Los Estados Unidos, a pesar del pragmatismo, es una nación mojigata.
No sé si tenga que ver con todo ese cristianismo ancestral en sus N variantes que impregna la sociedad de arriba abajo, o que simplemente los blancos son así y uno no los entiende.
Pero véase qué cosa: a pesar de la magnífica Constitución, y muy en contra del espíritu de esas poderosas Enmiendas, el afán de prohibir les palpita a los americanos bajo la piel.
La Prohibición, por ejemplo, esa Ley Seca que solo logró que se hicieran fortunas vendiendo whiskey ilegal, y que se dice perduran hasta hoy día; o la veda de las prostitución, el oficio más antiguo, y una de las expresiones más genuinas de la libertad que existe, pues uno debe tener derecho primordial sobre lo que hace con su cuerpo.
O tómese el McCartismo, esa cacería de brujas; o el puritanismo que hace que algunos comerciales europeos sean tratados como material porno. O lo políticamente correcto, tan de estos tiempos, que provoca, por ejemplo, que los negros se denominen afroamericanos, a pesar de ser estadounidenses de sexta o sétima generación (aunque, por otra parte, a los que hablamos español nos denominen hispanos o latinos, metiendo en una gran bolsa étnico-lingüística a más de treinta países que apenas tienen en común el idioma).
Así, de vez en vez, se desata una cacería de conceptos, como ésta más reciente, la campaña contra la bandera confederada, que ahora se está expandiendo a los símbolos confederados y que, de seguir por ese camino, amenaza con aniquilar definitivamente la parte perdedora de la Historia de los EEUU, y atenta de paso contra tradiciones que no necesariamente tienen que ver con el racismo o el secesionismo.
A los cubanos esto nos debe resultar muy familiar.
Provenimos de un país con un gobierno que se ocupó de rescribir la historia a su antojo, de repletar el calendario de sus aburridas efemérides, y de dar de baja a cuanto personaje o hecho histórico consideró no adecuado a la cosa involucionaría y sus propósitos doctrinarios.
Se prohibió música, literatura, el pensamiento y las libertades de todo tipo. Se reprimió a homosexuales y librepensadores. Lo que no era prohibido era obligatorio. Tal fue así que hoy los cubanos no tenemos un día patrio, supra-gubernamental, de cual estar orgullosos; entonces acá, los que andamos en las entrañas del monstruo, adoptamos alegrías e independencias ajenas a falta de las propias, lo cual está bien, por cierto, porque no se puede andar con las raíces expuestas al aire demasiado tiempo: se seca el alma.
Pero a lo que iba: está mal entonces prohibir. Debería ser ilegal, y la Primera Enmienda lo muestra con claridad. Educar, tal vez; hablar, enseñar, argumentar, debatir. Pero no prohibir.
Prohibir, además de no resolver nada, va en contra de nuestra esencia creativa y en contra de las libertades. Prohibir destruye.
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