Diminuto, encorvado, casi lo llevan en vilo. Apenas se apoya en los zapatones gruesos, con suela a prueba de pisos pulidos a espejo. Un frío bastón de aluminio de un lado; una mano que asiste, del otro.
Al cuello, una anacrónica bufanda tropical, de un verde suave, tan ajeno al verde olivo como el lustre a su pelo opaco
En la cara raquítica los ojos se ven enormes, con ese desamparo y curiosidad que sólo tenemos dos veces en la vida. La primera, de niños; la segunda, ya seniles, en el último tramo de la cordura.
Yo ayudaría a ese anciano, tan anciano como mis padres, a cruzar una calle. Lo tomaría del brazo enclenque, escucharía su charla y, al final, al dejarlo a salvo en la otra acera, le sonreiría.
Pobre anciano solitario.
Diminuto, quebrado, va el tirano sostenido por sus guardaespaldas. Su andar está muy lejos de la firmeza y la gallardía. De toda aquella soberbia, sólo le queda un miserable bastón de hospital, al cual se aferra con los mismos dedos sarmentosos que blandía en las arengas.
Ya no viste brillosos uniformes verde olivo, sino ropa raida y adocenada, y una bufanda verdosa. No roja, no negra, no azul, ni siquiera verde, sino verdosa, como la envidia, o la nostalgia.
En los ojos, enormes y febriles, desorbitados en la cara demacrada, todavía brilla la locura mesiánica, Pero ahora es sólo un dictador desempleado, una obsoleta reliquia que observan los que lo rodean, curiosos, solícitos, serviles.
Yo ayudaría a ese anciano, tan anciano como mis padres, a cruzar una calle. Lo tomaría del brazo enclenque, escucharía su charla y, al final, al dejarlo a salvo en la otra acera, le desearía una larga vida, mas tiempo, para que vea y escuche lo que viene.
Tiempo suficiente para que, antes de morirse en la paz de los injustos, pueda percatarse, con todo detalle, de que los cubanos viven sin él, y de que viven mejor. Y de que su vida fue, entonces, una mierda.
Pobre viejo, tirano solitario.
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