Debo admitir que soy de
los partidarios de que Fidel Castro no se muera nunca. Simplemente,
no es justo que se muera.
Fidel Castro es el autor
de la decadencia y el desmontaje de la nación cubana.
Fidel Castro nos debe
satisfacciones: no puede morirse, en primer lugar, antes de
percatarse de que su vida y ridículo propósito se han ido a la
mierda.
Siempre ha estado ahí, con su dedo amonestador en ristre, y ahí sigue, fiel a sus ideas delirantes y su mesianismo enfermizo.
Y debe vivir muchos años
más para ver como, al fin, se desmorona y desaparece la utopía
afiebrada con que embutió a cuatro generaciones de cubanos.
Debe ser testigo del
renacimiento de mi país, del arribo feliz de Cuba al siglo XXI.
Debe presenciar cómo la
quinta generación, y las que siguen, se olvidan de su nombre, y de
su apellido.
Debe saber que sólo ha
trascendido como un chiste malo.
Fidel Castro,
sencillamente, no puede morirse feliz, no puede hacernos eso.
Pero si, a pesar de todo
ello, se muere, dejando todas sus deudas sin pagar, que se muera
entonces de esa tristeza amarillenta que cubre a los dictadores olvidados; que
sea por la desesperación que le provoca a los tiranos ancianos la certeza de que
su voz ya nadie la escucha. Que se muera lúcido, y que llore al
morirse.
Lo que restaría entonces
sería un olvido fulminante: repintar calles y paredes, desarmar
vallas, descolgar sus retratos, orinarse en sus discursos, ondear una
bandera, y dejar de ser de allá o de aquí.
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