La malta es un trauma
nacional y personal. Ha sido un sueño, un anhelo, un privilegio,
sola o con leche condensada. Es un gusto adquirido que, una vez lo
adquieres, no puedes prescindir de el. Es vicio, gula y placer. El
que no creció con la malta la odia, por dulce, por empalagosa, por
umami. Pero yo y nosotros somos una élite, la que conoce y disfruta
de la malta. Porque la malta, estimados, es sólo para conocedores
La malta ha estado perdida
y hallada a lo largo de mi vida.
En mis tiempos europeos se
convirtió en leyenda, en componente fundamental de las
conversaciones nostálgicas.
Pero en Cuba ya había
sido, y después siguió siendo, alternativamente, leyenda o multitud
frenética llenando cubos con una malta de pipa, líquido
desangelado, bombo y casi sin efervecencia, con ese sabor áspero del
agua sin tratar.
En México, no hay malta;
los mexicanos prefieren Jarritos o Coca Cola. Y entonces la traía de
Cuba, pues por ese tiempo ya estaba disponible la Bucanero. La
pugilateaba donde estuviera, y me llevaba dos cajas, para perplejidad
de aduaneros mexicanos que esperaban encontrar puros y ron, y no
estaban preparados para un tipo que contrabandeaba refrescos.
Cierta vez, en uno de mis
viajes, y muy en concordancia con nuestras mejores tradiciones,
estaba “en falta” la malta, ese eufemismo que le hiela la sangre
al que necesita algo en Cuba. Familia y amistades activaron entonces
la red informativa suprema: preguntaron, hicieron llamadas
telefónicas, hablaron con amigos, con amigos de amigos... hasta que
alguien localizó malta en un lugar llamado almacenes de Berroa.
Específicamente fue
hallada en una suerte de bar discoteca, un local que parecía una
casa del médico de la familia y que estaba metido en las
profundidades de ese lugar, cuyo nombre me sonaba tan remoto como
Songo La Maya, y que resultó estar en esa zona que los de Santos
Suárez, cuando vamos a las Playas del Este, denominamos “”Pa´lla,
después de Luyanó”, y que abarca desde la Virgen del Camino hasta
el Rincón de Guanabo.
Y allí, en trato directo
con el barman, y a despecho del letrero más anticapitalista del
mundo, que anunciaba “dos por persona”, me llevé mi par de cajas
de malta.
El presente es más
llevadero. Aquí en Nueva York, gracias a dominicanos y
portorriqueños, hay malta. Hay varias marcas y viene en varias
presentaciones. Nosotros compramos Goya, de 7 onzas (257 mL), que es
una porción adecuada para quedar satisfecho sin arriesgar un coma
diabético.
Y mi hijo, gringuito de
nacimiento, ya ha sido iniciado en el culto de la malta, porque hay
cosas que uno decide no trasmitir a los pichones de cubano, pero la
malta, qué va: la malta es una cuestión de patriotismo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario