No era importante lo que se construiría. Lo importante es quién lo haría. Y así lo hice saber, ¿Por qué entregarle la economía, la infraestructura cubana a extranjeros, en lugar de a cubanos?, intervine en la conversación. ¿Por qué no dejar que el empresariado cubano, nacional o emigrado, haga inversiones y mueva esa maquinaria mohosa e improductiva que es la economía cubana?
Eran un par de preguntas retóricas. Yo lo sabía, y lo sabían mis interlocutores. Todo lo que logré fue encerrar la conversación en un callejón sin salida y que, por lo tanto, se cambiara el tema.
Pero no me molesta seguir haciendo esas preguntas.
El miedo al empresariado cubano es parte de la misma pausa que mantiene inmóvil a todo lo demás. Es el miedo a Internet, a la información, a las libertades de prensa y expresión, a la alternancia política, a perder el poder. Porque mantener el poder, para conservar el cotidiano y aberrante estatus quo de la isleta, es el único fin de la clase desgobernante.
Por otra parte, abrir el país a inversionistas y empresarios cubanos emigrados sería admitir, tácitamente, que los cubanos exitosos viven fuera de Cuba, que tuvieron que abandonar el país para ser tales, y que a pesar de huevos, piedras, mítines de repudio y humillaciones, ahí están, listos para rescatar el país. Para rescatarlo de los mismos que lo hundieron, y que todavía están sentados en el pecho de la nación cubana como una mole antediluviana.
Abrir el país a empresarios cubanos emigrados implica que hay que irse para regresar como vencedores. Y por ello hay reticencia entonces a permitir que los cubanos hagan negocios en Cuba. Claro, a no ser que Usted se llame Hugo Cancio.
Quizás el señor Cancio, como el Cerro, tenga la llave, y tenga además la fórmula para poder invertir en Cuba, para poseer un apartamento en un edificio con vista al Malecón, un portal noticioso en el cual deja deslizar una que otra historia de crítica light impublicable por demás en la prensa nacional, y no perecer en el intento.
Pero no comparte la fórmula el señor Cancio; debe ser compleja esa solución pues, ¿cómo un marielito, empresario exitoso radicado en Miami, probablemente ciudadano americano, regresa a Cuba como Hugo por su casa, y se da la gran vida entre el jet set habanero, e invierte y posee y hace lo que los demás cubanos, empresarios o no, no pueden hacer?
Yo no lo sé.
Pero el señor Cancio deja pistas claras. Dice el señor Cancio que él es admirador de Obama y Fidel Castro; yo lo imagino en aquel año 80 agitando un pañuelito, a manera de despedida, a la imagen del dictador que les pusieron en el Mariel. Te admiro, pero voy echando. Te admiro, y estoy regresando, veinte años después, a lo mosquetero, la cabeza gacha, la billetera abierta, los oídos prestos, vengan proposiciones a cambio de poder ser Hugo en La Habana. Fidel, esta es tu empresa.
¿Será así?
Yo no lo sé.
Pero a pesar de ello yo quisiera que haya uno, dos, tres, muchos Hugos Cancios.
No porque yo me vaya a beneficiar por ello, ni mi familia, que no los necesita. Para decirlo a lo mexicano, me salen sobrando. Es solo mi maltrecho sentido de la justicia y la decencia el que me dice que debería ser así; que la gente cubana, aunque no les interese un cambio, aunque la apatía los mantenga postrados, merece otra vida, y que debe ser ese cambio un cambio gestionado por cubanos.
Es bueno ver entonces que haya cubanos de éxito; me jode la idea de chinos, rusos, mexicanos, españoles o americanos llevándose las piltrafas cubanas.
Por eso siento que mis preguntas siguen entonces siendo válidas. Las que ya hice más arriba, y esta que sigue.
Que por qué Cancio sí, y los otros no.
Yo no lo sé.
Pero lo que sí sé es que detrás de esa excepción debe haber una historia jugosa, que alguien escribirá un día, aunque, obviamente, no en OnCuba.
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