Y he ahí la cosa que no hay tal cosa como poder hacerlo. Se es cubano, como se es mexicano, o ruso, y se va a uno al mundo con ese cordón umbilical a rastros, quiérase o no.
Y tal es así que un día, cuanto ya alguien pensó que todos esos inviernos y toda la vida nueva bastaban para decir, "Ya no soy, soy otro ahora, y sigo en lo mío...", pues entonces ese día uno ve una banderita en Praga, o alguien pasa a tu lado, hablando en cubano, en el Rockefeller Center, o ve un polvoriento parador en el desierto de Samalayuca que se llama "Dos cubanos", y las pupilas se dilatan y el corazón se acelera.
Y eso es, queridos, porque hay cosas que no se quitan, porque no son enfermedad, porque se es lo que uno es, para suerte o desgracia, para dicha o dolor, y se va uno con ello para siempre y a todas partes.
Sabrosa entonces mi condición de cubano, que a ella no renuncio, ni nadie me la quita.
Y me voy con esta rumba de cajón, que lleva tanta cubanía que duele.
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