Este señor tenía puños
como mazas. Corpulento además, con la fortaleza del campesino, no del
fisiculturista, lo que lo hacía temible.
Era todavía un
hombre joven la mañana en que llegó a abrir, como todos los días, el bar
cafetería que junto con sus hermanos había construido desde los cimientos en
una esquina habanera; ese día encontró en la puerta de su propiedad a dos
hombres vestidos de milicianos que no le permitían la entrada.
“¡Que no puede
entrar, compañero!”, vociferó un tercer miliciano desde atrás del mostrador donde
hacía un inventario de las existencias, al ver como el hombre había apartado de
un empellón a los dos alfeñiques que en vano intentaron retenerlo; “¡Este bar
ha sido intervenido por la Revolución!”, añadió, en un chillido postrero.
El hombre se
acercó con pasos firmes al macizo mostrador, los ojos fijos en el hombrecillo y,
sin proferir palabra, se abalanzó y le lanzó un puñetazo de muerte. Se había
necesitado, años atrás, el esfuerzo de cinco hombres para armar y colocar en su
lugar la enorme pieza de caoba que constituía el mostrador. El empellón del
hombre fue tal que hizo que la mole de madera y metal, con un bronco bramido,
se desplazara medio metro, pero no fue suficiente para poder romper el rostro
demudado al miliciano, que logró escabullirse y salir huyendo del lugar junto
con sus compañeros de decomiso.
Muchos años más
tarde, ya retirado de trabajos infames, y asediado por el Mal de Parkinson, las
manos temblorosas del hombre todavía se cerraban en puños de furia cada vez que
aparecía Fidel Castro en la pantalla del pequeño televisor.
“Hijodeputahijodeputahijodeputa…”, recitaba su mantra en un susurro apenas
audible, la garganta atenazada por la parálisis, los ojos inflamados con bríos
de otros tiempos.
El señor era
-porque ya falleció- parte de ese exilio lacerado, expropiado y humillado, que
nunca perdonó, ni ha perdonado; ese exilio llamado con muchos nombres, que van
desde “tradicional” o “histórico”, a “intransigente” y “reaccionario”; el
exilio de los cubanos que recalaron en la extrema derecha, porque era ese el
lugar más alejado de la cosa Castro y que allí se convirtió, naturalmente, en
esa paradoja que son los hispanos republicanos.
Y yo, que no
comulgo con esas rinconeras, entiendo sin embargo la frustración y tristeza que
debieron trasegar esos cubanos; comprendo la rabia que todavía les nubla los
ojos cansados, y digo que no tenían otra opción, que hicieron lo único que
podían hacer.
Décadas después
de que el bar de aquel hombre fuera decomisado, desmantelado y entregado a una
turba que deshizo en unos días toda una vida de trabajo honesto, han seguido llegando
desde Cuba oleadas -a veces cuantiosas, otras no tanto, pero incesantes- que
trajeron el nuevo exilio, llamado también con muchos nombres.
Es oportuno mencionar
que no hay nada que se pueda hacer acerca de los muchos nombres de nosotros los
cubanos: dejamos de ser tan solo cubanos el día que nos dividieron en los de
adentro y los de afuera, en desafectos y fieles, revolucionarios y gusanos,
ellos y nosotros. Ahora, en estos tiempos de bruma, tenemos aun más matices y somos
muchas más cosas que antes; no parece entonces estar a la mano el día en que de
nuevo seamos cubanos, y nada más. Difícil tarea para una etnia que no es
gregaria: la nación no nos une, solo nos identifica.
Decía entonces
que ese nuestro exilio nuevo fue, y es, muchas cosas; cosas que, por supuesto,
necesitaron nuevos nombres; nombres que van desde “marielitos” y “escoria”, a
“balseros” y “regetoneros”; exilio de cubanos a los que nada se les quitó
porque ya nada tenían. Exilio de otra índole. Exilio que abomina lo que fue,
pero eso es todo. Y hay de todo en ese exilio fragmentado; no todo bueno, no
todo malo y donde, para indiferencia de algunos y perplejidad de otros, hay
partidarios de nada menos que el señor Donald Trump.
......
Trump en sí mismo
no es mucho más que una caricatura de la caricatura: Rico MacPato disfrutando
de una apoteosis de egocentrismo y libertad de expresión.
Su cuantiosa fortuna,
su talento para navegar la turbulencia de las finanzas, su habilidad para
sortear malos tiempos declarando bancarrota tras bancarrota, lo califican
apenas como un hombre rico que adora el sonido y brevedad de su apellido, que
nombra edificios y casinos -ya sea un pabellón de hospital en Queens o un
rascacielos en Manhattan- como fiera capitalista marcando territorios con un
chorrito de capital.
Hay en los
Estados Unidos de América muchos con mayor fortuna que Donald Trump. Unos son personajes
con cierta vida pública, otros son casi desconocidos. Apenas algún acto de
altruismo, la publicación de una de esas listas al estilo de “Los veinte más…”,
o alguna aburrida nota sensacionalista, menciona muy de vez en vez el nombre de
algunos de esos dueños del mundo, que viven su vida lo mejor y más
discretamente posible.
Pero a Trump no
le basta con la opulencia: necesita, además, notoriedad, y la busca con
desespero, ya sea con un peinado estrambótico, un espectáculo televisivo, o
desbarrando sobre algún tema de moda. En esa guisa, pues la política es su más
reciente hobby.
La otra cara de
esa moneda es una buena parte de la sociedad norteamericana -tan aficionada a
Hollywood y la televisión- que con tanta facilidad se deja fascinar por lo
banal: Katy Perry y Justin Bieber son las cuentas con mayor número de
seguidores en Twitter; Kim Kardashian produce más titulares que el calentamiento
global. Y Donald Trump, pues es la Kardashian de la política.
Trump no es
entonces el problema.
El hombre es sólo
un fenómeno, un producto estacional de la sociedad de consumo consumidora de información
rosa, roja y amarilla. Su discurso es inflamatorio, pero carente de sustancia.
Dice lo que haría, ¡cuántos planes!, pero sin decir cómo piensa hacerlo, y lo
aplauden a rabiar. Dice lo que muchos quieren escuchar, y casi lo pasean en
andas. Sabe para quién habla, y dice entonces que los Estados Unidos están
colapsando bajo el peso de los migrantes ilegales y la baratija china; que el
gobierno no sirve; que nada sirve; que él, sólo él, va a reconstruir a America
the Great, y ese grupo le cree a pie juntillas.
El problema
entonces, si es que hay alguno, son los que siguen a Donald Trump.
……
Los cubanos que
siguen a Donald Trump, que son parte del problema. Y que son, además, un enigma
a resolver.
Porque, vamos:
que a Trump lo sostenga ese veinte y tanto porciento ultraconservador de la
sociedad estadounidense, esa facción tan escasa en melanina como con frecuencia
en materia gris, esa que rechaza la América plural, diversa y multirracial, que
quizás quisiera regresar a algún momento del siglo XIX y evitar la arribazón de
irlandeses hambreados y empobrecidos campesinos italianos, de judíos industriosos
y gentiles plebeyos -por no mencionar a lo que llegó después: nosotros, los
hispanoamericanos- y preservar así América para los americanos, o sea, para
ellos; que sean esos los que apoyan a Trump es tan entendible como que aquel
señor cubano de puños de hierro fuera un republicano de hueso colorado.
Pero que otros
cubanos, emigrantes de la segunda ola, tan hispanos, tan latinos como el resto
de los habitantes del continente al sur de Miami, vean un aliado en un
xenófobo, supremacista, elitista e icono WASP como lo es Donald Trump, que se
intenten sumar a un grupo que los mira de reojo, al que no pertenecen porque,
simplemente, ahí no los quieren –o sí: solo para votar, y después por la puerta
trasera, por favor- es algo que escapa a mi entendimiento de lo lógico.
El adversario de
mi adversario no es necesariamente mi aliado. No es Trump el aliado de los
cubanos, y mucho menos lo son los que lo siguen: esos “passionate people” que
golpean a un mendigo tan solo porque es hispano, o que le gritan en la cara a
un periodista mexicano-americano “Get out of my country!”, agitando un dedo
admonitorio como si fuera un Colt PeaceMaker; si se presta atención se verá que
se parecen demasiado a esos milicianos que atropellaban, decomisaban y humillaban,
chillando desde atrás de un mostrador ajeno “¡Esto es en nombre de la
Revolución!”.
La revolución
-tan insensata- que siempre medra en las dudas más oscuras; esta vez, la revolución
de Donald Trump: un aliado tan extraño como indeseable.
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