martes, 2 de octubre de 2018

El presidente que baila

“El país se derrumba y él bailando”
Silvio Rodríguez, con una pizca de decencia.

Y que toca la tumbadora, el mandatario mandamenos.

Me recordó a Abdala Bucaram, aquel rumbero que fue presidente de Ecuador por un año escaso y que salió defenestrado pues aparentemente lo suyo era la pachanga y no la presidencia, LQQD.

Pero este presidente monigote cubano de esta casi poscastrista era no va a durar solo un año. Qué va. Que en Cuba se gastan presidentes hasta que se gastan y terminan arrugados como pasas, meándose en un sillón de ruedas. Pulverizados, pues.

No se irá pronto entonces Canel. Y eso, a pesar de que como presidente no valga un nabo pues, de lo que ha dicho, y de lo que se ha visto, es más de lo mismo pero vestido de civil. Vamos, ni siquiera baila bien.

Sin embargo, nada de eso opacó el entusiasmo de la masa afecta al dinosauriato.

Un entusiasmo extraordinario se desplegó porque, en un vídeo de unos segundos de duración, el presidente y su rolliza esposa echan ese pasillito, en un aquelarre de aparatchiks, espías, gurrupiés y advenedizos.

“¡Mira, el presidente bailando!”, clamó el hato, en orgásmico y revolucionario regodeo, como si aquello ya lo ungiera y calificara, al bailador, para hacer algo por el país que se le sigue deshaciendo entre los dedos.

Se conforman con poco los cubanos de hoy día. Contentos están con sus aprendices de dictadores, sus presidentes hereditarios, ah, pero eso sí: que, si baila, qué maravilla de cubanía, porque cada cubano debe saber bailar y bailar bien.

Y tenemos entonces que, después de esta inútil y costosa visita a la ciudad de Nueva York, lo más relevante ha sido el bailecito, la tumbadora, y que Robert de Niro reveló una extraña preferencia por tiranuelos anodinos.

¿Les digo algo?

Yo preferiría un presidente basurero.

En la esquina de la cuadra donde vive mi padre en Santos Suárez la basura se acumula durante semanas y los enjambres de moscas se encargan de hacerle compañía a los ancianos.

Se necesita un presidente que, con la manga al codo, recoja la basura. Que sea también el estibador que abastezca los mercados con suficiencia y oportunidad, para que mi padre no tenga que madrugar para poder comprar un trozo de carne de cerdo antes de que, como siempre ocurre en Cuba, se acabe.

O puede el presidente ayudar a arreglar las aceras, para que no se trabe en tanta grieta el bastón de mi viejo.

Me gustaría poder admirar al presidente de turno por cosas como esas, y por las otras tantas que urge hacer para que el país sea funcional y lógico. Eso me gustaría.

Porque lo que se necesita es un presidente que haga su trabajo, y no que venga a Nueva York a perder el tiempo.


O a bailar, pues.

martes, 28 de agosto de 2018

Vicente

Vicente viste chaqueta gris, de lana, sobre un chaleco de paño oscuro; la camisa de franela, a cuadros, abotonada hasta el cuello.

Lleva el Fedora ladeado, unos plumones de faisán en banda. Los ojos observan inmensos a través de los gruesos lentes de sus gafas, la mirada inquisitiva, con el aire de desamparo que comparten niños y ancianos.

Calza zapatos de fieltro negro, cómodos, de pisada segura. Pero no deja nada a la casualidad: se apoya en un bastón de caña de roble y contera de goma tosca. Arrastra un poco los pies al caminar. Avanza con pasos breves desde la puerta que nos ha abierto hasta la butaca más cercana. Tantea con el brazo izquierdo el aire de la habitación buscando algo que no está, un hombro ausente quizás.

La casa huele a especias y ungüentos.

Ni siquiera ya sentado deja a un lado el bastón; lo coloca entre las piernas, ambas manos sobre la empuñadura. Lo blande cuando afirma, golpea el piso cuando reafirma, el bastón en la mano aun recia, nudosa, veteada con venas azules, hinchadas por el trabajo y el tiempo. No sé qué edad tenía Vicente por ese entonces. Eso sí, era viejo. Desde mis diecinueve años era un hombre muy viejo. De Valencia, España.

Su respiración es entrecortada. Un silbido de fuelle maltrecho en la garganta que le roba el aire. Pero Vicente habla como solo lo hacen los que lidian con la soledad. Ni siquiera le interesa que alguien escuche. Solo quiere decir, escuchar su voz tal vez, contar sus historias, aunque la frente se le perle de sudor en la pelea con el aliento escaso, que insiste en escapársele.

“Es un pendón…”, dice a ratos, cada vez que su mirada cae sobre la única muchacha del grupo. Todos decimos que está enamorado de ella. Ella dice que le recuerda a una nieta, una que vive en Francia con el hijo de Vicente, el hijo que allá quedó cuando el viejo, entonces joven, se alistó en la Legión Extranjera y se fue a Argelia a combatir a Ben Bella. Allá en el Magreb cambió de bando. O más bien regresó al suyo, el del jovenzuelo comunista que combatió a los fascistas en la Guerra Civil española.

“Yo ayudé a desembarcar las armas del barco cubano que nos mandó Fidel.”, cuenta entre resuellos, “Con ellas le dimos por el culo a los marroquíes”, añade, y yo no tenía la menor idea de qué guerra ni de qué barco me hablaba: en realidad solo tenía ojos y narices para la enorme fuente de arroz amarillo con escargots que humeaba sobre la mesa. “Los caracoles, de mi cosecha personal, del Jardín…” comenta Vicente, que es retirado del Jardín Botánico. Allí había trabajado desde que llegó como asilado político a Checoslovaquia. A Francia no podía regresar, y a España tampoco, pero nunca nos contó por qué.

“Es un pendón…”, murmura de nuevo. Solo yo, sentado a su lado, lo alcanzo a escuchar, mientras devoramos el arroz y le pasamos los caracoles a Paco, el único con estómago para chupar los caparazones y comerse la carne negra y retorcida.

La sobremesa es bulliciosa. Vicente trata de decir algo que se pierde en el cruce alocado de las conversaciones. Lo veo hurgar en una cartera de cuero y extraer de ella un pedazo de papel. Un recorte de periódico, alcanzo a ver. “La Reacción es criminal…”, y yo detecto la mayúscula; ya sé, hablará de la Guerra Civil, o de Argelia. Pero yo estaba equivocado.

“Aquí no olvidaron que los soviéticos llegaron a rescatar a este país de la Reacción…”, dice con voz apagada. “Los odiaron y los odian…”, añade con voz queda. Entonces levanta la mirada, los ojos desamparados, y nos extiende el papel que sostiene en la mano. “Desde mi ventana yo los vi cómo marchaban, a los reaccionarios. Llevaban a esa mujer, la esposa de un teniente que colaboró con los soviéticos. La llevaban desnuda, el cuerpo pintado con pintarrajas rojas…”.

Se detiene y toma aire. El silbido asmático de sus pulmones perfora el silencio en el diminuto apartamento mientras nos pasamos de mano en mano el recorte amarillento donde Valentina Belasová, la esposa rusa del teniente eslovaco, la madre desnuda de dos hijos pequeños, parece caminar con serenidad en el calor de agosto de 1968, como si la ropa más fina la cubriera y los hombres que la rodean la estuvieran cortejando, cuidando que no pisara en falso, indicándole amables que avanzara rauda, que se saliera de esa foto infamante y regresara de una vez a su casa, a cuidar de su familia y sus niños, de su esposo traidor.

Vicente murió y no supe cuando. Se escribían cartas él y mi madre; ella que le agradecía que cuidara que mí, de nosotros; él quizás contando esas mismas historias que apenas le escuchábamos en las sobremesas. Nunca leí las cartas.

No supe conversar ni tuve la paciencia de escuchar, una y otra vez, a Vicente, testigo excepcional del siglo XX de la preguerra y la postguerra. De haberlo hecho ahora tal vez pudiera intentar escribir narraciones fabulosas, las de Vicente, de primera mano.

Pero en este agosto terrible de Nueva York, a cincuenta años de distancia de Vicente mirando desde su ventana la marcha de la más mezquina venganza, solo puedo evocar este recuerdo en el que se arremolinan la Guerra Fría, mi juventud, muertos, invasiones y amigos que ya no he vuelto a ver.

Y una foto que creí perdida, con anotaciones que la convierten a la vez en documento, denuncia y delación.

domingo, 22 de julio de 2018

El fantasma del socialismo recorre el Partido Demócrata

Pienso que Donald Trump es culpa de Hillary Clinton, de la política del Partido Demócrata en la administración de Obama, y de Obama.

Toda aquella retórica y reclamo acerca de las minorías, los derechos de las minorías, la existencia de las minorías, asunto del que el 73% de la población de los Estados Unidos, los blancos no hispanos, era sistemáticamente excluido, entre otras cosas le abrió el camino a la presidencia a Donald Trump.

Uno pensaría que los demócratas han tenido tiempo de rumiar su derrota, que se auto diagnosticaron, y que vendrían con algo fresco, inteligente, ganador. Pero, para mi sorpresa y decepción, ese mismo discurso sigue siendo uno de los pilares del Partido Demócrata (PD), inflamado aun más ahora por la política anti migración del presidente Trump.

Eso por si solo sería alarmante, pero ni remotamente es lo más grave dentro de lo que presenta el PD a la sociedad americana: como si fuera poco su desconecte con la mitad de los americanos, ahora hay una corriente francamente de izquierda ganando fuerza dentro de las filas de ese partido.

Izquierda que dice que la dirigencia del Partido Demócrata debe despertar y prestar atención a lo que realmente quiere el pueblo. Ese tipo de cosas dice. Y yo sé adónde se va a parar cuando alguien piensa que sabe “lo que quiere el pueblo”; sobre todo cuando se trata, en el mejor de los casos, de un puñado de pueblo. Ni siquiera de la mitad, la que vota demócrata.

Izquierda que, además, a estas alturas, en los Estados Unidos de América, se confiesa socialista.

Son gente joven. Nacida cuando aun no se enfriaba el cuerpo insepulto del campo socialista. Gente que nunca conoció el desastre de la utopía comunista, para la cual la guerra fría es un acontecimiento con misiles y uno de los Kennedy, perdido en la bruma del siglo XX; gente para la que Cuba es un destino turístico exótico, una suerte de museo del automovilismo americano, donde hay salud gratis y las personas son aceptablemente felices gracias al socialismo, y no un país bajo una dictadura que ya tiene la misma edad que los padres de estos neo izquierdistas.

Gente a la que solo le quedaría como referencia de lo que es el socialismo esa propia Cuba, Corea del Norte, la izquierdosidad latinoamericana y lo que les cuente Bernie Sanders.

Gente que, al hablar de socialismo, no tiene la menor idea de lo que habla.

Pero, mire Usted, les doy el beneficio de la duda. Quizás se estén refiriendo cuando hablan de socialismo a los estados de bienestar que existen en Europa, particularmente en Escandinavia, o al sistema de salud pública canadiense. Bienestar que incluiría también educación superior pagable, incluso gratis, y otras reformas sociales que harían menos agobiante el rat race americano.

La idea no suena mal, ¿verdad? Al cabo, ¿quién no quisiera tener atención médica de primera y gratuita, o poder enviar a un hijo, o tres, a una prestigiosa universidad sin tener que dejar empeñados los riñones en un banco?

Pero las cosas, déjeme le digo, no son tan simples. Nunca lo son.

Pues ante tanta iniciativa se impone una pregunta: quién va a pagar, y, sobre todo, ¿cómo se va a pagar la cuenta del proyecto de los neo socialistas?

Veamos.

***


Para mantener a los Estados Unidos como ese rompehielos que abre camino en la industria farmacéutica, biotecnológica, de salud, en la academia, la investigación, la innovación tecnológica constante, entre otras tantas, se necesita dinero. Muchísimo dinero.

Tenemos por ejemplo la industria del seguro médico, que es uno de los financiadores de esa maravilla que llamamos quality of life. La cuenta es simple: el que desarrolló el medicamento que le controla a Usted el colesterol, la diabetes, la taquicardia, o la hemofilia, le pone un precio a su producto. El que le de la gana. Y lo hace así el productor porque tiene que cubrir lo que invirtió en investigación, pruebas clínicas, científicos, abogados, publicidad, los costos en general, y tener además una ganancia.

Cuando un especialista, doctor en medicina, que pagó (y probablemente aún está pagando) el medio millón de dólares que le costó la carrera, le prescribe a Usted ese eficaz medicamento de última generación, Usted le pasa esa cuenta al seguro médico.

También lo hace el doctor, que tiene que cobrar por sus servicios, cubrir sus costos, tener una ganancia, y pagarle a las universidades y hospitales donde estudió que a su vez tienen costos que cubrir, los salarios de los académicos, los administrativos, etc., y también tener ganancia.

Y el seguro médico cubre esos costos.

Lo hace porque Usted le paga a su vez al seguro médico una prima mensual con dinero de su salario. Así, el doctor, el hospital, la clínica, los académicos, los laboratorios, los investigadores farmacéuticos pueden seguir haciendo lo que mejor saben hacer: aumentándole a Usted la calidad y expectativa de vida mientras Usted sigue comiendo verduras pensando que eso es lo que lo va a hacer vivir 90 años, y no la medicina moderna que ha sustituido a la selección natural.

Y entonces, en medio de todo eso, llegan los demócratas con esas ideas de socialismo tardío. Quieren, en primer lugar, gratuidades. Nada de seguros médicos, por ejemplo. OK. Yo también quiero cosas “gratis”.

Pero alguien tiene que pagar. Alguien tiene que cubrir los costos del bienestar o nuestra intención de vivir hasta los 90 se va a bolina. Y si no son las relaciones de mercado, las instituciones financieras, el mercado feroz y eficiente los que paguen esas cuentas, entonces tendría que ser el gobierno.


El gobierno, que a todos los niveles -federal, estatal- se haría cargo de sufragar esos enormes gastos. Y son realmente astronómicos esos números. Pero el dinero del gobierno sale de los impuestos. De los impuestos que Usted paga.

O sea que, para disfrutar de un estado de bienestar donde Usted no dependa de un seguro médico, pero donde le destupan las arterias, le controlen la glucosa, reparen sus caderas, le prescriban medicamentos de ultima generación y pueda Usted retirarse a tiempo para vivir con vida prestada hasta los 90 años, pues Usted tendría que pagar más impuestos. Muchísimo, pero muchísimo más de los que paga ahora.

Y si Usted paga esos impuestos, digamos el 60 o 70% de sus ingresos, para sufragar el estado de bienestar, ¿cómo va Usted a comprar esa casa de $400,000, y esos carros, y tomar vacaciones, con el dinero que le va a quedar disponible? Ni mencionar por supuesto la posibilidad de ahorrar algo.

¿A qué nivel se iría entonces el proverbial consumismo americano, que mantiene vital y vibrante al mercado? ¿Qué sucedería con las tiendas departamentales, la industria automotriz, los mercados abarrotados de comida y bienes de todo tipo? ¿Qué ocurriría con el mercado de bienes raíces, de la construcción, de los proveedores de todo tipo de materiales?

¿Qué pasaría con este capitalismo feroz, eficiente y creador de todo lo que disfrutamos?

Esas, y otras que sería muy extenso de exponer aquí, serían mis preguntas para los neo socialistas que, tradicionalmente, son muy, pero que muy malos para la economía. Digo más: jamás ponga la economía en manos de un socialista. Porque el socialismo, y la izquierda en general, y está más que comprobado, solo sobreviven en la sociedad capitalista manejada por capitalistas.

Y es que el socialismo, Ustedes lo saben, es muy caro.

***

Decía entonces que Trump es culpa de los demócratas. A su vez, pienso que esa radicalización política e ideológica hacia la izquierda que se está viendo en el Partido Demócrata es culpa de Trump. Es la ancestral acción y reacción funcionando a todo tren.

En ese contexto la idea de un capitalismo a la europea ni remotamente va a fructificar en los Estados Unidos. Vamos, a la primera mención de algo parecido quizás una parte de los millenials va a danzar al son de la música demócrata, pero el resto de la sociedad le va a dar la espalda y va a buscar a un candidato conservador que preserve el estatus quo de la sociedad americana. De nuevo la acción-reacción, tratando de encontrar la justa medida.

Si los demócratas se dejan conquistar por esa facción socialista que está asomando aquí y allá, creo que van camino de otra derrota electoral, y esta vez no por estrecho margen.



martes, 3 de julio de 2018

Mexicanos al grito de... la desesperación


El nivel de decepción y desespero de los mexicanos con su clase política se refleja en que hayan votado por un populista simplón y autoritario como lo es Andrés Manuel López Obrador (AMLO).

Algo parecido les sucedió a los venezolanos con Hugo Chavez. Y, como en el caso venezolano, lo peor es que  parece no había una alternativa que valiera la pena.

No es el triunfo de MORENA y AMLO un triunfo de la izquierda ni de una ideología: el resultado electoral mexicano es un grito de desesperación.

Y es un grito que, pasada la euforia del triunfo, debe causarle mucha inquietud a Andrés Manuel López Obrador.

AMLO ha pasado la mayor parte de su vida política en la cómoda posición de hipercrítico, víctima del sistema político, víctima de las circunstancias, victima de la oligarquía, víctima de sus correligionarios, arquetipo político de Nosotros, los pobres. Pues pobre de él, porque le llegó su hora.

AMLO tiene unos escasos meses para abandonar su rol de eterno atacante y asumir el papel de mandatario asediado por los próximos a
seis años.

Asediado, en primer lugar, por sus verborreicas promesas que se espera, por supuesto, que cumpla. Asediado por la clientela izquierdosista, por la otra izquierda, por sus votantes, simpatizantes, adversarios, y enemigos. Por Mexico en pleno, y eso no es poca cosa.

Asediado, efectivamente, como cada mandatario que lo ha precedido, por una nación multicultural, compleja, tercermundista, petrolera por excelencia, donde las soluciones que funcionan en el sur son ineficaces en el norte; pais repartido entre feudales caciques políticos, grupos de  poder, ejercitos de narcotraficantes, con el 25% de los mexicanos emigrados y con el 70% de la población bajo el límite de pobreza.

Eso, a muy grandes rasgos.

Según sus promesas, AMLO no solo debe subirle el salario a millones de mexicanos -sin que aún se sepa de dónde va a salir ese dinero- sino que debe sacar de la pobreza a otros millones que le escucharon y le tomaron la palabra. Los que votaron por el, pues.

Así mismo, tiene un reto mayor: los partidarios de AMLO y de la izquierda en general le achacan los cientos de miles de muertos por la narcoviolencia a los gobiernos anteriores y afirman que las masacres se detendrán por obra y gracia de Lopez Obrador.

No se han detenido a pensar, unos por falta de raciocinio, otros por pura saña politiquera, que esos muertos no tienen que ver con el gobierno de turno si no con la violencia que se ceba en la sociedad mexicana desde hace décadas -y aquí obvio, por razones evidentes, a la sangrienta Revolución Mexicana.

Un breve examen de los últimos 20 años de la política mexicana -venga esa violencia de los narcos, de paramilitares, de grupos políticos rivales- indica que las matanzas comenzaron con el gobierno de Felipe Calderón y su guerra contra los narcotraficantes.

Lamentablemente, el resultado de la política de Calderón no fue siquiera la reducción de la actividad delictiva, sino un desequilibrio de poder entre los diferentes carteles de la droga y probablemente una ruptura de un pacto tácito que hasta ese momento hubiera existido entre el gobierno y los narcos: relativa impunidad a cambio de paz para los civiles.

Pensar que con el arribo de Andrés Manuel López Obrador a la presidencia de México los problemas de la violencia y el narcotráfico van  a desaparecer es, cuando menos, ingenuo. Quizás disminuya la violencia, ya que no el narcotrafico, si el nuevo gobierno pacta con los narcotraficantes de alguna manera.

De no ser así, veremos cuántos miles de muertos le tocan al gobierno de AMLO. Y escucharemos entonces que nos dice el canturreo de la izquierdosidad mexicana, esa que AMLO encandiló y atrajo como la luz a las polillas sobre todo en ese bastión de las tribus perredistas y facciones de todo tipo: el DF.

Sin embargo, es necesario mencionar que, si bien AMLO no ha hecho nada diferente a lo que cualquier otro político, populista hasta el tuétano, y ha prometido villas y castillas, los mexicanos a su vez, le hayan dado crédito o no tomaron la decisión correcta.

AMLO, en el contexto mexicano, es solo una consecuencia, como lo fue Donald Trump acá más al norte.

Después de años y años de decepciones políticas con la triada de partidos políticos mayoritarios (PRI, PAN, PRD) los mexicanos decidieron darle una oportunidad al más improbable de los gobernantes: al populista, autoritario, fantasioso, eterno quejoso, quizás hasta algo peligroso para la quebradiza democracia mexicana.

México ha gritado, desesperado. En esa angustia ha elegido el cambio y a la vez, y probablemente a sabiendas, al hombre equivocado. Pero no había otro.

En lo personal, le deseo mucha suerte a mis amigos en el lindo y querido, pais que amo profundamente, y suerte también a todos los mexicanos en general. Al cabo  AMLO sería un mal que duraría solo seis años, mucho menos que los verdaderos problemas aue asolan la sociedad mexicana, y que tampoco este gobierno va a resolver.


martes, 12 de junio de 2018

Trump, cubanos, y el necesario equilibrio

Ustedes recuerdan al Presidente Obama. Claro que sí.

Obama, que con su política de mano extendida hacia el gobierno de Raúl Castro logró cosas interesantes.

Los cubanos que todavía tenemos que interactuar con Cuba, y los de adentro que viajan, incluyendo a la disidencia que aborrece a Obama por haber estrechando la mano de Raúl Castro, nos beneficiamos grandemente, por ejemlo, cuando las aerolíneas americanas comenzaron a viajar a Cuba, echando con ello abajo el monopolio y la extorsión de las compañías chárter que operaban desde Miami.

En no menor medida disfruté, y conmigo una gran parte de los cubanos, el placer de haber visto y escuchado al presidente de los Estados Unidos, un negro por demás, decirle todas las verdades necesarias en la cara a los desgobernantes cubanos y a sus desesperados lacayos.

Se las espetó en vivo, frente a frente, en el discurso más relevante que se haya pronunciado en Cuba en los últimos sesenta años, conviniendo en que por comparación todas las agobiantes diatribas de Fidel Castro fueron muela, retórica y pienso ideológico para su ganado entusiasta, ese que todavía les llena la plaza los primeros de mayo.

Como si fuera poco, Barack Obama le puso fin a la campaña más machacona, bobalicona e interminable que se haya visto para que sacaran de prisión a unos espías mediocres. Tan solo por eso los cubanos de la isla deberían profesar eterno agradecimiento al presidente Obama, si no fuera por esa decisión de última hora de derogar la ley de pies secos/pies mojados, que los ha dejado encerrados en la maldita isla.

Pero nada de lo que hiciera Obama en su affair con Cuba, por más que haya sido el único presidente americano que desarmó el discurso antiamericano y antediluviano del desgobierno cubano, les pareció bien a esos cubanos de siempre, a nuestros morenazis.

Más democráticos que un ateniense de antaño, más radicales que un Che Guevara, más inclaudicables que vagina de meretriz con telarañas en la despensa, cuando se trata el asunto de juzgar los hechos de un presidente, por supuesto, demócrata.

Obama fue para ellos, y lo sigue siendo, el presidente traidor que estrechó las manos de un dictador; el que entregó todo (¿?) a cambio de nada; el que quebró el sacrosanto paradigma de castristas y morenazis por igual -pues los extremos, como furtivas manos de amantes, se tocan allá en lo oscuro- de que con Cuba es todo o nada; Cuba que, a estas alturas, es más nada que algo.

Es Obama, dicen, además, aquel que violó otro principio, ese esculpido en el basalto que sostiene la dignidad del gobierno de los Estados Unidos: no se pacta con dictadores.

Pero henos aquí, apenas dos años después que Obama tomara La Habana sin disparar un tiro, que el presidente Trump, en necesario y loable afán de evitar una escalada que pudiera terminar en un conflicto nuclear de desastrosas consecuencias, y después de bravatas, insultos y pueriles guaperías, acepta negociar con un dictador, hijo de dictador, nieto de dictador, heredero y continuador de uno de los regímenes más represivos y bestiales del planeta.

Los mismos que querían lapidar, castrar y desmembrar a Obama por un estrechón de manos, ahora se deshacen en loas, laudes, vísperas y patrióticos alaridos porque este su ídolo, el presidente Trump, le ha estrechado la mano a este otro dictador. Como si fuera poco, han conversado cuatro horas, almorzado, reído, y hasta se han palmeado los flancos en súbita camaradería.

Esta vez, parece, todo eso está bien. Parece también estar OK que nuestro presidente diga con entusiasmo, del que antes llamó Rocketman, que es un joven inteligente, amante de su nación y su pueblo. Amante de su nación y su pueblo. Piensen en eso. Piensen también en las hambrunas norcoreanas, los campos de concentración, la población desnutrida al punto de tener menor estatura y complexión comparado con sus homólogos del sur; piensen en los miles de muertos, en los funcionarios volados a cañonazos. Amante de su nación y de su pueblo. Give me a break.

Debía haberse detenido el presidente Trump en su intención de, a cambio de una supuesta y verificable (palabra de orden) desnuclearización, proveer de los medios a Norcorea para que construya carreteras y llene los estantes de los supermercados, y no extenderse en repugnantes elogios a nada menos que el nefasto Kim Jong Un, en un más que obvio intento de hacerle bajar la guardia acariciándole el ego.

A Kim Jong Un, nada menos. ¡Ay, Trump y sus técnicas de negociación 101! Pero ya se sabe que la verborrea es un mal -para sus fines, ha sido un bien- del presidente Trump.

Pero pienso que, obviando por ahora todas las objeciones morales, éticas, la decencia, el compromiso con los valores de los Estados Unidos y el mundo libre, y usando solo el más árido pragmatismo (realpolitik, que le llaman), pienso es prematuro hablar de lo que se haya logrado o no en la reunión entre Donald Trump y Kim Jung Un. Ya veremos.

Regreso entonces al tema de este texto: el equilibrio, o su ausencia. Sería ideal poder mantener un equilibrio necesario so pena de seguir arrastrándonos los cubanos por estos tiempos como al menos dos mitades de un todo disfuncional. Pero sabemos que no será así por mucho más tiempo que el que tenemos disponible.

Sonrójese entonces sin pena cada vez que mencione que Obama fue un traidor y que Trump no lo es. No se va a salvar de la desfachatez y la incongruencia, ni aunque mencione un higher purpose. Admita que es cosa de preferencia política. Que Usted anda por este mundo escorado a la derecha, anclado por la Trumpolitik; que le encantan esas incoherencias, la compulsión, la falta de conocimiento, pericia y oficio. Usted acepta al presidente así, y que le aproveche. Tampoco es mal que dure cien años. Ocho, cuando más.

Tenga decencia. No se engañe ni engañe ni pretenda.

Porque se necesitaría, para ese hipotético equilibrio, de todos. De Usted, cubano extraño, también.

Anthony Bourdain: solitario y unknown



Nunca se veía peor Anthony Bourdain que las pocas veces que sonreía. El rostro se le partía en groseros dobleces, inflamado como una máscara de Botox, los ángulos de su patricia expresión desaparecidos como por arte de un malintencionado sortilegio.

Qué tipo para ser arrogante, pensé una de las primeras veces que vi uno de sus programas, hace ya muchos años en México.

En aquel entonces Bourdain leía cartas de televidentes que le proponían ir a sus países o ciudades a filmar una crónica. Lenguaraz e irreverente, se burlaba de unos, ridiculizaba a otros, hasta que por fin “escogía” un destino que fuera lo suficientemente exótico para su público.

Pero Anthony Bourdain evolucionó. Sin dejar a un lado su sarcástica personalidad y siempre con la lengua suelta y afilada, se fue adentrando en el arte de la crónica de viajes de una forma magistral.

El cocinero se fue tornando en escritor, cronista, antropólogo, a veces sociólogo; inteligente cicerone semanal para nosotros, los que nos pudrimos en el sofá de la casa. Me hice entonces adicto a sus programas.

Bourdain me parecía un hombre fascinante y sombrío, con lo oscuro de la madrugada de las metrópolis, y la brillantez de las noches de Nueva York.

Bohemio y post hippie, era más facil imaginarlo en intensas sesiones de whisky y cocaína, y nunca de esposo amoroso y preocupado, como alguna vez mostró en uno de sus programas –su esposa participaba en una competencia de artes marciales en Brasil.

Bourdain parecía una soccer mom. Debo admitir que fue de las pocas ocasiones en que percibí algo falso en sus presentaciones. Aquel entusiasmo filial no me convenció.

Y es que nunca se notó más solo y fuera de lugar Anthony Bourdain que ese par de veces que permitió atisbar en su vida personal, ya sea como padre, o como efímero esposo de una beldad italiana.

Además, ¿a quién se le ocurre pensar que un tipo como Anthony Bourdain puede ser un feliz hombre de familia?

No era ese nuestro Bourdain; era otro y no el que en nuestro egoísmo e ingenuidad (¿quién realmente sabe qué tormenta asola un alma ajena?) demandábamos ver.

¿A quién le interesaba además saber cómo le iba a su hija en la escuela o a la esposa con sus deportes, cuando Bourdain podía llevarnos hasta una orgía alcohólica en una aldea de las selvas de Malasia o mostrarnos qué se comía en los pantanales de Brasil?

Bourdain era un vagabundo bohemio y genial –vagamundo debería ser palabra– y por ello trascendió el clásico programa culinario de la televisión americana, de cocineros remaquillando recetas trilladas, de comidas asquerosamente pantagruélicas, de competencias anodinas.

Con sus viajes y reportajes dio rienda suelta a su incisiva curiosidad, a su mordaz escepticismo, insuflando una bocanada de buena televisión entre tanta bazofia.

También visitó Cuba. Allí lo vi almorzando comida italiana (?), manoseando la pasta con un apático tenedor y escuchando, aburrido, las respuestas que le daba su acompañante, un americano aplatanado en la Habana.

Parco en elogios, pródigo en preguntas incómodas, sus sobremesas solían ser más interesantes que la comida en sí.

Sus shows “No Reservations” y “Parts Unknown” (el tema musical de este último, minimalista, áspero, elegante, es definitivamente un sonido Bourdain) nos quedan como obra inconclusa de un hombre solitario que, en espantosa decisión, se dejó engullir por su oscuridad.

Anthony Bourdain, chef, escritor, viajero, juglar, se nos ha marchado por la puerta trasera de su bar personal, tambaleante, sin despedirse.

Se fue como probablemente vivió: solitario, de madrugada.

Y ya lo estamos extrañando.

.....

Artículo publicado originalmente en OnCuba

sábado, 19 de mayo de 2018

De pelos y señales

Hace un par de días puse esta foto en Facebook.

Es el tobillo de una muchacha, india o paquistaní, especulé, que estaba sentada frente a mí en un Starbucks. Y traje la foto a colación como dato curioso.

Curioso, porque no es común -para mí- ver una pierna peluda en una mujer, ni en Cuba, ni en México, ni en los Estados Unidos, países donde he vivido tiempo suficiente para que mi observación sea estadísticamente representativa. Curioso, porque las mujeres de mi generación y mi cultura se afeitan axilas, piernas y, a veces, entrepierna.

Ni en su peor momento, pensé al ver los gruesos vellos que asomaban entre pantalón y calcetines, las cubanas que conozco se exhibirían con esa pinta. O sea, peludas.

Hasta ahí mi idea, tácita, al colgar la foto.

Pero he aquí, para mi sorpresa, que me encuentro con que el hecho de que una mujer tenga o no vellos en el cuerpo, y decida depilarse o no, también es objeto de la cruzada feminista.

Regreso entonces con este tema no porque desee ni me interese discutir el feminismo o sus matices; creo que el escrutinio del feminismo les corresponde a las mujeres, que son las principales afectadas o beneficiadas.

Regreso porque son los tiempos cuando no parece posible mostrar un tobillo femenino peludo y no atraer la atención -y uno que otro ataque verbal- de feministas. Y eso merece un comentario.

Quiero referirme entonces al vello corporal, primero. Al feminismo, después. Y esto sin la menor intención de convencer a nadie. Esto es solo mi opinión -y de otros millones, probablemente la mayoría del planeta, pero solo escribo en mi nombre.


***

El vello corporal entonces es, sépase, un carácter sexual secundario, y cito:

“(En el hombre) hay presencia de vello androgénico más grueso y largo en otras partes del cuerpo: brazos, piernas, pectoral, abdominal, axilar, y púbico.”

“(En la mujer) hay desarrollo de vello corporal o androgénico en menor medida que el varón, principalmente en las piernas y axilas.”

Sin irnos a rigores académicos se puede entonces afirmar que una mayor cantidad de vello está asociada a la masculinidad. Por ende, mientras menos vello, mayor feminidad. Parece entonces, a priori, ser asunto hormonal la pelambre, y no de marcha, bandera o igualitarismo.

Pero es mucho más simple aún: eliminar el vello corporal, que ya se ha convertido en algo cotidiano también para los varones, es una cuestión de nuestra particular estética y, también, en no menor medida, de aseo personal; menos pelos, menos substrato para bacterias y sus metabolitos, que contribuyen a que los humanos seamos con toda probabilidad los animales que más apestan en el planeta tierra.

Postulemos entonces: menos vello, menos hedor.

En lo personal, me consta esa consecuencia y doy fe de ello. Viví cuatro maravillosos años en Europa del Este cuando y donde la mayoría de las mujeres no se afeitaba por una cuestión, efectivamente, cultural -decíase en aquella época que mujer afeitada era una puta- y debo decir que sus humores eran particularmente fuertes.

Sigo dando fe, y enuncio que soy de la generación en la cual la mujer es delicadeza, belleza, suavidad, mientras el hombre de alguna manera es lo rudo y tosco por contraste. En esa guisa, mis mujeres contemporáneas acentuaban -acentúan- su feminidad y los hombres su virilidad, así de simple. De esa manera las cosas funcionaban -funcionan- perfectamente, sin traumas ni segundas lecturas.

Digo además que, para mí, una componente del placer sensorial en la relación de pareja es acariciar la piel de ella -por cierto, la piel de negras y mulatas tiene una lisura de la que carecen las blancas.

Postulemos entonces: menos vello, mayor sensualidad y placer.

Es posible que en la India o Paquistán una muchacha núbil no se afeite las piernas. Hace un año viajaba en un avión repleto de indios y una muchacha apenas adolescente exhibía sus piernas cubiertas de gruesos y abundantes pelos, muy similares a los de la foto de marras. Ese símbolo de aún pertenencia a la niñez, previo a la edad de merecer, también era usanza -o es, no lo sé ya- en Cuba.

Hasta aquí, espero que haya quedado establecido que entiendo la cuestión cultural del vello corporal.

Menciono entonces que las mujeres de mi vida, madre, hermanas, novias, esposas, hijas, amigas, por suerte para todas ellas, y en lo obvio para mi, no necesitaron ni necesitan furibundos principios para ser mujeres plenas y femeninas. Se acicalan o no, se peinan, tiñen, maquillan, visten, o no, pero lucen, brillan por su género y modos. Y se afeitan cuando les da la gana. Y son mujeres a plenitud.

Ninguna de ellas se siente menos, y mucho menos menos femenina por afeitarse o depilarse.

Postulemos entonces: cada cual se afeita si le da la gana.

Llegado a este punto -donde queda también establecido que entiendo y respeto el libre albedrío- quizás por cuestión generacional, existencial o de género no logro ver qué relación hay entre el feminismo, o el orgullo de ser fémina, o la idea de que prevalezca el sexo femenino, con un cuerpo cubierto de pelos.

Acentuar un carácter sexual secundario que tiene que ver más con la masculinidad que con lo femenino, y eso para reafirmar su feminidad, pues es una paradoja que escapa a mi entendimiento.

El cuerpo velludo, se sabe, es un rasgo asociado a los Neandertales (conmigo no, con 23 and Me) que, como se sabe, perdieron la pelea ante el Homo Sapiens Sapiens -y ante la Mulier Sapiens Sapiens también, aunque los naturalistas no hayan hecho esa concesión al feminismo.

Por tanto, si las damas que se ofenden ante mi foto de un tobillo femenino y velludo estuvieran defendiendo la causa de los Neandertales, a pesar del exotismo de la idea, quizás lo entendería. Pero solidarizarse con un tobillo peludo cuando se trata, insisto, de ensalzar lo femenino, a la mujer, el epítome de la belleza humana, insisto, no lo entiendo.


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Definitivamente hay mejores maneras de acentuar la igualdad entre hombres y mujeres que no sea dejarse crecer pelos por doquier.

En mi familia, que es lo que más conozco, hay desde amas de casa, madres solteras sin miedo a la vida, estudiantes y profesores universitarias, y exitosos ejecutivos de venta. Todas mujeres y, hasta donde sé, todas se afeitan o depilan a la hora de lucir su belleza.

Ya comentadas entonces las cuestiones culturales y de libre albedrío, no entiendo en qué momento, y por qué, la proverbial belleza y delicadeza femenina, y en ello por supuesto incluido el afeitarse o depilarse, dejó de ser algo deseable en nuestra cultura y se convirtió en un estigma.

Tampoco me queda claro si la idea es parecerse a un hombre para así ser más mujer. Si eso tiene sentido para las feministas y el feminismo, pues esta sería una causa aun más ajena que lo que yo pensaba. 

Este feminismo militante y, digámoslo de una vez, irracional, es un fenómeno que me encuentro felizmente solo en la red social.

Una pierna peluda de mujer es solo eso: una pierna peluda. No es símbolo ni pancarta. Es decisión de las mujeres que elijan no afeitarse o depilarse. Es, si acaso, síntoma y señal.

Pero pienso que los activismos y las causas, además de pasión, necesitan de mucho sentido común y obvia sustancia.

Algunas, lo necesitan con urgencia.