martes, 28 de agosto de 2018

Vicente

Vicente viste chaqueta gris, de lana, sobre un chaleco de paño oscuro; la camisa de franela, a cuadros, abotonada hasta el cuello.

Lleva el Fedora ladeado, unos plumones de faisán en banda. Los ojos observan inmensos a través de los gruesos lentes de sus gafas, la mirada inquisitiva, con el aire de desamparo que comparten niños y ancianos.

Calza zapatos de fieltro negro, cómodos, de pisada segura. Pero no deja nada a la casualidad: se apoya en un bastón de caña de roble y contera de goma tosca. Arrastra un poco los pies al caminar. Avanza con pasos breves desde la puerta que nos ha abierto hasta la butaca más cercana. Tantea con el brazo izquierdo el aire de la habitación buscando algo que no está, un hombro ausente quizás.

La casa huele a especias y ungüentos.

Ni siquiera ya sentado deja a un lado el bastón; lo coloca entre las piernas, ambas manos sobre la empuñadura. Lo blande cuando afirma, golpea el piso cuando reafirma, el bastón en la mano aun recia, nudosa, veteada con venas azules, hinchadas por el trabajo y el tiempo. No sé qué edad tenía Vicente por ese entonces. Eso sí, era viejo. Desde mis diecinueve años era un hombre muy viejo. De Valencia, España.

Su respiración es entrecortada. Un silbido de fuelle maltrecho en la garganta que le roba el aire. Pero Vicente habla como solo lo hacen los que lidian con la soledad. Ni siquiera le interesa que alguien escuche. Solo quiere decir, escuchar su voz tal vez, contar sus historias, aunque la frente se le perle de sudor en la pelea con el aliento escaso, que insiste en escapársele.

“Es un pendón…”, dice a ratos, cada vez que su mirada cae sobre la única muchacha del grupo. Todos decimos que está enamorado de ella. Ella dice que le recuerda a una nieta, una que vive en Francia con el hijo de Vicente, el hijo que allá quedó cuando el viejo, entonces joven, se alistó en la Legión Extranjera y se fue a Argelia a combatir a Ben Bella. Allá en el Magreb cambió de bando. O más bien regresó al suyo, el del jovenzuelo comunista que combatió a los fascistas en la Guerra Civil española.

“Yo ayudé a desembarcar las armas del barco cubano que nos mandó Fidel.”, cuenta entre resuellos, “Con ellas le dimos por el culo a los marroquíes”, añade, y yo no tenía la menor idea de qué guerra ni de qué barco me hablaba: en realidad solo tenía ojos y narices para la enorme fuente de arroz amarillo con escargots que humeaba sobre la mesa. “Los caracoles, de mi cosecha personal, del Jardín…” comenta Vicente, que es retirado del Jardín Botánico. Allí había trabajado desde que llegó como asilado político a Checoslovaquia. A Francia no podía regresar, y a España tampoco, pero nunca nos contó por qué.

“Es un pendón…”, murmura de nuevo. Solo yo, sentado a su lado, lo alcanzo a escuchar, mientras devoramos el arroz y le pasamos los caracoles a Paco, el único con estómago para chupar los caparazones y comerse la carne negra y retorcida.

La sobremesa es bulliciosa. Vicente trata de decir algo que se pierde en el cruce alocado de las conversaciones. Lo veo hurgar en una cartera de cuero y extraer de ella un pedazo de papel. Un recorte de periódico, alcanzo a ver. “La Reacción es criminal…”, y yo detecto la mayúscula; ya sé, hablará de la Guerra Civil, o de Argelia. Pero yo estaba equivocado.

“Aquí no olvidaron que los soviéticos llegaron a rescatar a este país de la Reacción…”, dice con voz apagada. “Los odiaron y los odian…”, añade con voz queda. Entonces levanta la mirada, los ojos desamparados, y nos extiende el papel que sostiene en la mano. “Desde mi ventana yo los vi cómo marchaban, a los reaccionarios. Llevaban a esa mujer, la esposa de un teniente que colaboró con los soviéticos. La llevaban desnuda, el cuerpo pintado con pintarrajas rojas…”.

Se detiene y toma aire. El silbido asmático de sus pulmones perfora el silencio en el diminuto apartamento mientras nos pasamos de mano en mano el recorte amarillento donde Valentina Belasová, la esposa rusa del teniente eslovaco, la madre desnuda de dos hijos pequeños, parece caminar con serenidad en el calor de agosto de 1968, como si la ropa más fina la cubriera y los hombres que la rodean la estuvieran cortejando, cuidando que no pisara en falso, indicándole amables que avanzara rauda, que se saliera de esa foto infamante y regresara de una vez a su casa, a cuidar de su familia y sus niños, de su esposo traidor.

Vicente murió y no supe cuando. Se escribían cartas él y mi madre; ella que le agradecía que cuidara que mí, de nosotros; él quizás contando esas mismas historias que apenas le escuchábamos en las sobremesas. Nunca leí las cartas.

No supe conversar ni tuve la paciencia de escuchar, una y otra vez, a Vicente, testigo excepcional del siglo XX de la preguerra y la postguerra. De haberlo hecho ahora tal vez pudiera intentar escribir narraciones fabulosas, las de Vicente, de primera mano.

Pero en este agosto terrible de Nueva York, a cincuenta años de distancia de Vicente mirando desde su ventana la marcha de la más mezquina venganza, solo puedo evocar este recuerdo en el que se arremolinan la Guerra Fría, mi juventud, muertos, invasiones y amigos que ya no he vuelto a ver.

Y una foto que creí perdida, con anotaciones que la convierten a la vez en documento, denuncia y delación.