Anhelaba, además, elevar mi grado académico, en una Cuba que entraba o más bien se despeñaba en un Período Especial que -yo aun no lo sabía- desdeñaría a buena parte de la ciencia cubana a favor de innovaciones ANIR, como fueron el diseño de arados supuestamente novedosos o la reinvención de formulas milenarias para fabricar ladrillos de adobe.
Así fue que me decidí y me senté frente a una computadora 286 que debía compartir con otras quince personas; tecleé como un demente durante días y madrugadas en un Word for DOS primitivo; calculé mis tablas en LOTUS 1-2-3, grafiqué mis tendencias en Harvard Graphics, y logré al fin escribir un par de artículos en un inglés de espanto, que tiempo después hizo desternillarse de risa a una californiana hippie-new-age que se ganaba la vida traduciendo al inglés nuestro inglés.
Ya con mis textos listos, discutidos, y sancionados por un pomposo consejo científico, busqué en bibliotecas y centros de información las direcciones de un par de revistas especializadas; indagué, conversé, me informé y, cuando ya pensaba que tenía todo listo, alguien me preguntó en tono compasivo si yo sabía que para publicar “allá afuera” había que pagar.
En esa época yo todavía no conocía los entresijos de las publicaciones científicas, pues en la era pre-internet, en Cuba, todo era a nivel de “dicen que…”, con lo cual resultaba muy difícil tener la información adecuada. “No…”, le respondí a la persona, mientras un cubo de agua helada se deslizaba con desagradable lentitud por mi espinazo. Sonrientes me palmearon entonces en el hombro, en una suerte de nice try, kiddo, y engaveté los discos floppy con textos, tablas y gráficos por los años que me llevó poder salir de Cuba, conectarme al fin al mundo exterior y comprobar que, efectivamente, a veces había que pagar. Y que otras no.
Atravesar esa ciénaga que me separaba de mis aspiraciones académicas me tomó casi una década. Ya en tierra firme, lejos de Cuba, terminé maestría, doctorado y, ¡albricias!, logré por fin publicar aquel par de artículos, ya un poco desactualizados (pero tenía que hacerlo, o reventaba), reeditados en algún Word for Windows, calculados y graficados en Excel, corregidos oportunamente por la americana descalza, artículos que se publicaron en revistas especializadas, tamizados por el peer review, y a los que siguió una decena más. Y lo mejor: todos gratis.
Hoy, en mi laptop conectada a WiFi, escribo en este amable y poderoso procesador de texto, después de haber leído en Internet una carta abierta que alguien publicó acerca de las tribulaciones de los artistas gráficos que deben pagar a galerías para que su obra sea exhibida; artistas que crean su arte en el tiempo que les deja libre el trabajo que hacen para ganarse la vida, y a los cuáles les resulta oneroso pagar para que alguien disfrute de su obra y eventualmente la compre. Y me acordé de aquella extensa ciénaga cubana.
Es inobjetable que crear, escribir, es un placer; pero publicar no lo es. Y si bien sigue siendo válido que si no exhibes, si no publicas, no existes, resulta que Keep on trying, es la alternativa correcta a Nice try, kiddo, nice try…
Suerte entonces a todos los creadores que intentan vadear los fanguizales de la realidad. Nos vemos del otro lado.
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