miércoles, 27 de julio de 2016

Putin Berniebro-ich

El hackeo de los correos electrónicos del Comité Nacional Democráta (CND), que al cabo no resultaron ni tan dañinos, ni siquiera escandalosos -hay sendos textos en el The Washington Post y en The New Yorker que colocan el asunto en su justa medida- pone en evidencia las ansias hegemónicas del presidente ruso Vladimir Putin.

No es Trump el preferido del zarevich ruso: es Sanders.

Mientras de Hillary Clinton se puede esperar una política exterior semejante a la del Presidente Obama -pienso que, incluso, más agresiva-, y para el caso particular de Rusia quizás toda una estrategia que aplaque los pininos imperialistas de Putin; mientras que de un Trump-presidente es difícil saber que resultaría en términos de política exterior, toda vez que sus declaraciones al respecto han sido compulsivas, incoherentes, y eso a pesar de haber dicho que Putin le simpatiza, Sanders por su parte hubiera sido el presidente americano más blando de la Historia de este país, y los rusos lo saben.

Y les gustaba la idea, esa de un Presidente Kumbaya, cuasi-socialista, anti-capital, anti-capitalista, tan parecido a aquellos izquierdistas sesenteros que la URSS alentaba y apoyaba. Tan quintacolumnista, el Bernie, que Putin decidió echarle una última tabla de salvación a ver qué pasaba.

Y no pasó nada.

La correos electrónicos sólo provocaron la renuncia de la presidenta del CND, que, a diferencia de Bernie y sus Berniebros, entendió que había que hacerle paso a Hillary en pro de una victoria de los demócratas en Noviembre. Y de inmediato se quitó del camino.

La noticia de los emails está a punto de ser olvidada. Solo el FBI y otras agencias seguirán el rastro de los hackers hasta la dasha de Putin, y ahí acabará la historia.

Pero quede el suceso como un recordatorio de un mal conjurado a tiempo: el de Bernie Sanders, su promesa de revolución, y sus revolucionarios de Starbucks, academia y “We shall overcome!”, o sea, “Venceremos!”.

Quede además como una confirmación de aquello de “dime con quién andas...”, y como una prueba más de que Bernie era, es, mala idea para los Estados Unidos, y que Putin, tiranuelo boreal, antiamericano, su Berniebro, también lo sabía.


viernes, 22 de julio de 2016

El espantajo y el espanto

Los buenos negocios y la política comparten una piedra angular: el oportunismo.

Oportunismo que, en el caso de la política, a veces toma otros nombres: demagogia, populismo, mesianismo, tiranía. Si se observa con cuidado, se nota que las líneas que separan un nombre de otro son tenues, frágiles. Invisibles, en los peores casos.

Lo más sencillo es agarrar un espantajo -en todas las épocas hay muchos de ellos disponibles- y agitarlo. Entonces se grita: que uno sabe cómo neutralizar ese horror, y eso será repetido una y otra vez. En ninguna de ellas se dirá cómo eliminar esos males: solo se anuncia la intención.

Y ya.

De esa manera, Lenin, Stalin, Hitler, el Kemer Rojo, los norcoreanos, Fidel Castro, todos los dictadores, todos los tiranos, y Donald Trump, han convencido a la masa crítica, la gris, la moldeable, que el espantajo es real, y que ellos, los oportunistas, saben cómo exorcisar a ese monstruo para que la vida sea mejor, para que se cumplan propósitos inaplazables, esos que siempre son superiores, puros, excelsos.

El país, la nación, el futuro, nuestros valores, la supervivencia de lo que amamos, están invariablemente amanazadas por la sombra de ese monigote -del espantajo, me refiero, que también tiene muchos nombres.

Ya sea la plusvalia, los burgueses, los judios, la intelligentsia (¡ay!, la intelligentsia...), los comunistas, el imperialismo, el socialismo, los Estados Unidos, los inmigrantes mexicanos, ¡aleluya!, no temais: llegó nuestro salvador a combatir, exterminar, prohibir, cremar, modificar, odiar, nulificar, deportar.

Simple.

No hace falta mucho más -o sí: una retórica encendida, oscura, que entregue eficazmente el mensaje- para iniciar entonces una bola de fango, que crecerá en avalancha y que, de no atajarse, terminará invariablemente en un desastre que puede durar medio siglo, o un período presidencial.

Los oportunistas causan espanto. Todos se parecen. Todos dicen lo mismo, en primera y mesiánica persona. Y ya sea “Mein kampf (Mi lucha)”, “La Historia Me Absolverá”, “I am your voice!”, la masa crítica, la gris, la moldeable, siempre responderá igual:

Heil!”
¡Venceremos!”
Build the wall, build the wall!”

Y el espanto entonces se convierte en otro espantajo.

miércoles, 20 de julio de 2016

Con tu escasa palidez

Let me tell you something: I thought I was white until I got here...”, decía en la televisión un reportero. Reía, divertido, por el casi absoluto predominio de la raza blanca en la Convención Republicana.

Eso fue hace cuatro años, durante la nominación de Mitt Romney.

Hoy de nuevo se habla y escribe sobre el tema. Como si no se cansaran de asombrarse porque el Partido Republicano es un partido de blancos. Y mientras más blanco, mejor. Un partido donde los escasos negros son mostrados como trofeos; un partido donde, de verse a un hispano, hay muy altas probabilidades que sea en calidad de jardinero o nana.

Claro, a no ser que sean cubanos.

No digo nada nuevo si menciono que el sur de la Florida y sus cubanos eran un bastión republicano. Parece que un sector de los cubanos exiliados en los Estados Unidos se arrimaron al ideario republicano por ser este de línea dura con el desgobierno cubano.

Insisto: era un bastión republicano.

Ahora, con la disminución de la proporción de los cubanos “radicales”, diluidos con la arribazón de la generación de la Y y el regetón, el balance se inclina hacia el antirepublicanismo.

Otra vez, responde esa nueva tendencia a los intereses de los cubanos y su peculiar relación con Cuba.

En una época donde la distensión y la apertura propiciadas por el gobierno americano, y con la promulgación de las “medidas” que el desgobierno cubano, que en sus estertores finales -y prolongados- decidió, entre otros, permitirle viajar y regresar a sus ciudadanos para que fluyera una bocanada de divisas, el republicanismo cubano está a la baja, y así debe continuar.

Y pienso que no hay nada malo en ello; más bien, lo contrario.

En términos generales, no encuentro mucho sentido en apoyar un partido político que rechaza a los emigrantes. Que propugna la supremacía americana -con todo lo que en realidad implica el eufemismo. Que extiende un manto oscurantista sobre fenómenos climáticos globales, para favorecer a la gran industria. Que es antidarwinista, mojigato, beato, que quiere armas para todos, no porque exista una enmienda constitucional obsoleta, escrita en 1791, sino porque uno de sus mecenas, la industria armamentista, y su profeta, la NRA, quieren que el negocio de matar prospere.

No hay mucho sentido en un partido que rechaza a las minorías, que tiene a los Rush Limbaugh y Hannities repartiendo odio y pananoia a voleas sobre un sector de la población desinformado y obtuso. No hay mucho sentido en un partido que, con tal de tener una oportunidad de hacerse con el poder, acepta a un megalómano, ricacho aburrido y egocéntrico, que ha exacerbado el racismo y la crispación nacional, como su candidato presidencial.

No entiendo entonces qué buscan los latinos que apoyan a ese partido. Y no entiendo, por supuesto, a qué aspiran todavía los cubanos que prefieren y defienden el republicanismo.

No hay nada para ellos allí. No hay nada para nosotros. No hay nada para mí.

Y no se trata el asunto de ser demócrata a cambio -que yo no lo soy-: tiene que ver con ser consecuente, tiene que ver con identidad, con sentido común. ¿Que aún no lo entiende? Pues más sencillo:

Tiene que ver con que Usted, mi amigo, mi amiga, no está lo suficientemente pálido para ser republicano.

martes, 19 de julio de 2016

Tremenda turca

No estoy muy ducho en la historia y política de Turquía.

Pero sí tengo esa impresión, recogida a través de los años leyendo y escuchando sobre ese país, que es complejo, poco confiable, ambivalente por antonomasia.

Una nación que se reparte entre Europa y Asia, que fue Bizancio, el Imperio Otomano, antes de ser Turquía, aliado a regañadientes, circunstancial, de Occidente, país musulmán, la piedra de contención insertada entre la Rusia neoimperialista, el Medio Oriente fundamentalista y el Occidente bajo el asedio del terrorismo.

Entonces, un golpe de estado.

Torpe, cruento, improvisado, y derrotado de inmediato por la sola presencia del Presidente Erdogan.

Y miles de militares, jueces, opositores, siendo apresados y procesados de inmediato, como si las listas con todos los nombres hubieran estado elaboradas desde siempre, solo esperando la oportunidad para que se leyeran en voz alta.

No estoy muy ducho en la historia y política de Turquía, insisto, pero todo me parece un montaje para afianzar un gobierno que tiene todos los colores del autoritarismo, el extremismo y el fundamentalismo musulmán.

Sería entonces una puesta en escena, una mentira. O, como decíamos de chamacos, tremenda turca.

lunes, 18 de julio de 2016

Talión

(...) si un hijo golpea al padre, se le cortarán las manos (...) si un hombre libre vacía el ojo de otro hombre libre, se vaciará su ojo en retorno, (...) si se quiebra un hueso de un hombre, se quebrará un hueso del agresor”

Código de Hammurabi

Si un policía asesina a un negro, que un negro asesine a un policía. Si un negro asesina un policía, que la policía asesine a un negro. Si un blanco mata un negro, que un negro asesine un blanco. Y viceversa. O dos. O tres.

Si un musulmán asesina a centenares de personas, con bomba, metralla o camión, se asesinará a centenares de musulmanes a fuego, cuchillo y soga.

Si un mexicano extorsiona a un centroamericano en la frontera sur, un mexicano debe ser maltratado en la frontera norte.

Si un cubano en Miami les llama indios a los sudamericanos, que le llamen latino de mierda a un cubano en Nueva York.

Que las familias de los muertos tomen turno en las funerarias, para que no se maten entre sí. Que se planifiquen con puntualidad los entierros, para que no se insulten las madres, que no se estrangulen los padres, para que no se apuñalen los hermanos.

Los dientes rotos cubren el piso, crujen bajo las botas; pisoteen los ojos, hundan los pulgares en las cuencas vacías.

Lex talionis.

Todos perdemos.

***


No me gusta el fútbol americano; vamos, ni siquiera lo entiendo. Me gustaría más el balompie, si los jugadores no fueran tan frágiles y modosos como bailarinas; para colmo, tampoco me gusta el ballet.

No soy negro, ni homosexual, feminista, machista o vegetariano. Soy escéptico y abomino de los dogmas. No soy católico, musulmán, policía, demócrata, republicano ni santero.

Odio al socialismo.

Ni me afilio, ni me alineo. Rechazo militancias, la organización y la pancarta. No escucho discursos, no leo cartas abiertas, ni firmo peticiones. No respaldo causas. Los lemas me dan risa, las consignas me sofocan, y las utopías las mido en ingresos anuales.

Me repugna el desgobierno cubano, y los que lo apoyan.

Debo ser occidental cristiano -esto por cultura, que no por filosofía-, blanco, hispano, cubano, mexicano, americano, y no soy nada de eso.

Soy la minoría por excelencia, de lo que me precio.

Todo ello me coloca, sin que pueda evitarlo, en algún bando; detrás de algún fusil, y enfrente de otro; versátil, puedo estar agazapado tras un parapeto, o sangrando bajo una pila de cadáveres. Gritando o callado; huyendo despavorido; persiguiendo, frenético.

No estoy a salvo de nada.

***

Un día escribí que ser negro e hispano en los Estados Unidos es un doble estigma.

Alguien que lo leyó -un mulato, cubano, hispano- lo tomó a mal; se ofendió, creo. No sé por qué dices eso, respondió, creo recordar, y dijo más, pero no me acuerdo. No es importante. Lo importante es que él sí sabía por qué yo escribí tal cosa.

Estaba asustado ese lector. Por él, por sus hijos, y no necesitaba que alguien lejano y anónimo le recordara sus temores. Yo lo entiendo.

Vivo en barrio de blancos -no hispanic whites, sino white whites: rubios, pecosos, ojiclaros, con arrugas y melanomas. Me miran pasar; clavan la vista en mi rostro y mi nuca; me observan, atentos; me han preguntado si estoy perdido, se han detenido frente a mi casa a averiguar qué estoy haciendo en mi jardín, ese lugar al que no pertenezco. Me observan, repito, con la expresión concentrada del que se alista a sacar un gorgojo del arroz.

Sin embargo, en mi casa no se habla de razas, sino de personas. “No hables con extraños”, le insistimos a mi hijo, “porque hay personas buenas y malas, pero nunca sabrás distinguir entre ellas”.

Él tendrá su oportunidad para sus propias conclusiones; tendrá Dios o no, creará sus propios estereotipos, será racista, humanista, o algo mejor que todos nosotros.

Un vecino lo vigilará, por ser hispano.

Un negro lo matará, por ser blanco.

Un blanco lo despreciará, por ser latino.

Un policía lo detendrá, por ser minoría.

Un musulmán lo volará en pedazos.

Una mujer lo amará.

Un día estará, sin que pueda evitarlo, en algún bando.

No estará a salvo de nada.

***


"The old law of an eye for an eye leaves everyone blind”

Martin Luther King Jr.


Como si no bastara con el disparate de la muerte, hay gente muriendo por razones absurdas. El terrorismo, ya sea en nombre de un credo retorcido, o del más visceral odio racial, es nuestra invasión mongola, nuestra peste bubónica.

El país, mi país, está dando tumbos. La pesadilla del tema racial enrarece el sueño americano; en el melting pot -que nunca ha sido tal- la sociedad hace grumos y se separa en sus ingredientes más elementales. En los Estados Unidos, el país más racista del planeta, ondean las banderas del color de la piel, de la etnia, del guetto.

En lo personal, solo quiero poder vivir en paz, en una sociedad que funciona -y muy bien- incluso estando permeada de la idiotez humana. Para el terrorismo, para los asesinatos, para el abuso, no tengo mejillas que ofrecer.

No quiero venganzas, pero necesito justicia.

No quiero el ojo ni el diente de los culpables. Pero, si matan, prefiero tener sus ojos en mi mano, todos sus dientes en la tierra. Si matan, los prefiero muertos. Negros, blancos o musulmanes. Rápido.

Quiero además que mi hijo sea un feliz ignorante, hasta que le toque asumir a su país, su sociedad, su origen, su color de piel.

También quisiera que la tentación del Talión no lo atormentara. Pero también sé que no es posible.

Son otros los tiempos, y son, para bien o mal, los Estados Unidos de América.


jueves, 14 de julio de 2016

Dice que...

Ricardo Cabrisas, un jovenazo de 79 años, gran economista de limonada y pan con pasta, fue designado nuevo ministro de Economía y Planificación allá en Cuba.

Sustituye a Mariano Murillo, llamado en su momento el zar de la economía cubana y cuyas habilidades como economista y estratega no le alcanzan para vender agua fría en el desierto.

El señor Murillo es además vicepresidente del gobierno y jefe de la Comisión Permanente para la Implementación y Desarrollo (vaya nombre, que parece sacado de una sesión del PCUS de los años 60) y en lo adelante se va a dedicar a “(concentrar) sus esfuerzos en las tareas vinculadas con la actualización del modelo económico y social cubano, aprobadas por el VI y VII Congresos del Partido”.

Hay trabajos que dan lástima, la verdad...

miércoles, 13 de julio de 2016

Doce, cero, ocho

Fui fumador empedernido.

Comencé en la pre-adolescencia, atraído por el aroma del humo de los cigarrillos. Aroma, que, curiosamente, ahora me resulta hediondo.

Y Aromas se llamaban los primeros cigarros que fumé. Los robaba de una gaveta en el cuarto donde dormí durante mes y medio, en unas magníficas vacaciones en casa de mi familia materna, a la orilla del Río Hondo, en Pinar de Río.

Me habían asignado una yegua, de pelaje tordo, ya matunga, muy dócil. Me enseñaron a ensillarla; “No la corras....”, me dijeron, “que tiene resabios”. No los tenía, o no los tuvo conmigo, ni siquiera la vez que, regresando de un monte remoto, ya caída la noche, la llevé al galope por una senda estrecha, casi invisible entre tanto yerbajo, cruzada por zanjas, plagada de huecos fangosos.

Tuve suerte esa vez. No así con los cigarrillos, que fumaba a escondidas, en el borde más lejano de la arboleda de mangos, y a los que poco a poco me volví adicto.

Después de los Aroma, fueron los Populares, los Mars, los Sparta, tupamaros caseros, H Upmans, Raleighs, Camels, Marlboros regulares y, finalmente, Marlboros lights.

Una mañana, hace doce años, en el polvoriento y calcinado norte mexicano, me desperté y, antes siquiera de ir al baño, decidí dejar de fumar.

Por ese tiempo consumía una cajetilla diaria, veinte cigarrillos, y mi rutina diaria giraba alrededor de mis pausas para fumar. Mi oficina, mi auto, mi entorno, apestaba a humo de cigarrillos; “Tienes la boca amarga...”, me dijo, asombrada, una muchacha que me favoreció con su preferencia alguna vez.

Y esa mañana, hace doce años, dejé de fumar.

Por estos días me estoy desintoxicando de otra adicción: las redes sociales que, como el humo azulado de los cigarrillos, invadieron mi rutina, y comenzaron a consumir un tiempo que, desgraciadamente, no tengo. 

Adicción que disfrutaba porque, ¿qué más quisiera que poder seguir leyendo y escribiendo en un mundo organizado, lleno de opciones, inmaculado, donde yo decido quién “vive” y quién “muere”?

Es este, entonces, mi año cero alejándome de la virtualidad.

Desde esta sobriedad, también virtual, reafirmo que la red social es útil, interesante, pero es también absurda: yo no soy el que allí escribe, ni son “ellos” los que me leen. Somos presencias filtradas, parcheadas con emoticones, mostrando fogonazos de una vida despojada de la vulgaridad de lo cotidiano, melodrama con guión infinito y algun happy end ocasional.

Me aburrí.

No obstante, gracias a las redes sociales he tenido la oportunidad de interactuar con personas agradables e interesantes; muchas ahora están entre mis amigos, y hasta he conocido a algunas allá afuera. Pero no es menos cierto que la red social es un mundo extraño, enajenante por momentos, mundo que eventualmente volveré a visitar, pero que no pienso volver a habitar.

Hoy, además, cumplo ocho años en los Estados Unidos.

Seguimos.


martes, 5 de julio de 2016

Los despertares de los Rip Van Castro

Un día de julio del año 1990 el estruendo del derrumbe de la utopía este-europea despertó al Castro de turno, ese que soñaba con revoluciones mundiales y bombardeos nucleares que borraran de la faz de la tierra a su enemigo favorito, los Estados Unidos.

Sin dilación, los llamó traidores, a los ya ex-socialistas; diligente, armó un alegato tejido con consignas, parábolas, tangentes y, tanto se esmeró que, sin decir nada que valiera la pena, le dió el discurso para dos o tres horas de arenga que declamó en época de carnavales, al caer el sol.

No lo mencionó por su nombre, pero la Historia llegaba a una nueva encrucijada: se terminaba un sistema sociopolítico, fracasado en toda la línea; se terminaba también -y de eso estaba más que conciente, pero tampoco lo dijo- algo más importante: el mecenazgo de la URSS y sus satélites, que durante treinta años alimentó los delirios del dictadorzuelo de opereta, manteniendo a Cuba y cubanos como mascotas ideológicas y traviesas, y todo para molestar al vecino de enfrente: que el paísito-mascota del Segundo Mundo les orinara en la puerta de vez en cuando a ls americanos, era la idea.

En estos días, casualmente también de un mes de julio, pero un cuarto de siglo más tarde, le tocó despertarse el Rip van Castro heredero.

Esta vez es Venezuela la que se desmorona, toca fondo, y cierra la válvula del petroducto chavista: Maduro tiene los as contados y, con ello, llega a su fin la segunda bonanza para la isla y los cubanos.

Pero a este Rip van Castro el despertador no lo agarró de sorpresa; cualquiera, aun con la frente escasa de los desgobernantes cubanos, sabía que algo así sucedería en cualquier momento. A diferencia del campo socialista, producto de la conquista y dominación soviéticas, y que parecía tan eterno como la amistad inquebrantable entre los pueblos de Cuba y la URSS, el chavismo llegó al poder a través de las urnas y por voto democrático.

Y por esa misma vía lo va a abandonar.

En el interín, prácticamente ha desaparecido la otrora primera industria cubana, la azucarera; la producción de concentrados de nickel y cobalto, que florecía en Moa y Nicaro, se redujo de manera drástica; el petróleo cubano, pesado e insuficiente, y los cacareados nuevos yacimientos no aparecen; en las zonas francas bostezan por la inactividad, las inversiones extranjeras no llegan, y el país parece depender cada vez más del turismo de segunda y las remesas de sus expatriados. 

Port su parte, la agricultura sigue siendo ineficiente e improductiva; empresarios y senadores norteamericanos llegan a Cuba, no a comprar mercancía para llevar a los mercados de los Estados Unidos, sino a vender lo que cosechan sus votantes: cereales y alimentos del agro estadounidense, muchos de ellos subsidiados por ayuda federal.

Para colmo, los logros-banderas de los van Castro, la salud y la educación -programas que fueron financiados por la generosidad geopolítica de los ex-socialistas-, han dejado de ser bandera para convertirse en guiñapos: es imposible que un país paupérrimo con un gobierno ineficaz e inepto, país del que todo el que puede escapa, incluyendo a los profesionales, pueda sostener y hacer funcionar educación y salud a un nivel digno.

Mientras fluyó el petróleo ajeno en las venas de la Involución, los Rip van Castro se dedicaron una y otra vez a soñar utopías y a perder tiempo. Si hubiera que ponerle otro nombre a lo que sucede en Cuba, pues sería una "haitinización" galopante lo que tiene lugar; pero es otro Período Especial, llevado de la mano del desgobierno, el que toca a la puerta de los cubanos.

Las oportunidades perdidas.

La última demostración del callejón sin salida ni soluciones en el cuál el gobierno de los Rip van Castros ha encerrado a la nación cubana, es la manifiesta incapacidad para aprovechar la generosidad del gobierno del Presidente Barack Obama que, en sus propias palabras, extendió la mano a ver si se la estrechaban.

Es más fácil imaginar a los de la línea dura, a los adoctrinados, aborregados por la voz aguardentosa de su general, atrincherados en un rincón enseñando los dientes como las bestias mediocres que son ante esa mano que se extiende, que estrechándola y aprovechando las oportunidades que un restablecimiento de relaciones con los Estados Unidos propicia.

Porque eso, la total torpeza del desgobierno cubano, es lo que, de una manera u otra, ha sido la respuesta al famoso 17D -que ya en breve cumple dos años- y a la histórica visita de Obama, que puso en evidencia y ridículo a un régimen que solo se sostiene porque los cubanos perdimos en el camino entereza, raciocinio y corazón.

El desgobierno cubano, siguiendo la filosofía de los mantenidos que siempre han sido, ignoraron, y continuan consistentemente haciendo caso omiso, de los preceptos más básicos de su propia ideología: las relaciones de producción condicionan las relaciones sociales.

Siguen hablando de socialismo, aun en medio la crisis y la desesperanza.

Para ellos no se cumple aquello de tengo el pan, hágase el verso; no entienden (o tal vez sí, pero no les importa) que la izquierda, en cualquiera de los tonos de su diapasón, solo puede sobrevivir dentro del capitalismo, porque el socialismo es absolutamente incapaz de crear tecnología, productos de calidad, riqueza de manera racional y abundante, y mucho menos de hacerla asequible a la gran mayoría.

Si algo han logrado los Rip van Castro es demoler sistemáticamente el país, y las consecuencias están a la vista.

Cincuenta y siete años después, el as bajo la manga es algo que han llamado “Conceptualización del modelo económico y social cubano de desarrollo socialista”, cosa-panfleto en cuya confección amanuenses e ideólogos oficialistas han perdido el tiempo que no tienen, escribiendo sandeces en su absurdo intento de apuntalar los escombros de la isla de Cuba.

Panfleto que no he leído ni leeré. No es necesario hacerlo para saber que es solo otra estupidez, otro eufemismo para enmascarar la absoluta falta de talento y creatividad del desgobierno cubano.

Todo indica entonces, decía, que otro “Período Especial” es inminente en Cuba.

Quizás sea el último. Tiene que serlo, pues ya no parece haber otros mecenas dispuestos a echarse al hombro el fardo de los Castro y su país en quiebra.

Es tal vez la oportunidad necesaria para que los cubanos también despierten de su modorra, echen a patadas sus desgobernantes, y para que, por fin, se hagan cargo de sí mismos.


sábado, 2 de julio de 2016

Cinco días y cuatro noches árabes, IV y final

Última noche 

Dos buenas noticias en la mañana de hoy: el té negro que nos sirven en el desayuno está mejor que el café, y esta vez entramos al Emirate Palace de Abu Dhabi, porque me puse pantalones.

El viaje, desde el hotel, como siempre es tan bueno como el destino. Tomamos una via rápida que nos lleva bordeando el mar, este mar tan calmo que parece domesticado. Como es habitual, a pesar del GPS, tomo el lado equivocado en una bifurcación, y eso nos da la oportunidad de visitar el Abu Dhabi no turístico.

La ciudad es tan limpia y organizada como todo lo que hemos visto hasta ahora. La urbanización es sobria, racional, el tráfico organizado, y las rotondas (in the roundabout, take the second exit) sustituyen a los semáforos en muchas de las intersecciones.

Desde que desembarcamos en el aeropuerto hemos visto murales, cuadros y vallas -muy a la usanza de la isla triste- con imágenes del Presidente del país, el vice presidente, y del fundador de los Emiratos árabes, el Sheikh Zayed bin Sultan Al Nahyan, propulsor de las ideas y reformas que han llevado la nación a su estado de prosperidad, y padre del actual Presidente de los Emiratos, que es el gobernante de Abu Dhabi por demás.

Nos detenemos en un semáforo y, desde una pancarta enorme, la imagen del emir fundador saluda con el brazo levantado, y mira hacia algún punto oculto en el horizonte tras la bruma polvorienta que se cierne sobre el desierto. Al futuro, tal y como se ve en estos lugares.

Debajo de la figura del difunto emir se anuncia un sitio web: www.ourfatherzayed.ae

En todos esos murales, cuadros y vallas los próceres emiratis tienen la misma expresión: atisbando algo que solo ellos ven, concibiendo algún lugar o idea lejana en tiempo y espacio. Sueños de beduino, que el petróleo les cumple. Lo que percibo es que lo dferente entre un demagogo que reparte ideas afiebradas, y un lider que cumple lo que promete, son 700,000 millones de Producto Interno Bruto.

El Emirate Palace está a la vuelta de la esquina.

Lo que sucede con el Emirate Palace es que no hay manera de describirlo con un simple texto o con una cámara fotográfica convencional como la mía, ni con mi ojo promedio, me percato de inmediato.

El tremendismo de los emires hace que, como Dubai, este hotel-palacio tenga que ser visto en persona para que pueda ser apreciado en su justa magnitud. O, al menos, con un lente de ángulo ancho que no tengo.

Si espectacular es el Emirate Palace, el skyline que tiene enfrente, dominado por las Etihad Towers, no lo es menos. Me frustro tratando de captar la imagen, pero al final solo puedo tomar fragmentos de un fantástico paisaje urbano.

En el hotel hay zonas donde no se puede fotografiar. La recepción es una de ellas; un área con butacas, tumbonas y meseros esperando instrucciones, es otra. “Hay huéspedes y visitantes que demandan discreción total”, me explica un hombre uniformado que custodia el acceso al patio, donde se levanta una carpa enorme y hermética en cuyo interior se servirá el iftar de ese día a invitados selectos.

Pero donde no vea las señales de ´No fotos´, lo puede hacer sin problemas”, remata el vigilante, un negro corpulento, con ese peculiar acento de los africanos y voz de barítono, y que bien pudiera ser un djin que custodia este magnífico lugar, donde se suceden enormes salones de rara belleza, con ventanales y arabescos que se duplican en pisos que, de tan pulidos y brillantes, parecen estar mojados.

***

Siempre había tenido la ilusión de visitar un zoco árabe.

Hasta ahora lo más cercano -de hacerle caso a mi imaginación- habían sido los tianguis de Tepito y Lagunilla en el DF. Pero no se parecen en nada a este.

Este, al que llegamos después de un par de tumbos por callejuelas y rotondas -in the roundabout, take the third exit-, es la clásica trampa para turistas, con mucha quincalla y vendedores insistentes, socarrones. Trampa en la que, al menos nosotros, caemos voluntariamente. Al cabo, ¿dónde se ha visto un zoco bajo techo y con aire acondicionado? Pero ella quiere algo “de aquí”, así que allí vamos.

Los zocos son lugares de paciencia y manoseo. Después de un rato entrando y saliendo de las escasas tiendas que están abiertas, comenzamos a ver más claro: hay verdaderos hallazgos junto con la bisutería adocenada. Mi esposa encuentra -”se decide al fin por”, debería escribir- un anillo y un pendiente de plata, con lapizlázuli y otras piedras engastadas cuyo nombre no recuerdo. Verla saltar de alegría es un doble alivio.

También está una lámpara a la que, ya de regreso en Nueva York, le tengo que cambiar el enchufe y el receptáculo para el foco, que se rompió el que traía y que resultó ser de modelo europeo y en fin, lámpara para turistas.

Luego, un par de cosas menores, como ese sextante de latón, con brújula incrustada, que siempre he querido tener sobre un escritorio que no tengo, o el mini narguile, de metal bruñido, del cuál nunca nadie fumará.

Finalmente, está la vasija.

No es ánfora, ni es florero. Pudiera ser una garrafa. O casi. Es esbelta, es de cobre, esmaltada, con una intrincada taracea que -de dársele crédito al emirati que nos la vende- incluye papel de oro, además de incrustaciones de hueso de camello.

What part of the camel?, le pregunto al vendedor, emirati con poca disposición para el regateo, pero que nos dió un descuento especial, dijo. “Por el Ramadán, veinticinco por ciento”, y sonríe. Tiene sonrisa de cabrón. Persa, la vasija. O iraní. Para turistas. Pero es hermosa.

What part of the camel?, insisto intrigado, le pregunto al vendedor, pues, entre su acento y mi semi sordera, la información se pierde; "Bone, camel bone...", me responde de nuevo, algo disgustado por mi insistencia que pone en entredicho su maltrecho inglés, “Camel Bond”, quiero replicarle, pero no sé si el chascarrillo lograría atravesar todas las barreras.

“From Iran!”, añade entonces el mercader con tono triunfal, y me muestra un sello, que se ve muy auténtico, en el fondo de la vasija, y que dice “Isfahan, Iran”, y unos trazos en caligrafía que, consecuentemente, debe ser farsi.

Después me entero que Isfahan es una región de Irán famosa por las alfombras y no por las vasijas; pero es bella igual, la garrafa-ánfora-recipiente. A los dos, a mi esposa y a mí, nos gusta, y la compramos, con leve suspiro mío, que tengo el mal hábito de llevar las cuentas, aun de vacaciones, y para satisfacción del emirati que está haciendo negocio en el zoco desolado por el mediodía de domingo de Ramadán -día laboral, por demás-, y al que los clientes llegarán, si acaso, al caer el sol.

En el hotel mi hijo aprovecha nuestras últimas horas de vacaciones y disfruta en la piscina. Juega con otro niño, cuya madre, con la cabeza cubierta con un pañuelo, vigila desde una butaca. El niño, turco o sirio, no habla inglés, pero de alguna manera los niños se entienden.

Del otro lado, acodada en el borde de la piscina, los ojos entrecerrados, un cigarrillo entre los dedos húmedos, canturrea un meretriz.

Salimos de nuevo a la calle, ya de noche, a ponerle gasolina al auto antes de entregarlo, y nos aguarda una última sorpresa: en este lugar, con todo ese petróleo, apenas hay gasolineras. Tenemos que manejar nueve kilómetros hasta la más cercana al hotel, hasta un lugar llamado Khalifa City, “Aquí todo se llama califa” apunta mi hijo. Hay cola para poner gasolina, cuarenta o cincuenta autos quizás. Pero el servicio es rápido, y en unos diez minutos estamos listos.

El GPS nos lleva de regreso por una estrecha carretera vecinal. Un enorme Toyota todoterreno está detenido en la oscuridad, fuera de la via. Cinco hombres, emiratis, se asisten mutuamente en el lavado de los pies con agua que vierten de un recipiente plástico. Uno de ellos tiende varias esteras sobre la tierra arenosa.

Es la hora de la isha, la quinta plegaria, nocturna, y el canto del almuédano ya comienza en lontananza.


***


Trece horas de vuelo y, casi ocho años después de nuestra primera vez, llegamos a Nueva York.

Justo antes de que el avión toque tierra en el JFK, las pantallas muestran una silueta de la nave en el centro de una brújula, en la que destacan dos indicadores: uno señala hacia la ciudad, que bulle a escasos kilómetros; el otro señala hacia La Meca, a una civilización de distancia.

viernes, 1 de julio de 2016

Cinco días y cuatro noches árabes III

 Dubai

Babul me observa mientras me acerco a la barra y sonríe. El personal de servicio es gentil; además, una propina siempre ayuda.

"¿Double expresso?", pregunta. "Machiatto...", respondo en automático. "Add a little milk, please...", aclaro, ante la mirada inquisitiva. Mientras revuelvo el azúcar me explica que si deseo rentar un carro debo ir al hotel contiguo. "Pregúntele al guardia de seguridad: él le dirá dónde está la oficina de rentas...", añade, y se retira presuroso tras las cortinas, al interior de restaurante; es la hora pico del desayuno de los infieles.

Encontramos la renta de autos con facilidad: un buró enfrente de las recepcionistas. Dollar Rent a Car. "Ah, carajo...", dice mi esposa. Yo digo algo peor. Pero no hay remedio: al parecer es la única opción para rentar un auto en este lugar.

"Dubai acaba de instalar cinco mil cámaras más el mes pasado...", me cuenta el encargado de las rentas, un filipino amable, obeso y amanerado que tiene un hermana en Michigan y que me pregunta donde está New Hampshire. "Tengo un amigo virtual por allá...", me dice con coqueto recato.

Nos renta el auto -treinta dirham adicionales por el GPS- y nos advierte de lo estricto en los controles de velocidad y de tráfico. Exagera en un detalle o dos; sin embargo, en esencia, tiene razón.

No hemos visto policías, pero la seguridad en los Emiratos es impresionante.

"¿Asalto? Eso no existe. Mire...", me había dicho el taxista afgano, señalando una cámara que estaba montada bajo el espejo retrovisor, "En la central están observando todo el tiempo lo que sucede en el taxi. También por esta otra cámara...", añadió mostrando un punto negro en la esquina del aparato que cuenta los kilómetros, multiplica por las tarifas y presenta la suma a pagar por el viaje. "Además, nos escuchan...", concluyó.

"Entonces no hay mucha privacidad, ¿no?", hurgué un poco más. "¿Para qué?", me respondió sorprendido, con una rápida mirada de soslayo, y se concentró en manejar.

Ya lo habíamos notado: hay cámaras por doquier.

Para colmo, al intentar conectarse a los WiFi en lugares públicos, el diálogo en el teléfono pregunta de qué país vienes, y a veces va más allá: solicita tu nombre y el número de teléfono.

Los Emiratos, que fueron uno de los tres países en reconocer al Talibán antes del 9/11, ahora se alinean con los que fomentan la estabilización de los gobiernos tradicionales, en contra de primaveras árabes, y combaten el terrorismo islámico, que es enemigo de los buenos negocios.

La omnipresente -aunque discreta- vigilancia, los servicios de inteligencia, y la justicia expedita de los emires, hasta ahora ha logrado mantener a raya a los fanáticos y la violencia.

***

En los Emiratos Árabes Unidos:

Besarse en público es ilegal y puede resultar en deportación.

Las injurias en Whatssap están prohibidas, y se penalizan con el equivalente a más de 68,000 dólares de multa, y prisión.

La homosexualidad es ilegal y es una ofensa capital.

La sodomia es castigada con hasta catorce años de prisión. Si es consentida, conlleva una pena de hasta diez años.

La amputación es un castigo legal.

La crucifixión es un castigo legal.

Bailar en público es ilegal.


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Como cada calle y avenida en los Emiratos, la autopista que une Abu Dhabi y Dubai también está señalizada con pedante minuciosidad.

Los ciento ventiocho kilómetros, asfaltados a la perfección -todas las calles lo están-, están jaloneados por luminarias, una cada cien metros, en algunos tramos cada cincuenta. Las cámaras para el control de velocidad se suceden con machacona frecuencia, de lo cual nos alerta oportuna y afortunadamente la voz británica del GPS.

Tenemos un amigo que trabaja para una compañía inglesa que diseña ciudades en lugares como este; en él pienso, al comentar con mi esposa sobre la obvia influencia europea, y británica en lo particular -los Emiratos fueron protectorado británico hasta 1971-, en el trazado urbano y la organización en general; montones de roundabouts, los elevadores son lifts, la gasolina es petrol, los locutores de las emisoras pop con sede en Dubai tienen un sonoro acento británico, y la electricidad es de 220 volts (el transformador de viaje que compré en Amazon es una maravilla).

El viaje es rápido, y pronto arribamos a una gran zona industrial en la cual se amontonan edificaciones y estructuras con los nombres más fuertes de la industria del planeta. A nuestra derecha, sobre un elevado de concreto, corre un tren suburbano que se detiene en estaciones idénticas, de diseño elipsoidal, futurista.

Sobre la autopista, de cuatro carriles por senda, cruza un inmenso puente aun sin terminar, parte de un enorme complejo vial. Una pancarta cuelga justo en el centro, con el nombre de la compañía que alli construye, un nombre que es una transcripción fonética de los caracteres chinos que aparecen a renglón seguido.

Los chinos construyen el país. Occidente lo colma con tecnología. Filipinos, indios y pakistanies hacen funcionar la infraestructura. Los emires pagan -se dice que solo la familia Al Nahyan, una de las seis familias gobernantes, posee una fortuna de 150 mil millones de dólares. Mientras, los emiratis, minoría privilegiada, parecieran llevar una vida muelle y bitonga.

De la bruma gris amarilla, seca, de finísima arena que flota sobre todas las cosas, en lontananza van apareciendo, como espejismos que solo pudo imaginar Ray Bradbury, los rascacielos de Dubai.

Dubai es uno de esos lugares que necesitan ser vistos en persona.

De un lado, edificios. Qué digo edificios: maravillas de la arquitectura y la creatividad. De este otro lado, la aridez del desierto. La ciudad es lujo, osadía, desafío. Una imposibilidad. Un megaoasis artificial que, a pesar de su magnificencia, se me antoja frágil ante la enormidad del desierto que la rodea.

Por primera vez encontramos tráfico de cierta intensidad.

Es sábado, último dia del fin de semana, y algo pasado del mediodía. El hotel Burj Arab no me impresiona, pero la torre Burj Khalifa, neo futurista, elegante, la estructura más alta del planeta con 830 metros de altura, 163 pisos y 57 elevadores, construida con un costo de 1500 millones de dólares, es imponente.

El GPS nos lleva a una garita con cristales de espejos que custodia la entrada al área que rodea la torre. Una voz con acento imposible crepita en una bocina y nos pregunta qué deseamos. “Visitar la torre...” Y sigueron unas instrucciones que entendimos a medias.

Después de un par de vueltas por los alrededores, y de regresar frustrados al mismo lugar, el custodio logró hacernos entender que el acceso para visitar la torre es a través del Dubai Mall, que esta entrada es para residentes de la Burj Khalifa, algunos de los cuales, como para ayudar al señor en su tortuosa explicación, pasan raudos por una senda paralela y expedita en Maseratis, Porsches, Bentleys y Ferraris.

Yo, que hago la mayoría de mis compras por internet, y que abomino de multitudes y centros comerciales, quedo deslumbrado con el Dubai Mall.

A tono con la torre, la ciudad, y el pensamiento faraónico de los emires, el Dubai Mall es el más grande del mundo, parte además de un complejo de más de mil doscientas tiendas y comercios, con un costo de veinte mil millones de dólares.

En su interior, restaurantes de todo tipo -cerrados a esta hora; ya se sabe: Ramadán-, acuarios, una libreria inmensa (“Aqui te pudieras quedar a vivir...”, me dice ella), galerías, belleza, lujo, buen gusto, decoraciones fastuosas, y la inevitable multitud multiétnica en la que, de nuevo, destacan indios y chinos, tan invasivos: no rehuyen ni les importa el contacto corporal, no respetan orden en las filas, no piden permiso, empujan, atropellan blandamente.

Pero lo que más nos llama la atención es el aroma que hay todas partes. Es mirra, almizcle, sándalo; olores dulces, sabrosos. “Deben usar metros cúbicos de eso al día para lograr perfumar este lugar. Vamos, este mall es una ciudad pequeña” comento.

Entrar a la torre es fácil. Los controles de seguridad, como en un aeropuerto. Los precios, exhorbitantes. Subir al observatorio más alto cuesta cien dólares por persona. El del piso 117 cuesta la mitad. “Con la bruma que hay, vamos a ver lo mismo desde uno que desde el otro...”

La vista es desoladora. De nuevo, la arquitectura de los rascacielos es despampanante, pero lo que salta a la vista -al menos a la mía-, además de que las ventanas estén absolutamente limpias y transparentes, es el desierto. Está ahí, como esperando su oportunidad para tragarse la ciudad, tal vez asombrado de la tozudez y el delirio de estos jeques visionarios.

Dubai es, en primer lugar, un milagro en medio de un desierto mortal; a pesar de su imagen de prosperidad y fuerza, debe su existencia y continuidad al generoso rescate financiero de su hermana mayor, Abu Dhabi.

Dubai es un sueño, un emblema, un megaespejismo. Hoy, es paraiso financiero, exotismo, meta de millonarios snobs, nuevos ricos y oportunistas. Mañana, sin petróleo, puede ser la ciudad más abandonada del planeta.

Pero Dubai es, sin duda, una maravilla digna de verse.

(continuará)