“No me gustan los
mexicanos”, me dijo cierta vez un colega, americano, mientras hurgaba con su
cuchara en una sopa con exceso de apio. “Es que hay demasiados…”, añadió y
apartó el plato de sí.
Su idea me
sorprendió un poco; no por la fobia explícita, sino por el motivo. “Son
demasiados…”. Pero lo entendí: a nadie le gustan los inmigrantes.
El emigrante es,
por excelencia, competencia; es también amenaza, diferencia; marea que llega,
sube, crece, invade; es un animal que huye, espantado por la hostilidad de su
lugar de origen; busca un destino apostándole todo a la suerte, confiando en que
mejores oportunidades lo aguardan allí: tierras fértiles, climas benignos, tesoros
para saquear, mujeres para violar, ganado para hurtar, hacienda que fundar, un
trabajo, casa para la familia, mejor vida. El inmigrante es, en esencia, un
animal impredecible.
Quizás el
principal dilema de la inmigración sea entonces la utilidad de los inmigrantes
para el lugar que los recibe y sus habitantes.
El imperio
británico, en su proceso de expansión, invadió y conquistó territorios que hoy
son naciones independientes e importantes; los Estados Unidos de América,
Canadá, Australia y Nueva Zelanda son los ejemplos más relevantes. Para ello Gran
Bretaña tuvo que combatir, diezmar y someter a la población nativa. Lo mismo
que hizo España, por cierto, a la que sin embargo no se le logró ninguna nación
primermundista y a cambio resultó nuestro continente, tan poco diverso, tan monótono,
que predomina una sola lengua, que apenas sirve para entenderse, mucho menos
para unir.
Hay entonces dos
historias a escuchar, la de los invasores y la de los invadidos; la de los que
ya estaban y la de los que llegaron. Lo que cuenten españoles y aztecas,
nativos americanos y europeos, europeos y mongoles, mongoles y chinos, chinos y
japoneses, son dos versiones muy diferentes acerca del drama de la migración,
que es el nombre amable de la invasión.
Dicho de manera
contemporánea, la diversidad, resultado de la inmigración/invasión es, cuando
menos, cuestionable.
“No veo que la
diversidad sea beneficiosa para los Estados Unidos”, me comentó otro colega, americano
también, descendiente de judíos e ingleses, y yo no insistí en que me explicara
ese pensamiento que despertó mi curiosidad, pues la diversidad es, por ejemplo,
el remedio a las secuelas de la endogamia que se observan en judíos, o gentiles
como los menonitas y amish, cuyo síntoma de involución biológica más notable es
que la generalidad de los integrantes de esos grupos necesita usar espejuelos.
Supongo entonces que mi colega se refería a las consecuencias que trae la
inmigración indiscriminada, con lo cual estoy de acuerdo.
La diversidad
tiene aspectos positivos; creo que hay beneficios para la sociedad norteamericana
en, por ejemplo, la inmigración asiática: esta aporta empuje en el comercio, en
la academia, en la industria, si bien su refractaria cultura solo se mezcla de
manera marginal con su entorno, y eso a través de los omnipresentes negocios de
baratijas y comida grasosa.
Incluso la
inmigración latinoamericana, tan controversial, compuesta en su mayoría de los
menos privilegiados -cantera natural de la migración- representa un aporte socioeconómico
de importancia considerable; eso, a pesar de que es cierto que son los menos
educados, con escasa incidencia en la academia, la banca, los negocios, la
ciencia o en trabajos de alta calificación en general -hay un susurro
eugénesico que menciona una supuesta inferioridad intelectual de los latinos; quizás
eso puede explicar por qué los americanos adoptan a sus chinitos-mascotas, pero
no a un niño latino-
Los latinos son
entonces, en lo fundamental, mano de obra, cuya participación como elemento de
diversidad que impulse el desarrollo de esta sociedad moderna es
desproporcionadamente bajo con respecto al
número de latinoamericanos en los Estados Unidos -“Son demasiados…”,
decía aquel colega americano, hijo de padre inmigrante checo y madre cachorra
de irlandés niuyorkino-. Pero los latinos también son, en su inmensa mayoría,
gente de paz; trabajan, producen, ¡y votan!, por lo cual, Descartes cuasi
dixit, existen.
Así, la relevancia
de los inmigrantes varía, y es deseable que eso se reflejara en las prioridades
que les confiere el gobierno a la hora de aceptarlos, porque hay naciones a las
que -nosotros los cubanos lo sabemos bien- les urge un filtro migratorio. A los
musulmanes, por ejemplo.
Yo tengo un amigo
musulmán.
Es africano, de
Camerún, y es inmigrante en los Estados Unidos, igual que yo. Su único nombre
es Hamadama, que significa “Hijo de Adán” y es de la etnia Fulani. Es un hombre
decente, trabajador, padre de familia, que habla seis lenguas, y tiene un gran
sentido del humor. Sólo come comida halal, hace ayuno en el Ramadán, y está
orgulloso de su religión, que es su herencia cultural. Nadie sabe que es
musulmán a no ser que él lo diga. No lo oculta, pero no lo ostenta, y jamás
deja que la religión interfiera en su vida, la de su familia o en su entorno.
Es la religión de sus padres, y así lo asume. Hamadama es un buen hombre.
Debe haber muchos
como él entre los casi 1600 millones de musulmanes en el planeta. Es más, me
atrevería afirmar que la mayoría deben ser personas de bien, y para los
Hamadamas siempre habrá un lugar entre nosotros. Pero el Islam ha sido
secuestrado por la parte más oscura de esa religión.
La lectura literal
de sus textos sagrados, el culto irracional a versículos escritos en épocas
remotas, por personas aisladas de su entorno y del resto del mundo, ha llevado
a muchos a una radicalización de pensamiento y acción que nada tiene que ver
con la simple creencia filosófica en un ser supremo, que es la piedra angular
de todas las religiones.
De esa manera, el
aporte de los islamistas al crisol humano de nuestra sociedad es la intolerancia
y atrincheramiento en un dogma obtuso. Alahu Akbar tiene en estos tiempos una
connotación medieval de la que, aunque cueste creerlo, ya carece el “Alabado
sea Dios” de las evangelizadas ex-colonias de la casta España, acá en Latinoamérica.
La filosofía que
sostiene a ese Islam sombrío, la de la intolerancia y la violencia, la
misoginia y el odio, la Jihad y la Sharia, es ajena al pensamiento y estilo contemporáneo
de vida occidental. Es posible afirmar entonces sin riesgo a equivocación -y sin
temor a que parezca islamofobia, pues al cabo amor al Islam no profeso- que no
hay nada positivo que pueda aportar el islamismo en esta época a nuestras
sociedades.
Las invasiones
mongolas sólo trajeron terror a Europa; si hubo algún legado positivo, se ha
desvanecido en el tiempo, opacado por las cenizas de la crueldad y la
destrucción insensata, pues las naciones de odio no dejan nada detrás que no
sea calamidad y muerte; en ese sentido, los islamistas son los nuevos
mongoles. Su interpretación literal del texto que soporta su fe, su manera
retrograda de profesar su creencia, los convierten en una inmigración-invasión
indeseable, y a su lugar de destino, en un sitio desafortunado condenado a la
inquietud.
Los inmigrantes,
como la marea, pueden oler a mar fresco, a vida nueva, o pueden sólo traer
desechos con hedor a podrido que de lejos advierte, al que esté prestando
atención, que lo que viene no es cosa buena.
En Europa, y en el
resto de Occidente, está subiendo la marea.
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