La agilidad con que el gobierno
del Presidente Obama ha ido desbrozando su tramo a recorrer para
normalizar las relaciones entre los Estados Unidos y Cuba, haciendo
gala del eficiente pragmatismo norteamericano, ha provocado una
fiesta de esperanzas, en su mayor parte, y un aquelarre de odios, por
suerte ya casi insignificantes.
Pero sobretodo ha puesto en
evidencia, además, el pasmoso inmovilismo del gobierno cubano, el
enanismo de sus voceros, y el hecho de que, en realidad, ni Raúl
Castro, ni sus aborregados adalides, estaban preparados para ese
empellón renovador, ni para la pérdida, fatal para su arenga, de su
enemigo y su argumento favoritos.
La presteza con que los Estados
Unidos están asumiendo su papel, que cada vez parece más unilateral
en esta nueva etapa, ha dejado boqueando a la nomenclatura, que sólo
atina a repetir absurdamente que todo esto es una victoria de la revolución, y que,
sobre todas las cosas, hay que ir sin prisa, pero sin pausa.
Sin prisa, pero sin pausa.
Exactamente con el estilo de una babosa que cruza una autopista en
hora pico. Y, tristemente, con las posibles consecuencias que eso
conlleva.
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