Pasaron un par de meses y, cuando lo volví a ver, no lo reconocí. Era un anciano, de mirada opaca, demacrado, encorvado, de aspecto descuidado. “¿Cáncer?”, pregunté. “No”, me respondieron, “Sus tres hijos salieron en balsa hace un mes, y no llegaron… ”
No he visto las imágenes del cuerpo sin vida del niño migrante, que se ahogó tratando de llegar a Europa, ni los cuerpos putrefactos encerrados en una camioneta a la orilla de una autopista austriaca. No quiero verlos. Pero he visto la desesperación de los refugiados del Medio Oriente tratando de cruzar las fronteras en Grecia y Macedonia, de los desesperados estancados en la estación de trenes de Budapest; los vi en Cojímar, armando sus balsas en el 93, y en Chiapas, cruzando el rio Usumacinta, asediados por las Maras y la corrupción de los policías mexicanos.
También los veo por acá, podando jardines, en las cocinas de los restaurantes, en los estacionamientos de Home Depot, hacinados, tratando de ganar algo de dinero, malviviendo, a merced del oportunismo de un Trump o de la crueldad de la milicia de los rancheros de Arizona.
Todos han perdido algo: país, familia, la esposa, la infancia de sus hijos, un compañero de viaje. Huyen, sin distinción, en busca de mejores oportunidades. Huyen de sus políticos, de los fanáticos, de la miseria que los rodea. Algunos mueren bajo la cobertura de la gran prensa; otros, se ahogan a solas, o son enterrados en el desierto. Pero nada puede detener a los que huyen de males mayores.
Al hombre, entonces, ya no le quedan hijos, solo dolor. A otros, les quedan todos los motivos para seguir huyendo, y la esperanza de llegar a alguna parte.
Suerte para ellos.
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