viernes, 24 de febrero de 2017

Yo me pregunto cómo aceptar a Trump

He leído, con el mismo placer que siempre lo hago, un artículo del periodista Andres Reynaldo en el Nuevo Herald de Miami titulado “¿Y todavía se pregunta por qué salió Trump?

Es el segundo artículo -y muy bien escritos ambos, por cierto- en esa publicación, en que el autor de manera más o menos explícita declara su filiación en la política americana; trumpista, diría él; trumpera, digo yo.

En este último trabajo, pues hay un llamado a la coherencia y la resignación ante la realidad de que Trump es, de los Estados Unidos de América, el presidente (precisamente por coherencia no puedo usar una mayúscula, y ofrezco mis disculpas por ello). Artículo dirigido, me percato, a los que se golpean la cabeza con la pared, a la vez que se desgarran blusas, camisas y ropa interior, dejando ver su desnudez moteada de cosa lamentablemente ideológica.

Pero no porque el mensaje del artículo de marras sea tan personalizado es necesariamente impecable. Que de repente, mientras uno lee, siente que esa convocatoria a la aceptación y resignación se parece demasiado, y a la vez, al sermón dominical y a la arenga en la Plaza. Y no quiero decir con ello que el autor comulgue con una cosa o la otra. No lo conozco. Solo lo leo.

La resignación entonces no es asunto que yo comparta, y tampoco lo es aceptar que Trump sea “una opción de futuro”.

Se sabe, y me atrevo a pensar que quizás el autor también así lo considere aunque no lo escriba, que Trump es, si acaso, un accidente sociológico electo de manera legítima por menos de la mitad de los votantes de un país escindido en dos facciones profundamente politizadas; Trump, que es una consecuencia, entre otras cosas -porque también se sabe que es en primer lugar un engendro de la miopía demócrata- de la pasión por el espectáculo tan íntimamente imbricada en las preferencias de los norteamericanos.

Así es: nuestro presidente es un showman con el que una mitad se deleita y del que la otra se mofa. Mientras, el resto del planeta observa con estupor como el timón del país más poderoso del mundo está en manos de un diletante que obtuvo su licencia sin saber conducir.

Presidente, (y aquí no quiero evitar la mayúscula, por no violentar las reglas ortográficas) que tiene fascinación por los rich-and-powerful hombres -dijo en alguna ocasión que su gabinete tenía el mayor coeficiente de inteligencia de todos los tiempos, presumiblemente incluyéndose a sí mismo en tal pléyade de genios sin temor a que el promedio disminuyera. Presidente que entre sus admirados incluye además a un Strong Hombre: Vladimir Putin.

Putin del que nos dice Reynaldo “se anexó descaradamente Crimea a la sombra de la incompetencia, la indecisión y el leguleyismo de Obama”; Obama, al que nadie acusó de algo cuando le dió todo a Putin, sigue diciendo el autor, que además le echa en cara a los no-trumperos que nunca se hubieran preocupado por los crímenes de la KGB, agencia desaparecida hace veinteseis años, pero que es capaz, ese incoherente lector, de reprocharle a Trump, “que aún no le ha dado nada a Putin”, que sea putinófilo ya que no rusofílico.

Sad.

***

Debo, por razones precisamente de coherencia, hacer un paréntesis aquí.

Sin extenderme más allá de lo razonable en los antecedentes del entorno histórico, político y geográfico Rusia-URSS-Ucrania-Crimea, es oportuno recordar que la península de Crimea se convirtió en parte del Imperio Ruso en 1783, hace más de doscientos años, aproximadamente por la misma época en que se fundaban los Estados Unidos como nación independiente.

Tan solo después de la Revolución Rusa, en 1917, le fue otorgado a Crimea el estatus de República Autónoma dentro de los territorios que conformaban la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, URSS. Posteriormente, terminada la Segunda Guerra Mundial, Crimea fue degradada a la categoría de “Región”.

En 1954 dicha Región de Crimea fue transferida por la URSS a la entonces República Socialista Soviética de Ucrania por razones, probablemente, de cercanía geográfica.

Cuando en 2014 la Rusia neo-imperial de Putin invade y expropia Crimea, siguiendo motivos imperialistas, geopolíticos y estratégicos locales (la Flota Rusa del Mar Negro tiene su sede en Sevastopol, Crimea), el 68% de la población de esa región era de orígen ruso, seguido por los ucranianos (16%) y los tártaros (11%). La mayoría de la población, por razones obvias, le dió la bienvenida a Putin.

Cuesta ver entonces con qué argumentos un Presidente de los Estados Unidos, llámese Obama o Reagan, hubiera podido impedir, a más de 5000 millas de distancia y un par de siglos de Historia, la anexión de una Crimea más rusa que cualquier otra nacionalidad nada menos que... a Rusia.

Se puede entonces estar de acuerdo (si se es ruso) o no (si se es cualquier otra cosa) con la anexión de Crimea a Rusia, y tomar, o no, una postura crítica ante un suceso a todas luces local.

Pero descalificar a los que se escandalizan con la demostrada ingerencia de la inteligencia rusa en la política y el proceso electoral de los Estados Unidos de América porque, ¡ay, incoherentes!, no lo hicieron de la misma manera ante los desmanes de la KGB en la Guerra Fría, ante la anexión rusa de Crimea o ante el conflicto ruso-ucraniano, pues resulta eso una suerte de igualitarismo oportunista que minimiza la amenaza rusa a la seguridad nacional norteamericana, y eso tan solo para apuntalar el argumento “aceptad a Trump entre vosotros”.

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Aceptar a Trump entre nosotros, además, no es tan simple como quedarse aferrados a que Hillary fuese una mala candidata -pésima, en mi opinión- o a que Obama haya sido un Presidente que de alguna manera propició el actual cisma de la sociedad americana.

Para aceptarlo, hay que comenzar por llamar a Trump por lo que es: un golem de la clase decepcionada, un talking head de los hartos de Obamas y Hillarys, una consecuencia del racismo demócrata que dejó fuera de la fiesta panétnica al 62% de la población del país: a los blancos.

También hay que admitir, continuando en la aceptación con la necesaria coherencia e imprescindible sensibilidad, que el presidente, nuestro presidente, es una persona narcisista, compulsiva, inestable, de reacciones pueriles y rencorosas, que no soporta la crítica, mucho menos la oposición, y que aborrece nada menos que a la prensa, a la que no lo alaba. Que es un bocón que usa un discurso chovinista y ultranacionalista, discurso que es un animal cegato que abreva en las diatribas ideológicas de una Ann Coulter y un Stephen Bannon, para después marcar con tóxica orina el territorio de los trumperos más pedestres.

Que es un presidente con tan escasos recursos retóricos que califica a todo lo que le agrada, sean personas, objetos o lugares, con cuatro o cinco adjetivos tremendistas, los mismos siempre, lo cual empaña aun más su ya notoria falta de credibilidad.

Hay que aceptar también, así es, que Trump no creó la xenofobia ni el nacionalismo, pero que los usó, a sabiendas o por azares de su discurso errático y agresivo, y que los sigue usando como si siguiera en campaña, como leña seca para avivar la hoguera del miedo de la América de clase media baja y rural.

De la misma manera, para ser consecuentes, habría que incluir en ese acto de comunión trumpera que el mensaje de Trump se regodea en la más abjecta xenofobia cuando afirma que los problemas -cualquier problema- en los Estados Unidos comienzan con los inmigrantes.

Y finalmente hay que admitir, como bien afirma Andres Reynaldo, que Trump, efectivamente, no es causa sino consecuencia.

Nada de lo anterior ni justifica ni mucho menos es motivo para aceptar a Trump a ciegas, no se diga ya en silencio, simplemente porque fue electo de manera legítima o porque, ¡ay!, si no se hace pareciera uno izquierdista. En todo caso lo que se requiere y urge es todo lo contrario: pensamiento crítico, oposición inteligente, ojo y pluma atentos ante un presidente autoritario e impredecible, rodeado de ideólogos republicanos de línea dura.

En lo personal, no acepto que Trump sea la mejor opción republicana para la Presidencia, ya sea porque es esa suerte de “reacción a la acción” de una ola de descontento, o porque los demócratas se equivocaron -y se siguen equivocando- en su estrategia.

Tampoco soy, debo admitir, de los que se pregunta por qué salió Trump, porque lo tengo claro. Todo lo que me resta por decir es que, la verdad, lo lamento mucho.

jueves, 9 de febrero de 2017

W Flagler St

Tan mestiza, esa calle.

De apellidos García, Martínez, de nombre cualquiera. Villa Clara, ya no al norte, y la Perla del Sur, ni perla ni al sur, colindan con prestamistas que prometen adelantar el sueldo al necesitado, y aquellos con bakeries, coladas dulcísimas, hojaldre incompatible con lo desabrido del bagel y la pasta del queso crema. Calle a la que le iría bien lo polvoriento; lugares que bien pudieran ser Alta Habana, Versalles, el de La Lisa, o el reparto Chivás, justo antes de la rotonda.

Gente de Zona se anuncia en un lumínico que comparte con una compañía de seguros que no conozco y esta con un abogado que promete desfacer entuertos de todo tipo, consulta gratis; Cuballama, la fritanga, viaje a Cuba, templos, cementerios, un aire familiar que se me encima y me disgusta.

Todo parece más plano aquí, en esta ciudad plana; casas chatas, agazapadas, esperando el próximo huracán; calles no aptas para chivichanas pero sí para bicicletas. Flagler, que huele a grasa de puerco, y me cuesta pensar que estoy transitando por el eje sobre el que se arquea Miami, y no atravesando San Miguel del Padrón.

Sofocante, Flagler habla en español; merece ser caminada para aquilatarla en su justa medida y no transitada en la prisa del auto. Calle que es una puta frontera, nuestra frontera, y no sé si habrá muchos que se percaten de ello.

***

Aguacates maduros, anuncia una manta atada a la parte trasera de una pick up que transita lentamente por el carril derecho.

Letrero pegado al cristal, justo detrás del chofer: “Warning: I don´t call 911”, y una imagen de una mano que sostiene un revólver me apunta a la cabeza. La luz verde. Una fracción de segundo y suena el claxon del carro de atrás.

¿Es como la Sig Sauer? No, es de cañón de tres pulgadas, ah, y el rifle tiene mira laser, del army, una belleza, ¡una belleza!”

Tres de guayaba, tres de queso, tres de carne, tres de chorizo, tres de coco, una colada y un Ironber, con hielo.”

Alquilamos una casa en los cayos, con muelle, nos vamos en la lancha y (atracamos, fondeamos, parqueamos, qué cojone) allí, volao, tres días, pescando, comiendo pescado.”

Las yaguas llueven. El viento las arranca de las palmas y las suelta de inmediato. Caen, susurrando, un golpe blando sobre el concreto recalentado por el sol de un mediodía asombrosamente tibio.

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W Flagler St., no sé a derechas por qué, sin que nada pueda evitarlo, me entristece.

lunes, 6 de febrero de 2017

La forma y el contenido

La forma del elefante

Everything is gonna be great. Believe me...”
D.J. Trump

La atracción o el desagrado que inspira Trump a seguidores y detractores respectivamente, el comportamiento compulsivo, la lengua suelta, la boca floja que lo llevó, entre otros factores, a la Presidencia, parece que va a ser el sello cotidiano durante lo que dure el recién estrenado Presidente en la Casa Blanca.

Gobernando a golpe de órdenes ejecutivas, enarbolando la pluma como mandarria, demoliendo, desmontando, tómese como ejemplo de mala administración el asunto del muro fronterizo, que más allá de símbolo o barrera física, representa una idea correcta: hay que proteger la frontera de los Estados Unidos. Pero la forma, ¡ay, la forma!, de promover la idea es ofensiva, agresiva, con un innecesario toque de bravuconería barata, tonta, diciendo que México pagará por la construcción de dicho muro.

O véase la reciente orden ejecutiva ordenando la restricción migratoria a ciudadanos de siete países musulmanes.

La medida, incompleta, mal aplicada, confusa, y ciertamente hipócrita (ni Arabia Saudita ni los Emiratos fueron incluidos en ese grupo de países a pesar de que de los 19 terroristas del 9/11, quince fueron sauditas y dos emiratis), y a pesar de todo ello, la medida, y su contenido, tienen sentido.

Se sabe que todos los musulmanes no son terroristas, pero que la mayoría de los terroristas contemporáneos son musulmanes. El terrorismo, además, no está a la baja; es el signo de nuestros tiempos. Los atentados que se han sucedido en Europa ratifican la necesidad de un control más estricto sobre la identidad y afiliación tanto de migrantes como de residentes, lo que en el caso del viejo continente parece casi imposible.

Pero no en los Estados Unidos.

Las restricciones migratorias que propone Trump (que, además, tienen límite de tiempo) pueden aumentar la seguridad en los Estados Unidos. El problema está en que, como toda medida de caracter general, incluye y excluye a quién no debiera. La pregunta a responder entonces es, si esa medida, imperfecta y perfectible como es, disminuye la posibilidad de un atentado terrorista en territorio americano, ¿quién está dispuesto a sacrificar seguridad?

Pero la manera brutal e irresponsable en que la ha aplicado, o intentado aplicar, eclipsa su relevancia para la seguridad nacional y destaca su aspecto nada humanitario.

Parece que Trump está operando varias agendas a la vez: la de sus promesas populistas, la de la doctrina republicana y, en no menor medida, la de la ideología de sus asesores más cercanos. Esta última es particularmente inquietante, pues está demostrado más allá de la duda razonable que los gobiernos y sociedades que se rigen por ideologías e ideólogos tienden a fracasar. La ideología es anteojera, camisa de fuerza, esquina sofocante que es refugio natural para extremistas y mediocres.

Atrapado entonces entre la mala forma e idearios ajenos, Trump entrega las ideas, incluso las que tienen sentido, de tal manera que hace que su gobierno se parezca cada vez más a la forma fría y cuasidictatorial de los ideólogos, aderezado todo ello por su más personal y quizás más grave característica: la narcicista y patológica reacción a lo que no le agrade o al que se le oponga.

Y la mala noticia:

Apenas ha transcurrido un mes de la era Trump.


El burro sin contenido

We need to talk about a vision for the country — the whole country, not just a confederation of demographic groups,”

Guy Cecil, estratega demócrata


Los demócratas, aun acéfalos, recuerdan a un boxeador, favorito a ganar su pelea, al que le han propinado un knock-out y que, las piernas temblorosas, la mirada perdida, solo atina a balbucear que no, que no es posible, que no es así, mientras el contrario celebra entre abucheos y vítores.

Aun peor:

Los demócratas, anonadados, apuestan su futuro a un fallo de Trump, y no a una reestructuración de fondo del Partido Demócrata y su filosofía. Pierden de vista que los populistas tienden a ser populares, y que Trump, fuera de las grandes ciudades y sectores liberales de la sociedad, es cada vez más popular.

El vacío que han dejado el ex Presidente Obama y Hillary Clinton ha desatado las pugnas por el poder demócrata. La ya inminente elección para elegir el Presidente del Comité Nacional Demócrata (CND) es una muestra de ese fenómeno. Debiera ser, además, un parteaguas en el futuro de ese partido.

Pero no es tan simple.

Por ejemplo, el ex VicePresidente Joe Biden ha declarado su apoyo a la candidatura de Thomas “Tom” Perez para Presidente del CND. Perez, Secretario de Trabajo de la administración de Obama, es considerado seguidor de la política Obama-Clinton, la misma que provocó el reciente descalabro electoral.

¿Nos vamos a quedar con este status quo fallido, o nos vamos a mover hacia adelante, con una restructuración de fondo?”, declaró el senador Bernie Sanders al respecto de la candidatura de Perez.

El propio Sanders entiende que tal restructuración pasa por la elección de líderes afínes al pensamiento progresista que el senador profesa, por políticos más inclinados a la izquierda, y apoya, junto con la Senador Elizabeth Warren, el ex líder de la Minoría en el Senado Harry Reid, y el actual líder de ese grupo, el Senador Chuck Schumer, la candidatura del Representante Keith Ellison, de Minnesota, un político de raza negra y fe musulmana.

De una manera u otra, lo que no se aprecia es el necesario cambio de estrategia en el Partido Demócrata, no ya que los haga recuperar la confianza del electorado y los lleve de nuevo, en cuatro años, a la Presidencia, sino que no parece siquiera que puedan ganar las elecciones intermedias del 2018.

Sin embargo, a pesar de todo, hay una buena noticia:

Apenas ha transcurrido un mes de la Era Trump.

Hay entonces tiempo suficiente para que tirios y troyanos, elefantes y borricos, ganen en forma y contenido, y para que, con ello, ganemos todos.