Cuentan que si se mencionaba la palabra en su presencia, se le inyectaban los ojos de sangre, convulsionaba, y por la boca echaba una espuma amarillenta que le empapaba la barba.
Pronto se expandió el rumor como reguero, de azúcar en nuestro caso, porque en Cuba, ya se sabe, la pólvora se reserva para-combatir-al-enemigo. Y nadie más se atrevió a mencionar la palabra. Jamás. Anatema. Abominación. Cuidado ahí. Caca.
Y así pasó el tiempo, y pasó el viento de la perestroika por el Segundo Mundo, llevándose de paso a la proverbial tubería por la que llegaba todo lo que mantenía funcionando a Cuba.
Y entonces, Cuba colapsó, el Coma pataleó, dijo, amenazó, discurseó y aburrió, pero alguien, sobre quién se escribirá una entrada en Wikipedia, al final, al parecer, lo convenció.
“Es que se nos van a morir los vasallos, nos vamos a quedar sin gente...”, dicen que le dijeron.
Y entonces, empujados por el viento redentor, llegaron españoles, canadienses, italianos, aventureros de todo el mundo a tratar de llevarse un tajadilla del escaso, pero disponible, pastel cubano.
“He aquí”, le dijeron, “los inversionistas...”, y los ojos se le comenzaron a poner rojos, la cara congestionada... “¡Extranjeros, extranjeros!”, le espetaron con urgencia, antes de que cagara toda la mesa con la espuma que muchos recordaban.
Y entonces, todo comenzó a fluir. Hasta el día que ya, por supuesto, no fluyó.
Y entonces alguien, que también quizás merezca su entradita en la Wiki, logró un logro antes no logrado. Una reforma económica, le llamaron. Pero, se dijeron, hablando de llamar, ¿cómo se van a llamar? Y se mesaban los cabellos, desesperados, nerviosos, desconcertados, cuando de repente se escuchó el término justo, preciso, genial, necesario y estrambótico:
“¡Cuentapropistas, compañeros, cuentapropistas!”
Y con ello, la palabra terrible quedó conjurada, al menos por el momento.
Cuentan entonces que cierto día le contaban sobre las tribulaciones de un ministro promiscuo.
“Tenía ladillas, y picazones...”, le dijeron. “¿Onde?”, preguntó, entretenido, mientras miraba una noticia acerca de como producir alimentos usando el líquido negro que rezuma de los basureros.
“Ahí, en sus partes...”. Y todos abrieron los ojos con desmesura, advirtiendo al narrador, !ey, párate ahí, no sigas!
Entonces el anciano levantó la vista, lentamente, los ojos, ya se sabe, tomando color, un ligero temblor en la barbilla, y con aires de ofidio hambriento miró al cuentista.
“¿Qué tu iba a decidnnn?”, dijo con voz cascadamente tonante.
“¡No públicas, partes no públicas!”, respondió el pobre hombre, palideciendo.
“¿Púbicann?”, respondió el coma, mirando con suspicacia, mientras lentamente se acariciaba la barba, aun seca.
“No, Comandante. No púbica, sino no públicas. Bueno, sí, púbicas, pero no públicas también... ¡Cuentapropistas, vaya!”, dijo triunfante el cuentero.
“Uhmnnññññ....”, gruñó el anciano, asintiendo con aire sabichoso. Y regresó a su estudio de como resolver el problema de la comida de los cubanos sin cosechar ni criar animales.
Todos los cortesanos presentes respiraron de nuevo, aliviados, mientras, nerviosos, se estremecían como vellos púbicos.
Fue entonces que el cuentista dejó escapar, casi inaudible, el terrible susurro:
“Estoy privado del dolor de cabeza...”
“¡¿QUÉ TÚ DIJITENNMMM?¡, ¿¡PRIVADONN...!?, ¡AAAHGGG!”
Y la espuma comenzó a brotar, amarilla, espesa, incontrolable...