen arrastran se la llevaron a un costado, el cabello en desorden los ojos desorbitados la blusa desabotonada sostén blanco el lomo reluciente de las tetas desbordadas, la sientan en el contén de la acera, la observan, lascivos, la abanican, le va dar una cosa, la gente se mira, de pasada, con aire de no si yo te digo a ti, combatividad, entrega, Revolución, casi se quema la compañera, ¿viste eso?, aplastando los trozos de tela y pancarta, el fuego subiéndole por las pantorrillas, frenética, tú, aire gris de humo blanquecino, entretejido en la luz blancamarilla del sol habanero, ¡singaos, singaos!, vocifera otra vez, los brazos alzados los sobacos embarrados de una pasta blanca desodorante inerme ante el embate de la canícula y el amasijo de los cuerpos sudados, mujer danzando un ritual de revolucionario arrebato, esa mujer está loca, susurra alguien; ¿Quién es Nixon?, El presidente americano, Alex, la multitud avanza a pasito de lo parió una mona, ¡viva!, ¡muera!, ya no se miran entre sí las personas; insensatas, se empinan siguen tratando de ver algo, ¿qué miran, qué hay?, no sé; le dan agua a beber a la mujer, ¿de dónde salió el agua?, ¡quiero agua!, tienes que esperar llegar a la casa, ¿cuándo?, después que hable Fidel, ¿Cuándo va a hablar Fidel?, en un rato, ya,´tate quieto, mediodía, quema, apesta, suda, vámonos ya, nada tiene sentido; sólo hay vientres, nalgas, calle sucia, cielo feo, trozos informes a medio calcinar; humo grisblanco, poco aire, todos sudan, peste espesa. Fidel, habla ya, que me quiero ir a mi casa.

Nada tenía sentido.

…………..

Pero no pudiera decir que las cosas para mí comenzaron allí.

¿El recuerdo más remoto? Quizás el de un televisor, en blanco y negro, búlgaro, de marca Cristal.

Se lo ganó mi padre, cortando caña y siendo un tipo callado que no se metía en problemas. Es más: ni siquiera recuerdo cuando no hubo televisor en mi casa. Tal vez porque televisor para mí siempre fue el sonido que entraba por la ventana de la sala, que se abría justo frente a otra ventana, hermanas promiscuas, que se intercambiaban la privacidad de dos familias; de allá al lado, de casa del vecino, llegaban las voces enlatadas de locutores actores: en algún momento llegué a pensar que los programas de televisión comenzaban a diferentes horas en cada casa, ¡qué maravilla!, ver mis muñequitos dos veces, aquí, y en casa del vecino después, o viceversa, no seas comemierda, no es así, me respondieron al descuido cuando pregunté curioso, y a otra cosa, que estamos apurados.

Las ventanas eran un televisor; dejaban pasar risas, gritos airados de discusiones, la voz metálica y disonante de un hijo que era medio sordo; los estertores de su hermano epiléptico, a duras penas resistiendo el asedio de los ataques: un berrido ominoso que me quitaba el apetito, mis manos apretadas sobre los oídos para no escuchar, el estrépito de las sillas apartadas con premura para asistir al enfermo, colocarle un trozo de madera entre los dientes, que no se mordiera la lengua, no toques ese palo, que es para los ataques de Tony; Tony me sonríe, extiende el brazo esquelético, de un blanco malsano, cubierto de vellos muy largos, muy negros, Alex, ¿cómo te va en la escuela?, apenas articula, pero sonríe; yo me atiborro de boniatillo, miro el televisor de los vecinos, aparato presidente desde su rincón de la sala, justo enfrente de la poltrona donde el muchacho epiléptico se consume en la furia de su mal; ¡Qué niño tan alegre era!, Mamá se enjuaga una lágrima. Bien, Tony, bien, respondo con la boca llena. Apenas puede sostener la cabeza, pero asiente, sonríe.

Sin embargo, yo no me acuerdo del televisor del vecino, no puedo decir nada de su marca de su aspecto; sólo recuerdo el nuestro, mi enclenque televisor búlgaro, que se estremecía si se le rozaba, no toques el televisor, que se va a caer, coño, equilibrista tembloroso venido de Europa del Este -casi Asia-; mole balcánica vibrando sobre cuatro patas frágiles, delgadas, cónicas; el televisor era otra ventana, barnizada, socialista, proletaria, ganada con el sudor y la mansedumbre del viejo, que por entonces era un joven; joven que trajo truculentas historias de Quiebra Hacha -además del bono que le permitiría comprar el televisor Marca Cristal reservado para los vanguardias en el corte de caña- y una barba enorme, tupida, negrísima, y un sombrero de yarey, descomunal también; parecía un rebelde, con tanta barba y gallardía; iba -regresaba- orgulloso mi padre luciendo su bono para el televisor, vistiendo un pulóver de color naranja que proclamaba en letras negras su pertenencia a la brigada “Jesús Suárez Gayol”; yo no sabía -no sé- quien fue Jesús Suárez Gayol, pero sí sabía que ese hombre muerto era el medio para que mi viejo, la piel enferma por picadas de mosquitos y jejenes -había tantos mosquitos que mataron a un caballo; los relinchos esa noche fueron un horror- pudiera adquirir esa pantalla-ventana oscura, maravilla CAME, que se asomaba al mundo fantástico gris blanco negro del Capitán Tormenta, donde no había berridos de epiléptico.

En los tiempos de la Revolución uno no iba a cortar caña de azúcar por necesidad, como quizás lo hiciera algún antepasado jornalero; vamos, ese campesino iba al corte en son de supervivencia: llega, corta, cobra y a casa, descojonado, deshidratado, apestoso a campo abierto y monte y, al día siguiente, lo mismo. Pero no era así en esta época; esta era la nueva Era, nueva a trompicones; triunfante, aleccionaban; construyendo el futuro, luminoso, decían, de gloria, insistían; pertenece por entero al Socialismo, coreábamos; era la Era dorada -de calamina, sería más apropiado, pues el oro es un rezago pequeñoburgués- en la que los obreros de la Revolución apagaban maquinarias, abandonaban las fábricas, dejaban de producir, y se agrupaban en brigadas que llevaban el nombre de un héroe desconocido -había muchos héroes disponibles, héroes por decreto, convenientemente muertos; larga lista de nombres donde echar mano y denominar calles, plazas, Comités de Defensa de la Revolución, escuelas, policlínicos y brigadas de corte de caña-. Fue la Era del rebautizo del país, Era de la bonanza de héroes con bigotito a lo Jorge Negrete y gruesos espejuelos de pasta: la Era cuyo logro más memorable fue la creación de los Van Van.

Se iba entonces la masa acarreada a vivir unos meses en campamentos de miseria, sin luz eléctrica ni agua corriente, en medio de la nada, a tumbar cañaverales en nombre de la Revolución local, continental, mundial, mira, las manos hechas mierda, desfiguradas con llagas abiertas cerradas vueltas a abrir selladas por el mango áspero de la mocha, mira, el país paralizado, convulsionando al ritmo del delirio fideliano, cacique tropical de la islita y sus náufragos, mira, ¡el coñotumadre, maricoooón, singao, singao, Nixon es un singao!, adelante cubanos, que es tiempo de cortar caña, azúcar para crecer, toneladas y más toneladas de azúcar para endulzarle el té a alguien en Europa del Este; mira, la economía socialista disfuncional, en su apogeo; la “Jesús Suarez Gayol”, brigada millonaria, cortaron un millón de arrobas de caña, decían, ¿cuánto es una arroba de caña?, no sé mijo, pero un millón de cualquier cosa es mucho, nada es más importante que cortar caña, lo dijo Fidel, que lo sabe todo.

Entonces, Papá, ¡qué televisor más lindo, Papá!, mira a Pinelli, como bailotea en la Ciudad Deportiva, calmando al público enardecido, lo abuchean, porque no gustó la Estrella del Carnaval que eligieron este año, ¡qué mujeres más lindas!, peinados atroces, vestidos cortos, ciñendo el borde de muslos poderosos, apenas resistiendo la rotundez de las nalgas, ¿qué pasó, por qué gritan?, nada, que yo no sé porque sacaron como Reina a esa gorda, con esa carona, Pinelli parece un títere con ese bailoteo, se ve mejor en San Nicolás del Peladero, ¿o tendrían peste a bollo la Reina Gorda y sus Estrellas del carnaval habanero?

El televisor.

Una figura de cerámica encima, un gato hiperrealista -¿o era un florero, erizado de flores plásticas?-; un trapo cubre el aparato, televisor orisha búlgaro, la luz le hace daño a la pantalla, bulto informe, premio en especie a cambio de unos meses de la vida de mi padre, que ya había regresado a la fábrica, barba y sombrero desechados, manos desechas, obrero ex-machetero orgulloso propietario de un aparato ultramoderno, el primero que vi, en el liceo de mi pueblo, era una caja con una pantalla redonda, verde; mi hermano decía que eso no era verdad, que esa gente estaba ahí, dentro de la caja, de alguna manera, que él no sabía, pero que así era, el pobre, no le daba para más, se tocaba la sien mi padre con el dedo grueso de obrero-; machetero ex-obrero, admirando el blancogris del televisor Cristal; lo había ubicado frente a la mesa, en la sala comedor, habitación que era cúbica y no un paralelepípedo -pero eso lo supe después, mucho después de saber por qué sentía ese cosquilleo en las ingles cuando les miraba el culo a las Estrellas y sus Luceros-; habitación de puntal alto alivio contra el calor brutal a falta de la misericordia del aire acondicionado, televisor en posición estratégica para ver las Aventuras el noticiero el parte del tiempo mientras se cenaba arroz frijoles viandas ensalada carne escasa sentados a la mesa; mesa para escoger arroz desayunar almorzar comer jugar parchís con mis amigos, y Esperanza, precoz, procaz, bajo la mesa, zafando botones, bajando zippers, mamando pingas, Tony aúlla tras la ventana, no lo escucho, nadie lo escucha; cuatro niños azorados sin atinar a lanzar los dados, solo esperando a que Esperanza, ficha fundamental, avanzara al siguiente jugador, en el sentido de las manecillas del reloj, avanza, dale, Esperanza, de casilla en casilla, diez segundos de boca ansiosa abrasadora lengua inquieta, la angustia de la espera de la siguiente ronda, la maldición socialista de las colas y los turnos; Esperanza, en el oscuro recodo de la escalera de casa de los gallegos, tetas duras como pelotas de goma, aliento de dientes cariados, dedos delgados que desabotonaban, nerviosos, tócame aquí, falda enrollada en la cintura, blúmer desgastado amarillento a medio muslo, miasma que nos envuelve mientras le muerdo los pezones: es el olor de la multitud, rancia, fermentada, desaseada, recalentada por la caminata, aderezada por el mediodía; pastoso, húmedo, asfixiante.

Las cosas, dada la ocasión, de repente toman sentido: he llegado a creer entonces que los recuerdos remotos, los que valieron la pena, deben haber comenzado ese día, en el rellano de unas escaleras, probablemente un verano; un día cualquiera, día sin nombre, en que al fin comprendí que las marchas, esencialmente, hieden a bollo sucio.

Alec Heny ©

lunes, 15 de junio de 2015

Coincidencias

Siete años se cumplen hoy -porque este tipo de cosas suceden de siete en siete o no suceden- que cerré por última vez la puerta de la oficina, me subí a mi auto, le entregué mi pase electrónico al hombre uniformado que custodiaba en la garita de entrada -de salida, esta vez-, y oprimí el botón de "reset".

Fue mi último día de trabajo en México, hace siete años.

Siete años después, voy en camino a mi entrevista de ciudadanía aquí en EEUU y, para cuando este post salga publicado, será mi primer día como ciudadano de los Estados Unidos de América.

Siete años depués, mi año cero, que voy a celebrar con un whiskey escoces, single malt, de doce años.

Porque estas cosas suceden de siete en siete, o no suceden...

martes, 9 de junio de 2015

Había una vez trece millones de Cubas…

Y había una vez trece millones de cubanos. Había también patriotismo, que es el primo mencionable del patrioterismo, y que es una idea obsoleta.

Patriotismo, que es ejercer la condición de patriota. Y para ser patriota, hay que tener Patria. Yo no tengo Patria. No soy patriota. No creo en el patriotismo. Mucho menos en el patrioterismo.

Tengo país de origen. Eso sí. Soy cubano, habanero, hasta la médula. Ni siquiera en mis momentos de mayor desapego he considerado que haber nacido otra cosa que no fuera cubano hubiera sido mejor para mí. Pero eso no me hace patriota. El lugar donde nací no es patria: es tierra y yerba. Porque patria es donde uno es feliz.

Martí, que debe haber pensado mucho sobre el asunto, decidió escribir “Abdala”; lo puso a decir, al nubio Abdala, que el amor a la Patria no es amor a la tierra ni las plantas, sino a quien la agrede. Después de eso, todos hemos repetido el mantra martiano; algunos, hasta se lo creyeron. Otros -ya se sabe quiénes- clonaron la idea, y sintetizaron aquello de Por la Patria La Revolución el Socialismo, la Patria Muerte, las cosas tintas en sangre y todo ese apocalipsis vinculado a una idea pésima y fracasada; no la de la Patria, sino la del socialismo: la patria al cabo, según Abdala y Martí no es un sufrido pedazo de tierra y yerba, que según ellos no hay que amar, sino otra cosa, que a mí no me interesa; a mí, tiempo ha, me gustaban mi tierra y mi yerba. Allá Martí, Abdala, y su abstracción.

Es difícil, imagino entonces, el oficio del nostálgico patriota; el amor a la Patria, madre, no es otra cosa que la cahnepuerco, la chusmería y sudar como un animal, diría Abdala XXI. El oficio de patriota nostálgico, ingrato oficio, recuerda la ansiedad de la piel que le sonríe al latigazo, el alborozo del rostro que se alegra del gargajo que le corre por la mejilla; es creer, a pies juntillas, que la mierda de perro pegada a la suela del zapato es buena suerte, si es mierda de allá. Es añorar agua con gusarapos, las paredes carcomidas, la patada por el culo. Es extraño ese oficio, además de difícil: es extraño extrañar a la patria.

Martí, por razones obvias, no pudo concebir que el patriotismo cubano pudiera tener vertientes más pedestres, otras que no fueran sacrificarse por una Causa. Imposible que pensara que patriota pudiera ser nostalgia por la suciedad, la arenga tres veces al día, una botella de ron tibio en el Malecón y las noches de regetón, por ejemplo; una suerte de patriotismo a posteriori pasado por agua de un aguacero vespertino.

En todo caso, de haberse centrado en el patriotismo light, quizás hubiera escrito Martí algo así como que cada cubano debe saber bailar danzón, y bailarlo bien. ¿O sería contradanza? No sé: el Apóstol nunca me ha dado la impresión de que fuera del tipo bailador, y eso que era bien cubano y se sabe que todo cubano debe saber bailar, y bailar bien; regetón, no contradanza: arriba, patriotas, que la nostalgia se baila en un ladrillo -roto y sucio-. La verdad -diría quizás Martí-, el patriotismo ya no es lo que era.

Entonces sucede que cada cual elabora su idea de patriotismo y cubanía. Muy respetable. Yo, por ejemplo, decía que soy cubano y no patriota porque, ¿qué tipo de patriota sería yo, si en cuanto tuve la oportunidad salí huyendo de la patria, ese ridículo pedazo de tierra y yerba -conmigo no, con Martí-, dejándola en manos de unos que, por lo que se ve, la odian, la oprimen, la atacan y en ese afán, hasta la han hecho mierda? Es decir, martianamente, Usted, si es patriota, debe por carácter transitivo odiar al gobierno cubano; por ende, debió quedarse por allá a liberar a Nubia de sus opresores, y no estar acá afuera rumiando patológicas añoranzas. Lo que digo, yo no soy patriota, pero sí soy consecuente.

Que vuestro cuerpo abandone entonces la isla desidiosa -patria, para algunos; calvario para otros; una mierda para los conocedores- y que vuestra mente se quede rondando las noches de abulia en el barrio -el cerebro empapado en sudor, con peste a ropa mal secada- es poco recomendable. No estoy seguro del nombre clínico para eso; la palabra dicotomía, tan griega, me viene a los dedos; esquizofrenia big time, tal vez; mala idea, de seguro; tan mala como el socialismo, eso de llevar la nostalgia como bandera y confundirla con patriotismo, que tiende patológicamente al patrioterismo, y termina empantanado en un limbo que, como las rondas, da pena.

Porque Patria, para el que esté prestando atención a lo que le sucede a su vida, es en realidad donde uno se siente bien, y es feliz: Patria, porque es Pater, Mater, protección, amabilidad, cuidado, guía y refugio. Si no fuera así, entonces no es Patria; es si acaso Madrastra, de las malas, de las de Cenicienta. Tierra árida y yerba seca.

En lo personal, recuerdo el tiempo cuando yo lo fui, feliz: las cosas eran simples; yo era tan feliz que ni siquiera sabía que estaba jodido, muy jodido. Que todo estaba jodido. Áspera la yerba, estéril la tierra, la Patria boqueando, Martí prostituido por los demagogos; no me percataba -no podía- saber que la mierda de perro, las moscas y los discursos mesiánicos no eran parte intrínseca de la vida del patriota cotidiano que yo pensaba que era. Extraño esa época de inocencia, ese lugar que ya no existe; regalo entonces, a quien le interese, la Patria contemporánea: Padre-Madre espurio desnaturalizado, que de mí, al menos, no se ocupó. Disfruten el regalo: yo, aun cuando no los comparta, respeto los gustos ajenos.

Patria entonces -lo que queda de ella- es, en todo caso, mi familia y mis amigos. El resto, es otro pedazo de tierra y yerba, diferente, al que ya no pertenezco. No soy patriota. Cubano soy; habanero, por supuesto. Y orgulloso de serlo. Pero eso es todo.

Y de eso escribo aquí, de mi cubanía; de mi percepción de Cuba como cubano, de Cuba país, no de Cuba patria, porque ya no hay tal cosa para mí.

De eso escribo aquí: de Cuba, a secas; de la mía, una de trece millones.

Alec Heny ©

domingo, 7 de junio de 2015

De la no música

Escuchaba la canción que hicieron Marc Anthony y Gente de Zona y que se llama La Gozadera.

In a nutshell, regetón con pase de lista; un ostinato de cuatro notas, creo, unos coritos mezclados en estudio, y algo que dice Marc Anthony. Tres minutos y pico.

Formula que funciona, por cierto.

Por arribita recuerdo seis o siete canciones con pase de lista de países, provincias, o ciudades. Muchas más con obstinatos; el Canon de Pachebel, o Sweet Home Alabama, por ejemplo. Eso funciona. Es marqueting intravenoso. Es como los pase de lista de escritores muertos en la literatura. Rellenan.

En fin, no lo parece, pero va y pega ese clon aburrido que quizás hasta Grammy Latino no pare. 

Un signo de los tiempos...


Alec Heny ©

sábado, 6 de junio de 2015

Mattina

Ese mercado italiano es pequeño. Compacto, repleto, que no cabe más nada en la estantería, donde todo lo que se exhibe es importado de Italia. 

A esta hora de la mañana hay sólo un par de parroquianos. Nunca hay muchos; en las veces que visito el lugar para hacer alguna compra, que por lo general es trascendental, he visto multitudes de cinco o seis personas: no más que eso.

Tras el mostrador, se escucha hablar italiano, español, y alguna frase complementaria en inglés. Sobre el mostrador, hay bandejas con muestras de sabrosuras locales: guisos de berenjenas, en cuatro variantes; picante, agridulce, dolce-amaro, me explica el cariredondo sonriente amabilísimo dependiente -Pietro, se presenta-, prueba esta, me dice, receta de la nonna, remata con mirada de gordo pícaro. 

A un costado brillan, en brillantes tonos de rojo y rosa, bocados de sopresatta, salami, mortadella, acompañados por cremosas rebanadas de provolone Auricchio. Unos enigmáticos trozos de algo empanizado están algo más atrás.

“Eso”, me cuenta Pietro, “es brioche, tostado, dos rebanadas, rellenas con mozzarella y ricotta, empanizadas, y fritas…” Me ofrece uno de los pedazos y sonríe otra vez, satisfecho con mi expresión de deleite-sorpresa cuando degusto esa delicia. “Como mejor se come es con dos pastillas de Lipitor, para que sepa mejor…” Y nos reímos a carcajadas, cómplices en la gula y la consecuencia.

Salgo entonces de regreso a la mañana, huyendo despavorido de ese lugar, adonde siempre acudo por las cosas buenas, y donde gratis recibo amabilidad y buen sentido del humor, que se agradecen a cualquier hora del día…

Alec Heny ©