Sobre el tablado de un espigón en el sur de mi isla, donde se reunen los pescadores al atardecer, había una raya, mutilada, agonizando. Cuando llegamos al lugar el animal aún se estremecía, sangrando por el desgarrón que antes ocupara la base de la elegante y larga cola.
“La atrapó ese hombre”, me dijo un señor, entrado en años y cubierto con una gorra descolorida. “Yo la hubiera regresado al mar...”, agregó en voz baja, y me miró fijamente a los ojos.
Los pescadores seguían lanzando sus cordeles, en un obstinado y extraño silencio. Mientras, el animal que pescó y mutiló al animal, ataba el apéndice a una vara de pescar, “Me voy a hacer un látigo...”, dijo mientras esbozaba una media sonrisa idiota. “¿Y no se le va a comer?” Nos miró brevemente con ojos vacíos, mientras sus hábiles dedos ensangrentados seguían atando nudos.
Nos alejamos sintiendo que la tarde ya no era la misma; hasta los niños callaban. Vergüenza, tristeza, que sé yo. “Yo no entiendo estas cosas...”, le dije a mi amigo, hombre que creció pescador en los riscos agrestes de la costa norte matancera.
“Eso es una mariconá...”, dijo mientras daba furiosas chupadas a su cigarrillo electrónico.
El ruido de un chapoteo nos hizo mirar atrás. El anciano de la gorra había echado la raya al mar, para que terminara de morirse en el agua verdosa.
Por el borde de la calle se alejaba el animal en su bicicleta, cargada de aparejos, la vara de pescar erguida a su espalda, la cola de la raya un oscuro pendón de crueldad.
“La atrapó ese hombre”, me dijo un señor, entrado en años y cubierto con una gorra descolorida. “Yo la hubiera regresado al mar...”, agregó en voz baja, y me miró fijamente a los ojos.
Los pescadores seguían lanzando sus cordeles, en un obstinado y extraño silencio. Mientras, el animal que pescó y mutiló al animal, ataba el apéndice a una vara de pescar, “Me voy a hacer un látigo...”, dijo mientras esbozaba una media sonrisa idiota. “¿Y no se le va a comer?” Nos miró brevemente con ojos vacíos, mientras sus hábiles dedos ensangrentados seguían atando nudos.
Nos alejamos sintiendo que la tarde ya no era la misma; hasta los niños callaban. Vergüenza, tristeza, que sé yo. “Yo no entiendo estas cosas...”, le dije a mi amigo, hombre que creció pescador en los riscos agrestes de la costa norte matancera.
“Eso es una mariconá...”, dijo mientras daba furiosas chupadas a su cigarrillo electrónico.
El ruido de un chapoteo nos hizo mirar atrás. El anciano de la gorra había echado la raya al mar, para que terminara de morirse en el agua verdosa.
Por el borde de la calle se alejaba el animal en su bicicleta, cargada de aparejos, la vara de pescar erguida a su espalda, la cola de la raya un oscuro pendón de crueldad.
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