viernes, 8 de agosto de 2014

Rincones

Nada más se logra salir de La Habana y el mar te secuestra. La Habana tiene eso; se puede vivir al lado del mar, y verlo casi nunca. Nos pasa a los habaneros.

Se sabe sin embargo que a la salida del Tunel hay otro mundo del que nunca me canso. Porque, para suerte nuestra, tiene La Habana en ruinas esa maravillosa circunstancia de que, en escasos tres minutos, por arte de tunel, desaparece. Y del otro lado, espera una bocanada de mar azul. Es magia, magia buena, poco apreciada, como todo lo cotidiano.

Después, todo se vuelve en oler y ver el mar. Porque el mar de la costa norte siempre es bello, pero el mar que une La Habana y Matanzas es sublime. Mar veleidoso, que apenas se deja ver por un par de minutos, y que cuando La Habana es del Este, se aleja otra vez, dejándonos con las ganas. Las Habanas tienen ese afán, el de opacar el mar, de volverlo oscuro.

Más adelante el mar se vuelve muchacha, mar sueño de jóven, promesa de novia ardiente. Pareciera que juega, a lo lejos; atisba, y se esconde otra vez. Va bordado de diente de perro, y después de arena, kilómetros de arena. Pero ya no hay casuarinas; dicen que estaban contaminando la playa, y las talaron. Ahora la playa es calva. O casi. Hay yerba áspera, y unas enredaderas. Y basura. Dice el mar, allá lejos, allá abajo, que la playa lo acosa.

No hay manera de saciarse de ver el mar. Uno quiere seguir viendo, ver más, cuando de repente la carretera se desploma entre unas lomas tímidas, edificios feos y matorrales sucios. De pronto parece un desastre definitivo, aquí vive gente, apenas, que feo, un viaje inútil y aburrido, mierda de lugar.

Pero entonces, como si fuera premio, llega la sorpresa. El mar te salta encima como un hijo alegre, y te deja sin aliento. Quizás por eso nadie se entera, nadie ve lo que ha sucedido en realidad; se quedan mirando como idiotas el mar que ahora ya casi pueden tocar, sin percatarse de que, en un par de segundos, pasaron sin ver el lugar más bello, el paraíso de cuatro casas que llaman el Rincón de Guanabo, de lo mejor de mi vida.

Se perdieron ver los tres pisos de la casa amarilla, que se recuesta a la loma que es ferozmente verde. No ven el balcón donde por primera vez usé unos prismáticos, que me prestó un tipo que me parecía altísimo desde mi estatura de niño, y que hablaba con acento español. Desde allí vi por primera vez allá, costa afuera, el lugar mítico que todos llamaban La Restinga, la barrera de arrecife a la que nunca fui, porque tenía miedo, y donde dicen que en la marea baja el agua daba por los tobillos.

Ni el chalet. Tampoco vieron el chalet. Quizás por gris, o porque apenas parecía habitable, pero que sí lo estaba; había allí niños, y muchachas hermosas, anónimas, con las que soñé entonces, y después.

Del otro lado, del lado azul, la casa de Lina pasa como un manchón blanquecino. De nuevo, por estar mirando el mar, no vieron la casa, ni a Lina; no la vieron cuando estaba viva, mucho menos ahora que su fantasma se confunde con el cielo blanqueado por el calor infernal.

Pero quizás alguien alcanzó a ver, caminando por un trillo invisible, a un tipo oscuro, callado, en shorts ripiados y decolorados por el salitre, al hombro los aparejos. No podían saber, claro, que estaban viendo a Manolito, pescador de oficio y corazón, el mejor pescador del mundo, que en las mañanas le dejaba a mi vieja media lata de manjúas frescas, o de sardinas, o una sarta de roncos y parguetes. Se iba al mar de madrugada, y regresaba apenas amaneciendo, casi al mismo tiempo que mi padre, que a su vez regresaba del farallón cargando su bolsa de lona blanca, repleta de nylons y anzuelos, e invariablemente con las manos vacías, pero contento por haberlo intentado.

Manolito atracaba justo debajo de nuestra casa, en las tres rocas. Apenas se bajaba de su balsa, hecha de una cámara de tractor, tablas y redes viejas, y ya se veía incómodo en la tierra. Quizás por eso lo remató un camión en la Via Blanca, después que lo mataran el ron y la soledad. Ya nadie lo sabe, porque ya no está nadie.

Nosotros tampoco.

Abandonamos para nuestra mala suerte la terraza que colgaba del alcantilado, sobre las tres rocas. Les dejamos allí la caleta más pequeña, llena de jaibas asustadizas y patrullada por agujones grises. Y los peces de mis mañanas, los que se arremolinaban persiguiendo los trozos del pan de mi desayuno, “¡No le tires tu pan, coño, que no hay más!”, peces con nombres como payaso, o mariposa. Y una morena, que sólo mostraba la cabeza.

Y los cangrejos que se subían al techo de la casa en la noche, chirriando las patas contra las láminas de zinc. Nunca he sabido por qué lo hacían, ni pude verlos nunca; en las mañanas ya no estaban.

Y mi mar, mi playa maravillosamente solitaria, con bancos de algas, que eran como verdes cintas resbalosas, y con pocetas turquesa, donde el agua era tibia. Y alguna ocasional pelotita de “petróleo”, que me manchaba los pies y la piel, y que me limpiaban con un trapo empapado en queroseno. La costa sólo para mí, para mis castillos y mis submarinos. Solamente la compartía los domingos, que se llenaban de gente extraña que llegaba en unos camiones enormes que traían casetas a cuestas, como cigüas descomunales; y en las casetas unos chinchorros inmensos, que extendían a lo largo de la costa. Después, llenaban varios tanques de 55 galones con el abundante pescado, y se marchaban a quién sabe donde, dejando detrás mi arena cubierta por aguamala y morralla.

Una vez sacaron un par de tiburones, enredados en la red. Los colgaron, los destazaron y nos regalaron dientes a los niños, con instrucciones: “Ponlo al sol, que se seque bien, y después lo lavas, y te lo cuelgas al cuello...” Asi lo hice, hasta que alguien dijo que eso era un símbolo de protesta, que insinuaba que había hambre, que era inapropiado y subversivo, y mi diente de tiburón terminó en alguna gaveta en la que se perdió para siempre.

Sueño con todo y todos, pero en especial con un sable de caballería, corroído y mellado, con empuñadura de nácar cubierta de grietas y desconchados, que se guardaba en un polvoriento cuarto de desahogo. Era, a la vez, el sable que a Bebé le regalara el señor Don Pomposo, el sable de cargas al machete de Nacho Verdecia, y el arma de gala del Conde de Montecristo. Era parte, con todo lo demás, de mis veranos de felicidad.

Ya no miro, cuando he pasado por allí. Ya ese no es mi caserío calcinándose en el silencio de mis mediodías de agosto. Mantengo la vista fija en la Via Blanca, el timón apropiadamente aferrado, como debe ser. Les enseño a mis hijos las cuevas que se adivinan en el lomerío, la franja ocre de La Restinga, el lugar donde el abuelo nunca pescó nada. Pero ya no me interesa saber si todavía está la casa de tres pisos, o el chalet, ni quiero ver los fantasmas.

Y la casa no se ve; le construyeron algo delante, como si fuera una cuartería, y taparon el trillo que llevaba a la caleta y a la playa. Claro, aun está el mar, y tampoco parece el mismo. 

Pero tampoco yo lo soy. Y uno, simplemente, no regresa a lo que ya no es.

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