miércoles, 28 de diciembre de 2016

Caída libre

“Porque si veo capitalismo, no sé, no puedo entrar...”


Desde que tengo uso de razón -o memoria, que es más adecuado- eso de “no regresaremos al capitalismo” o que el capitalismo es malo, muy malo, ha sido el mantra de una y otra vez de los fideles, raúles y sus cachanchanes.

Esta vez, leo, tampoco se hizo la excepción y el impresentable general-presidente, ya respirando aliviado porque Obama, el que le tomó La Habana sin disparar un tiro, se va; contento el hombrecillo además porque con Trump le regresa el imprescindible enemigo, dice entonces el anciano, lamentable sobreviviente de la furia asesina de este agonizante 2016, que “no vamos ni iremos hacia el capitalismo”.

Las razones lógicas de tal rotunda negativa, pues no las conozco.

Al cabo, esa gente son de izquierda y la izquierda, como todo lo demás, solo sobrevive en el capitalismo; sonaría como suicidio, si no fuera por el depravado cinismo que transpira tal declaración. Quedan entonces solamente las sinrazones, pataletas ideológicas de un grupo de ineptos, desfasados en tiempo, Historia y vida.

O sea, Cuba se hunde, y a ellos no le interesa.

“Ni nos ha interesado ni nos interesará”, pudiera bien decir el tiranuelo de turno y seguir, por supuesto, cómo de otra manera, seguir disfrutando de cuanta cosa capitalista existe y tiene a la mano. Desde la ropa que viste, los teléfonos que usa, los relojes que consulta, hasta los carromatos rusos que reservan para entierros y papelazos, “Сделано в России“, la del capitalismo putiniano porque, de la URSS, ni los mapas quedan.

Al absurdo entonces se suma la burla.

Vamos, el otro país socialista que queda en el planeta es Corea del Norte (porque, convengamos, ni China ni ningún otro país, con economía próspera, engrasada por el lubricante capitalista, es socialista). Y Cuba comparte con Norcorea, además del dogmatismo de la clase gobernante, de la docilidad de los ciudadanos, de la represión, de los métodos dictatoriales, un absoluto desastre de la economía.

Rechazar a estas alturas el capitalismo, tan solo por razones de inexplicable y trasnochada ideología, es el colmo del absurdo. Basta con mirar a esa Corea bipolar: el mismo país, la misma cultura, el mismo idioma, siglos de historia, nación dividida por una artificial frontera rectilínea, residuo de las guerras anticomunistas del siglo XX; el Sur próspero, hipertecnológico y capitalista, y el Norte del siglo XIX, agrario, desolado, donde las hambrunas cíclicas y la pésima calidad de vida hace que, entre otras nefastas consecuencias, los norcoreanos socialistas tengan incluso menor estatura y corpulencia que los sudcoreanos capitalistas.

Si hay una muestra de que eso que llaman socialismo no funciona, son esas dos Coreas; o, dicho de otra manera, de que el capitalismo funciona.

Pero el Castro de turno no quiere capitalismo.

El drama cubano, se decía, comenzaría a terminar con el “fin biológico”, la muerte de Fidel Castro. Pero todo indica que solo se ha pospuesto. “En Cuba las cosas empeoraron después de la visita de Obama”, me cuenta mi padre, “El bombardeo con consignas antiamericanas, la vieja retórica de ´Cuba sí Yankis no´, es a todas horas, por todos lados”.

El desgobierno cubano ha invertido todos sus recursos de propaganda y manipulación tratando de enmendar el desmentido brutal que Obama puso sobre la mesa, el de que el problema no es, ni remotamente, los Estados Unidos, el bloqueo o cualquier otra cosa en el extranjero; que el problema, todos los problemas, están adentro del país.

Que el problema es el fantoche que dice no al capitalismo, que advierte sobre más crisis por venir, que anticipa más restricciones, que no tiene soluciones para el país y sus males crónicos porque ni el socialismo, y mucho menos ese gobierno disfuncional, ofrecen ninguna.

El capitalismo terminará por llegar a Cuba.

No el de la croqueta y el “cuentapropismo”, por supuesto, sino el de la libre empresa, mercado, crédito, competencia, oferta y demanda. No llegará, sin embargo, como un agua mansa, sino como torrente de lodos y rocas, liberado por un dique que revienta. Torrente que va a arrasar con un pueblo que no está preparado para navegar esas aguas, que no tiene idea de cómo se sobrevive y vive sin remesas; que, a fuerza de igualitarismo, es débil y desconoce.

La responsabilidad de la calamidad que viene a sumarse a la ya existente, pues es de ese hombrecillo de expresión dispéptica, menguada estatura -norcoreano honorario- y voz engolada, de su difunto hermano, y de los que lo apoyan y aplauden; de todos, cómplices, los que están acompañando al país en su desplome en caída libre.

Feliz 2017 entonces, y que el viaje les sea leve.

jueves, 15 de diciembre de 2016

Una vida sin Fidel

Aun no se desvanecía el rojo blanco del horno, todavía no se enfriaba el puñado de polvo, y ya se leían luctuosos, untosos, empalagosos panegíricos que, cronómetro en mano, compungidos admiradores del anciano dictador habían confeccionado con chea puntualidad.

Un día sin Fidel, tres días sin Fidel, cinco días sin Fidel, se sucedieron aquí y allá; así, es de esperar, tendremos -tendrán, pues yo no los leeré- microaniversarios de la magna cremación al mes, trimestre, semestre, veintiseis de julio, trece de agosto, diez de octubre, y, por supuesto, la apoteosis de las crónicas crono-mortuorias, al año sin Fidel.

El drama, que es parte de nuestra mestiza y temperamental cultura. En este caso, un ulular de lloronas aderezado por lamentaciones que parecen sacadas de la cosa juche.

“Están como los mexicanos con Juan Gabriel que, a cada rato, cuando ya nadie se acuerda que se murió, sacan otro programa de lamentos...”, comentaba mi esposa, divertida, no con la muerte, que no es de risa, sino con lo insípido de los que sobreviven a los muertos ilustres.

Pero ni siquiera el Divo de Juárez ha inspirado esos recurrentes reportajes que nos llegan con asiduidad menstrual. Vamos, ni a un Muerto de Muertos como Freddy Mercury se le ha dado el honor de tal recuento machacón, y mira que ese sí se agradecería.

Y el colmo de los absurdos es que Fidel había muerto no hace uno, tres, o cinco días, sino hace ya una década, con el traspaso de poder a su hermano, y la implícita aceptación de que ya no daba -por suerte- para más. Su nefasta omnipresencia comenzó a marchitarse y solo asomaba, esporádico, de reflexión en reflexión, o en noticias sobre algun dignatario que había acudido a Punto Cero a tomarse un postrero selfie.

Así, hasta que terminó de morir. Esta vez definitivamente, un día que está por saberse, pues esa coincidencia de fechas con aniversario de Granmas, Coloradas, y toda la parafernalia de conmemoraciones gubernamentales, no la compro. Vamos, que se murió un día cualquiera, como el vulgar labriego hijo de labriego que fue.

Los que lo lloran, pues regresan una y otra vez a esas ideas fijas, cinceladas por el adoctrinamiento, esas charcas de falacias y lemas de las que muchos bebimos en algun momento.

“Era el caballo”, murmuran, gozosos, con ese extraño disfrute de saberse vasallos de un hombre fuerte.

“Un estadista de talla mundial”, dicen otros, saboreando la ilusión de que su isleño cacique pudiera equipararse a inmensos personajes cuyo legado, la Historia en sí, no necesita ser recordado cada cinco días.

“Educación, salud”, mantra, que es el reducto supremo del argumento de “Por qué Fidel”, el agradecimiento eterno a su muerto grande por servicios básicos pagados con dinero ajeno. Porque, en buena lid, si van a lamentar, si van a defender su médico de la familia y su maestro emergente, pues deben comenzar por mencionar a los que financiaron el delirio fidelista: soviéticos, en primer lugar, y chavistas, milagrosos rescatadores de la nación que ya se había ido en picada.

Gracias a ellos, a los mecenas del insostenible “proyecto”, los cubanos son un pueblo miserable al que fue concedido vivir atrapado entre un hospital derruido y una escuela mediocre, y al que con eso le debe bastar; lo que les resta, segun los lamentadores, es callar -o llorar- en agradecimiento.

El resto, cosa burguesa, es banal. Así es que, por ejemplo, cuando la rusa tecnología falla -una vez más-, cinco estóicos soldados empujan un carromato bajo el sol inclemente para poder llegar, por fin, al mausoleo del mal gusto, y de mal gusto, donde, detrás de un letrerito que dice Fidel, se coloca eso que transportan, unos dos kilogramos de polvo de fosfatos de calcio, sales de sodio, potasio, y quizás algún carbonato, eso que llaman cenizas, y que en realidad es tierra tan infértil como la escoria residual de algun primitivo proceso metalúrgico.

No pudo concebirse un símbolo más característico de la crónica mediocridad e ineptitud de Fidel y sus seguidores que ese armatoste militar, ruso, feo, roto en medio del viaje más importante que hiciera el dictador. O, en este caso, sus menguados restos.

No creo que ninguno de los crono-cronistas use un tono diferente en esos textos seudopoéticos y edulcorados, que merecen como fondo música de la Nueva Trova y un coro de pioneros. Al contrario, le irán adicionando tramos a la leyenda de Fidel Castro hasta que parezca que el muerto no era lo que fue.

Pero sí lo fue. Un accidente histórico, una eficaz rémora que detuvo a Cuba en algún lugar del siglo XX y que, aun después de muerto, le pesa.

Fidel no ha estado en mi entorno desde hace ya casi veinte años. No le debo nada, ni a él, ni a su revolución, ni le reconozco la grandeza con que lo adornan sus adoradores. Fue un dictadorzuelo tropical, delirante, mesiánico, abusador, lo peor que le ha sucedido a Cuba en su Historia contemporánea.

Con su muerte no sé qué comienza, pero si sé que se cierra una época, la fidelista, y eso es bueno. Pero si algo pudo ser mejor que eso, es, sin dudas, el haber tenido una vida sin Fidel pues, con Fidel, lo de los cubanos no fue vida.

Y todavía no lo es.


lunes, 5 de diciembre de 2016

Cazador

Tengo algunos cuentos escritos y, como las fotos, o las ideas, pues si no se comparten pierden la razón de ser.

Me place escribirlos, pero me agobia la cosa de la publicación, así que ya ni lo he intentado. Pero en estos días, en los que tengo tanto para celebrar, quiero compartir uno de esos cuentos, hasta ahora inédito, y solo leído por un par de amigos.

“Cazador”, le llamo, y ojalá que lo disfruten.

Que tengan un excelente resto de este año de gracia.   


***



Cazador

Lo agarró por la nuca; la presa extendió las extremidades, temblorosa, sin saber -cómo pudiera- que estaba a punto de ser destrozada. Intentó escapar, en vano; las garras diminutas arañaron a la piedra, tratando de resistir el jalón del hombre que la arrastraba consigo a su matadero.

El Moco oprimió la cabeza del reptil contra la recalentada superficie de cemento pulido; el elegante cuerpo verde parduzco de la lagartija onduló, desesperado. El muchacho sacó un trozo de vidrio de su bolsillo y le cercenó la cola al animal. El apéndice se contorsionó, desconcertado, zigzagueando cada vez con menos intensidad.

La estridencia de la risa de El Moco quebró el silencio de la media mañana; primero fue un graznido, después un borboteo. Se limpió la nariz con el antebrazo, dejando un rastro de mucosidad en la piel; sorbió ruidosamente la blancuzca secreción que asomaba en sus fosas nasales, y clavó una esquina del cristal en el cuello del animal; lo decapitó con un par de movimientos cortos y le dio vuelta, exponiendo el vientre blanquecino.

Examinó el vidrio con atención, hasta encontrar una arista que le pareció más filosa que las demás. Mantuvo inmóvil en su sitio el cuerpecillo que aun temblaba, como perplejo; separó con dos dedos de su mano izquierda las patas delanteras del animalejo, cruxifición sin cruz, y deslizó el vidrio varias veces por la piel rugosa, trazando un corte longitudinal, hasta que logró hacer una incisión. Un amasijo de coloridas tripas asomó por abertura. Raspó entonces la cavidad abdominal hasta dejarla vacía, colocando el bultillo de entrañas junto a la cabeza.

Dejó el vidrio sobre la acera y estiró la piel del animal con los dedos; usó demasiada fuerza y por eso apareció una pequeña grieta que se expandió con rapidez, rajando a la ya irreconocible lagartija en dos pedazos. El Moco hizo un mohín de disgusto. Con evidente frustración limpió sus dedos de los fragmentos de tejido que los ensuciaban y los apiló junto a la cabeza, los intestinos, y la ya inmóvil cola; tomó una piedra de mediano tamaño y, con metódica saña, machacó el montón, hasta que fue solo una mancha pastosa.

Un sonido gutural llamó su atención.

En el amplio portal de la casa al otro lado de la calle -su casa-, una niña de edad indeterminada y notoria obesidad, con acusados rasgos de Síndrome de Down, miraba a El Moco. Las manos apoyadas en el muro, se balanceaba con la cadencia de un metrónomo; una sonrisa inmóvil le curvaba los estrechos labios. Casi sin separarlos, sonriendo siempre, emitió otro llamado ininteligible.

El muchacho dejó la piedra al lado de la pulpa que había sido una lagartija. Se limpió otra vez la nariz con el brazo, sorbiendo el resto de la flema; gesticuló en dirección a la niña, ya voy, respondió a media voz, y cruzó la calle. Sus ojos, de un gris sucio, brillaron con una luz oscura. Se pasó la lengua por los labios, sintiendo la sal del sudor y las secreciones, y se apresuró a entrar al portal. Con una rápida mirada se aseguró de que nadie estaba a la vista; a ver, le susurró a la chica, que entusiasmada lo había estado observando mientras se acercaba, la sonrisa inalterable, los ojos muertos, tócame la pinga, anda.


La mano regordeta, extrañamente lisa, agarró con firmeza, por encima de la tela, la verga que se iba endureciendo con rapidez. Trató de bajarle los shorts al muchacho, a la vez que, con torpeza, intentó arrodillarse, la boca entreabierta, la sonrisa helada. No, aquí no, vamos para adentro, la detuvo él, la voz entrecortada, sorbiendo de prisa los mocos de nuevo pugnaban por escapar de su nariz. ¿Y mamá?, preguntó expectante; la niña replicó con una frase sin consonantes, apenas un ulular, a a oea, a la bodega, y el muchacho asintió satisfecho.

Se acomodó los shorts y tomó a la hermana de la mano. Entraron a la casa y se detuvieron junto al ventanal de la sala, Aquí, dale, la mirada en la calle, que no viniera alguien, que no viene nadie, mientras la muchacha, estremecida por una queda risa, un delgado hilo de baba colgando de los labios violáceos, se arrodillaba, se metía la verga en la boca demasiado abierta, y empezaba a chupar con fruición.

Esto ya está muy jodido, meditó El Moco, observando con indiferencia el ralo cabello en la oscilante cabeza de la hermana.

Encontrar el dinero necesario para sus planes -ahora ya impostergables- no había sido sencillo. Había perdido ya la cuenta de las bicicletas que se había robado, de la ropa birlada en tendederas y vendida a los traperos en el Canal del Cerro, de las gallinas hurtadas al amparo de las noches, de las viejas decrépitas y chillonas a las que había arrebatado la cartera. Y aun así, no era mucho lo que había sacado de todo ello.


Su hermano mayor, el muy cabrón, era más hábil y eficiente; de alguna manera había logrado entrar a trabajar en el Combinado Cárnico, y estaba ganando dinero a manos llenas, vendiendo carne de contrabando. A veces se le acumulaba mercancía, y le daba una parte a El Moco para que este la vendiera a su vez, con una comisión por lo vendido, una mierda de comisión; pero esas ocasiones eran cada vez menos frecuentes. El hermano había perfeccionado el negocio y ahora robaba por encargo; tenía vendidas de antemano las piezas de carne -que traía ensartadas en unos ganchos en forma de S-, casi siempre pagadas por adelantado.

Y eso no era justo.

Tampoco le parecía justo que por culpa de los vecinos que venían a tocar la puerta de su casa, a reclamarle a su madre por los desmanes del hijo, yo sé que él se robó la bicicleta, yo sé que fue él, por aquella visita de esos policías, a los que vió llegar y que evitó a tiempo saltando por el muro trasero del patio, por la histeria del hermano, que en esos días lo andaba buscando machete en mano, ¿dónde está mi dinero, cojones?, jurando que lo voy a matar a ese hijo de puta: por todas esas cosas que no merecía, la vida es de pinga, ya llevaba dos días fuera de la casa, durmiendo en donde lo agarrara la noche. No era justo eso, ni tampoco que la hermana estuviera embarazada: al cabo él no tenía la culpa de la lujuria con que ella lo perseguía por todos lados, ni de que, a la menor oportunidad, se le metiera en la cama por las noches.

Todo está pero que muy jodido, concluyó, empujando a la vez la cabeza de la niña, más duro, dale, y por eso había decidido que era la hora de irse del barrio de manera definitiva; de irse, además, de Cuba.

Había comprado su lugar en una lancha de traficantes que lo recogería a él, y a otras personas, en la costa de la Ciénaga de Zapata. Te van a llevar hasta México, a Cancún; allá los van a meter en una casa de seguridad y poco a poco los van a mandar a la frontera norte. Y allí, pues pides asilo… le había explicado su contacto. Por solo diez mil dólares, le dijo, y es seguro; no hay fallo, asere.


Y hoy, por fin, era el día.


Eyaculó de prisa, sin pasión, como si defecara. Con un empellón alejó de sí la cabeza de la hermana; la ayudó a levantarse, solo para limpiarse la pinga en su vestido y, sin reparar en la sonrisa vacía que iluminaba el rostro demasiado redondo de la niña, salió al patio de la casa.

Se desnudó bajo el sol de casi mediodía, el inclemente, dejando sobre el piso embaldosado los shorts, los calzoncillos y las maltrechas zapatillas deportivas; levantó la tapa metálica de la cisterna y se dejó caer en el agua fría. Tomó aire, una, dos veces, y se sumergió; tanteó en la semioscuridad hasta que encontró un paquete, anclado al fondo con un trozo de bloque de hormigón, y regresó a la luz. Colocó la tapa en su lugar, se secó con una sábana que colgaba en la tendedera, y entró a la casa.

En su cuarto se vistió de prisa; se puso su único y raído pantalón de mezclilla, un jersey con un letrero de Aeropostale, en letras a relieve, y las mismas zapatillas, sin calcetines. Deshizo el húmedo paquete que había recuperado de la cisterna y colocó sobre la cama cuatro gruesos fajos de billetes. Una parte provenía de lo que había robado y vendido; el resto, la mayor cantidad, se lo había llevado hacía dos noches del escondite donde el hermano guardaba el dinero.

Tomó de la gaveta de la desvencijada mesa de noche una navaja de barbero; la extendió, probó el filo, la plegó y la colocó al lado del dinero. Levantó el colchón y sacó una estampa de una Virgen descolorida. Acomodó todo dentro de un sobre de nylon, le amarró la boca, y embutió el paquete en la cintura, atrapándolo con la faja del pantalón.

La niña lo observaba en silencio, detenida en la puerta de cuarto. El Moco se deslizó por su lado sin mirarla y salió al pasillo, ¿O ao a inar?, escuchó al alejarse, No, no vamos a singar, estoy apurado, respondió malhumorado, y salió a la calle.

El camión lo recogió a media tarde en la entrada a la autopista.

Unas diez personas, acomodadas en bancos de madera adosados a los costados de la cama del vehículo, apenas lo miraron mientras subía al vehículo. Sin saludar ni pronunciar palabra, El Moco se fue al extremo más alejado de uno de los bancos, se sentó, y se durmió casi de inmediato.

Estaba anocheciendo cuando despertó. El camión estaba detenido en una estrecha carretera flanqueada por una vegetación baja y espesa. Dos hombres conversaban en voz baja con el chofer, que les entregó algo. La pareja se subió entonces a un jeep y partieron en dirección opuesta a la del camión, alejándose velozmente. El Moco hubiera jurado que eran militares.

Media hora más tarde arribaron a un solitario tramo de costa. La playa era una cinta estrecha que blanqueaba en la oscuridad, el rumor de las olas de un lado, la quietud del manglar del otro, delimitando el borde de la ciénaga. A unos cien metros a la izquierda un muelle de madera se adentraba en el mar, Allá los van a recoger, les dijo el chofer del camión, señalando hacia la estructura de madera; sin más explicación subió de vuelta a la cabina y se marchó por donde mismo habían llegado.

Los viajeros vieron alejarse y desaparecer la luces traseras del vehículo. Después se sentaron en silencio en la arena, la vista clavada en la oscuridad de la que vendría la lancha. El Moco dudó un instante, y al final decidió alejarse del grupo. Quería relajarse, no estar cerca de ese montón de gente nerviosa; además, necesitaba aliviarse.

Caminó por la lengua de arena hasta que encontró en el muro del mangle un breve nicho, que le pareció tener la privacidad necesaria; se bajó los pantalones, y se agachó.

El lagarto verde, apenas tres puntos en el caldo turbio del pantano, había estado observando a la presa. Se había acercado, silencioso, y esperaba, paciente, a que el extraño animal se acercara a abrevar. Sin embargo, en lugar de beber, la presa se había agazapado en la orilla, y allí había quedado inmóvil. No parecía peligrosa, pero era descuidada, ruidosa, como si no temiera; si el saurio hubiera tenido la capacidad de asombrarse, esa hubiera sido una buena oportunidad para hacerlo. A cambio, se abalanzó como una pesadilla de agua y fango.

Lo agarró por la nuca; la presa extendió las extremidades, temblorosa, sin saber -cómo pudiera- que estaba a punto de ser destrozada.

Intentó en vano gritar; enterró los dedos en la arena, aferrándose a raíces que reventaban como hilos podridos. Las uñas se le despegaron de la piel, un dedo estalló, la articulación dislocada, pero ni siquiera sintió dolor: solo importaba resistir el jalón del lagarto, que lo arrastraba a su comedero bajo la ciénaga.

La boca se le llenó de barro, terroso y fermentado. Las manos ya no encontraron a qué asirse y la certeza de la muerte inminente hizo que los ojos de color gris sucio se abrieran, desorbitados, en un postrero esfuerzo por comprender, y El Moco desapareció bajo el agua.

Dos horas después, impulsado por el último embate de la marea alta, un pequeño yate, sin luces ni señales visibles, atracó en el destartalado muelle; el pequeño grupo de emigrantes embarcó con torpeza pero con rapidez, y la embarcación zarpó de inmediato rumbo al sur. La operación duró menos de diez minutos; nadie se acordó de un muchacho que se había alejado caminando por la playa y ya no regresó.

El silencio de la madrugada se volvió a posar sobre la costa y el pantano. La bajamar fue vaciando el manglar; manchones del fondo fangoso comenzaron a asomar, tímidos, entre las sarmentosas raíces de los mangles. A escasa distancia de la orilla quedó aislado un charco, oscuro espejo del cielo sin nubes; ondulando sobre su agua mansa, la estampa de una Virgen descolorida flotaba, indiferente.

jueves, 1 de diciembre de 2016

Reportaje

“¿Por qué tú y no yo?”, clama, brama, reclama una señora mulata, obesa, entrada en años, que se retuerce, arquea, oscila en brazos de una muchacha que luce rostro compungido, preocupado, quizás porque la señora que se está ofreciendo en sacrificio amenaza con desplomarse y que, si lo hiciera, va a arrastrar con ella a quien le aferre los brazos, ya se ha visto antes, en los bembé, los que montan santo, que caen al piso, en sagrada convulsión.

“La gorda no se se tira porque sabe que se va a dar tremendo trastazo”, me susurraba el babalao, organizador de aquella otra fiesta, observador de la humanidad y de aquella otra señora, también obesa, mulata y entrada en años, a la que mantiene en vilo otra muchacha que puede ser su hija o su vecina o su compañera de ritos, la señora, que se contorsiona, ojos cerrados, la boca apretada, brillante de sudor. “No se tira, no te preocupes”, me dice el hombre que viste una inmaculada y blanca camisola con botones de oro, y sonrie.

Pero ya no sabré si se cayó o se lanzó al piso la señora que se desgañita en la histeria de la posesión fidélica. “¡Tenía que ser yo, él no, él no!”, reclama, pero la escena cambia y ahora muestra a otra mujer, una muchacha, joven, también mestiza, bonita, que entre puchero y mocos alcanza a decir algo sobre la educación, la salud, que Fidel no se ha ido, que está en sus corazones -el muerto encarnado es casi obligación nacional-, el cuello se le inflama de venas y bultos, dice algo más, un viva Fidel, y la cámara sigue, no hay palabras, declaran dos, tres entrevistados en un alarde de elocuencia, llorosos también, tristes a ultranza, como si se hubiera muerto un niño que no lo merecía, como si fuera una mala e inesperada sorpresa la que tuvo lugar, y no la muerte predecible de un anciano enfermo de alma y cuerpo que tomó prestados diez años de vida y medio siglo de nación, y ya nunca los devolvió.

No hay palabras, dicen, vamos a seguir hasta el final, con nuestros hijos, él nos lo dió todo, no tengo palabras, uno de los grandes acontecimientos en el mundo entero, no hay palabras, él no se ha ido, está en nosotros, vive en nosotros, como la flora intestinal, nos deja la unidad, la valentía, la intransigencia revolucionaria, la voz se quiebra, cómo llega uno a ese estado de histeria colectiva, “¡Tenía que ser yo!”, decía la señora obesa, “Fidel, Fidel”, grita, vocifera la muchacha joven meztiza bonita, que cubre su cara, ¡ay!, con una mano, mientras con la otra toma fotos, filma algo que no vemos, con un teléfono celular de color rosa. A su lado solloza la que sostenía a la señora que quería ser ella y no él. Todos aúllan, Fidel, algo sobre Fidel.

Frente a ellos, casi imperceptibles entre tanto estrépito, dos niños, vestidos de pioneros, con la calma y mesura que a todos los demás les faltan, miran, atentos, serios, mudos, testigos de algo que quizás ni siquiera entiendan muy bien pues este muerto, aunque no haya palabras, aunque les digan que se quedó, que los posee, que por allí todavía deambula espantando esperanzas, ese muerto, para su suerte, no es de ellos.