Es mi suegro, que está perplejo.
Desconcertado, con el asombro simple de un hombre bueno, testigo de sus tiempos y sus ideas -¡Pa´ lo que sea Fidel, pa´ lo que sea!-. Ideas adquiridas, como las de todos -¡Venceremos!-. Ideas cinceladas, a mazazos de doctrina, dogma y mentira. Ideas que eran asideros -¡Somos felices aquí!-, que le (nos) dijeron eran el principio -¡Señores imperialistas, no les tenemos absolutamente ningún miedo!- ; ideas que le (nos) dijeron eran el fin -¡Cuba sí, Yanquis no!-.
Mi suegro no lo dice, pero se siente desamparado -Fidel, Fidel, dinos que otra cosa debemos hacer-. Ha desaparecido de la noche a la mañana, de 17 a 18, el enemigo -al enemigo, ¡ni tantico así!-, y ahora está bien ondear su bandera -donde basta una, ¡la mía!-
Mi suegro no entiende nada.
Mi suegro no entiende qué es lo que ha terminado. O lo que es peor, no se explica qué es lo que ha comenzado.
Yo, que presto atención cuando no estoy ocupado haciendo las cosas importantes, me resisto a explicarle. No seré yo quien trate de borrarle las consignas, porque ni siquiera estoy seguro de haber eliminado las propias.
No puedo, ni quiero convencer a mi suegro, de que todo este asunto se parece a ese cliché de ese esposo y padre, abusador y déspota, que ahora parece buena persona porque decidió, a instancias de su vecino, asomarse la ventana y conversar. Y es que dice el vecino, ese hombre generoso, que la gente hablando se entiende.
La esposa del hombre está sentada en la semioscuridad de la sala; tiene la cara tumefacta, le sangran los labios. Los niños siguen encerrados en sus cuartos; tiemblan, se esperanzan, pero nunca le reclamarán nada al padre. Pero lo importante es hablar con el esposo, ¿sabe, suegro?, decirle que de repente ya no es tan miserable, que es humano aceptarlo como el hijo de puta que es, vamos, porque así es como hacemos las cosas en este lugar y en estos tiempos, porque por algo hay que empezar. Seguro ahora deja de maltratar a la mujer, de abusar de sus hijos, dice el vecino. Todo está bien ahora, dice el vecino. Y se saludan satisfechos.
Así de sencillo.
“Es un símil poco logrado, suegro”, le diría a ese hombre sencillo que, en ésta la postrimería de su vida, me observaría, lleno de dudas, su mente al garete, “pero hay quien piensa que eso es lo correcto. Lo ponen hasta por escrito: le echan canela, lo baten y hacen un flan. “¡Qué rico es todo ahora!”, dicen, y lo firman, y se lo comen. Ahora ya son felices aquí, y allá, ”¡Porque algo comenzó!”, dicen. Contemplad orgullosos al esposo de la mujer triste, asomado a la ventana enrejada, que morir por la Patria es vivir. ¡Qué hermoso¡”
“Dicen entonces, además, que la dictadura ya no es lo que era; toman en cuenta que hasta WiFi hay en las esquinas; que también hay croquetas; que los cubanos ya pueden viajar a donde los acepten -¡Bienvenido a los EEUU, suegro!-; que las golpizas son estadísticamente poco significativas, por no mencionar a los opositores -cuatro gatos financiados, dicen-; que no importa que no haya prensa, mientras que haya papel -¡Saludamos el N congreso de la UPEC!-; que cincuenta y seis años no es nada, que lo que importa es, por ejemplo, “la buena voluntá” -todos los niños del mundo, vamos una rueda a hacer…-; que ya no hay pausa -¡La Revolución avanza a pasos agigantados! -; que el futuro… Eso es. Que lo que importa, suegro, es el futuro -¡El futuro pertenece/por entero al socialismo!- “
Pero eso no va a suceder. Yo no le voy a decir nada de eso a mi suegro.
Mi suegro es un hombre bueno, que se merece otras cosas, no esa odiosa perplejidad que lo agobia, no que yo lo atormente con mis dudas.
Mi suegro es solo un hombre bueno, que no entiende nada.
Ni yo tampoco.
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