Basta con irse acercando
al largo edificio de ladrillos rojos, y los códigos de silencio y
tranquilidad salen volando por los aires.
Niños con mochilas,
revoloteando como pétalos, despreocupados, como debe ser; padres
cejijuntos, reconcentrados, miradas que quieren abarcar todo, y saber
que sucede antes de que suceda, como debe ser.
Mi niño va de nuestras
manos, observando atento a otro, que puede estar en quinto o sexto
grado, que sube las escaleras delante de nosotros, y que luce un
breve sombrero de jazzista, a la espalda la mochila, en la mano un
estuche de violín.
Debe parecerle casi un
adulto, me digo sonriendo sin sonreir, pues no tengo tiempo para
sonrisas; hay que verlo todo.
Su aula, al final del
interminable pasillo, bulle con el ir y venir de padres e hijos. La
maestra, amable, profesional, va de uno a otro, impartiendo paz,
tomando en notas taquigráficas peticiones y advertencias.
“Quiero jugar”, dice
él, y se va a los estantes donde un carro de bomberos se ve rojo
prometedor. Otro niño se le une, y ríen. Yo no, yo no tengo tiempo,
yo tengo que verlo todo.
Entonces llega el instante
terrible. La maestra, con firme dulzura, nos pide abandonar, por fin,
el aula, y dejarla hacer su trabajo.
Y él apenas musita un
“Bye, papá...”, ya no encuentra tiempo para despedirse, pues
todo lo que ahora existe es su carro de bomberos, y su amigo recién
hallado.
Va a estar bien, claro que
sí, nos decimos, y nos vamos entonces, tomados de la mano, por el
inmenso pasillo, ahora casi vacío, y van con nosotros todos los
demonios riendo, hijos de puta, del alma que flota en la niebla, pues
es imposible verlo todo.
Primer día de prescolar. Ahí vamos.
Acabo de descubrir lo que se siente… ese primer día de escuela. La nuestra comenzó el pre escolar este mismo curso. Excelente texto. Fluye muy bien. Nada, saludos desde Miami. Muy bueno
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